Cuando al viejo le pagaron la liquidación en una empresa en la que laboró por mucho tiempo, pudo, al fin, comprar un ranchito al sur occidente de Cartagena. Lo que sucedió después solo es atendible desde el teatro de lo absurdo y del realismo mágico que nos caracteriza
Pablo Oviedo A.
Aunque la humilde vivienda era de madera, tablitas, láminas de zinc viejas y piso de tierra, allí ya nadie lo podría molestar a él ni a su familia por el interminable y hasta humillante pago del arriendo.
La morada ocupaba el último lugar de la calle. El barrio finalizaba con ella. Solo contaba con el servicio eléctrico; no había agua ni otros servicios básicos; ni siquiera con una batería de baño. Rodeada de cerros y terrenos llenos de maleza, las necesidades las hacían al estilo del gato: “haga el hueco y luego tape”.
El negocio del agua
A cinco cuadras de la casa, una familia sí contaba con agua. Hasta allí acudía la comunidad para abastecerse. Era un negocio rentable: por cada tanque de cinco galones se cobraba un peso y durante todo el día se formaban filas interminables de compradores del vital líquido. Eso sí, había que estar atentos, porque al menor descuido alguien se colaba en la fila, lo que a veces provocaba trifulcas.
Una carretilla metálica le regalaron al viejo, de esas antiguas. Con el tiempo y el uso constante ─y el abuso─ perdió el platón y terminó convertida en una especie de hormiga flaca: solo quedaban las varillas y los tubos. La bautizaron La cibernética. En ella, transportaban los tanques del agua. Todo el barrio la usaba; iba de casa en casa, prestada entre vecinos que la pedían para acarrear el agua con más facilidad y comodidad. Era mucho mejor que cargar los tanques en los hombros con las viejas balanzas.
Los ranchos eran típicos de los barrios de invasión; cada quien separaba el terreno de su casa con alambre de púa y con estacones: aquellos barrios subnormales eran como pequeñas aldeas; se respiraba fraternidad y todo era muy sano: había muchos ciruelos y los niños y niñas se divertían recogiendo los frutos, unas espléndidas y rojas ciruelas que se consumían como manjares en medio de aquella pobreza.
Eran muy felices, a pesar de las privaciones; no existía el celular, ni el internet, ni las redes sociales: se jugaba con trompos y canicas de cristal. Se practicaba el velillo, escenificar el juego del quemado, todas aquellas prácticas sanas y divertidas que se perdieron por la tecnología.
La arena y el túnel
Muy cerca del barrio, en el trasfondo de las lomas, había unas minas de arenas. Los dueños de esos terrenos las explotaban de forma artesanal para subsistir y sostener a sus familias, extrajeron tanta arena que las minas terminaron convirtiéndose en un subterráneo que atravesaba una de las lomas. Los niños jugábamos allí a policías y ladrones, sin imaginar que aquellos túneles en el futuro serían artífices de desesperanza y dolor.
Cuando algunos empresarios de la construcción se enteraron de la existencia de aquel terreno con lomas y subterráneos, compraron los terrenos a unos precios ínfimos; se interesaron ante todo por la loma que era atravesada por la mina de arena. Se propagó la voz de que aquellos constructores edificarían un imponente barrio en dichos terrenos.
Todos en el barrio estaban muy contentos: algunos aseguraban que el progreso vendría con calles pavimentadas y servicios públicos básicos. Sobre aquella inmensa loma surgió un lindo barrio, uno de los mejores de la ciudad, hasta con cancha y todo. Los habitantes del barrio pobre, humilde y sano, empezaron a transitar por sus calles, eufóricos y optimistas porque conectaba con la civilización.
Los nuevos ricos
Pero llegaron nuevos propietarios: gentes encopetadas que empezaron por encerrar sus viviendas con altas y finas rejas; eran viviendas con frescos cielos rasos, finas baldosas y espectaculares ventanas.
Las viviendas se habían levantado sobre una de las lomas que en su parte subterránea habían sido minas de arena, con el pasar de los días se había originado una falla geológica que fue causando el hundimiento progresivo de la capa superior del terreno. Las casas empezaron agrietarse. El barrio quedó solo y abandonado.
Un día como a las 3:00 p.m. se vio pasar un gentío que llevaba picas, palas, martillos, machetes, mazas y entre otros instrumentos; El susto fue inmenso al observar aquella turba, pasaron de largo por el barrio pobre: iban viejos, jóvenes, niñas, niños, señoras, gente de todas las edades; como a las tres horas regresaban con láminas de eternit sobre las cabezas, otros cargaban ventanas, puertas, rejas, inodoros, lavamanos, grandes espejos, lámparas lujosas, cortinas y toda clase de enseres. Habían desvalijado el barrio.
La historia no termina allí
Al amanecer del día siguiente, en la calles del barrio pobre, se sintió un estropicio atravesaba las calles de nuestro barrio. La misma gente del día anterior, regresaban del barrio nuevo con cargamentos de adobes, baldosas y hasta con cables del sistema eléctrico: después de que acabaron con los muebles, habían decidido arrancar las cerámicas, las tuberías y todos los aditamentos que formaban las estructuras de las casas. Al día siguiente, se repitieron las mismas escenas protagonizadas por los revoltosos ladrones y dije:
Cuando los vimos pasar con pedazos de cielo raso, con trozos de listones y con grandes rollos de alambre de las redes eléctricas, pensamos que hasta ahí llegaría el desorden, pero nuevamente la turba saqueadora superaba las expectativas. No se detuvieron, hombres acompañados por sus mujeres e hijos, empezaron a derribar las ruinas y sacaron el hierro de las columnas, de los cimientos y de las vigas para llevárselo y venderlo.
En un dos por tres habían desaparecido de la faz de la tierra el que fuera un hermoso y próspero barrio. Solo quedaron los escombros y hasta estos se los llevaron después para rellenar las calles y los patios anegadizos de los barrios de los que provenían.
¡Increíble! ¡Aquellos depredadores se habían robado el barrio nuevo, se lo habían robado por completo!
Entre lo absurdo y los mágico
Solo quedó un paisaje entre mágico y chistoso: unas humildes casas con paredes de tablas de huacales, combinadas con cartón y bolsas plásticas, con piso de tierra y techos de ruinosa palma que, con finas y costosas rejas amarradas con alambre dulce a unos postes enterrados
Se veían casas con relucientes techos de Eternit combinadas con viejas palmas. Baños hechos con tablas viejas y puertas de trapos viejos que en su interior tenían suntuosos inodoros y nuevos lavamanos adosados con clavos a los maderos que soportaban las paredes.
Aquella comunidad no había dudado en practicar el pillaje con el objetivo de mejorar la infraestructura de sus viviendas, pero solo lograron armar unas casas de retablos que al mirarlas en su conjunto, era un cuadro de los absurdo y de realismo mágico.
El mundo es así, unas veces sorprendente, otras, triste, patético, absurdo y risible. ¿Robarse un barrio completo? García Márquez lo que hizo fue ponerle nombre al eterno Macondo en que nos debatimos en el Caribe.