Una de las cuestiones más debatidas por la izquierda Latinoamericana y caribeña, en particular por sectores progresistas o revolucionarios que conducen o hacen parte de gobiernos que proyectan una agenda popular, son relacionadas a la gobernanza y a la legalidad
Pietro Lora Alarcón
Se habla en concreto, de la administración y la toma de decisiones, a la obediencia o irreverencia ante el denominado “orden jurídico” y a la relación con las cortes y órganos de control. De hecho, los gobiernos alternativos continuamente chocan no solo con los intereses del gran capital, sino con la burocracia estatal, o sea, lo que Marx llamó, “Estado abstracto”.
En la concepción marxista, la “institucionalidad” representa una miniatura del pueblo, reducido a materia amorfa, incapaz de decidir directamente porque el legislativo se convierte en la parte de un todo estructural que concentra esa función.
Un lienzo desteñido
En esta situación el Estado en su abstracción rápidamente agota la capacidad de procesar las expectativas populares. Su dinámica interna reproduce lógicas y reglas de juego ajenas al legítimo interés social y, precisamente por eso, “la democracia existente no está ni puede estar plenamente realizada”.
Los síntomas del deterioro del Estado no fueron planteados solo por Marx. Más recientemente autores de matriz diferente, como Bobbio o Boaventura de Sousa Santos, coinciden al afirmar que las sociedades organizadas bajo la óptica liberal del siglo XVIII, reformuladas positivamente por la presión popular y lamentablemente también por el fascismo, son una democracia agonizante, un lienzo desteñido de elementos como la separación de poderes, la legalidad y la igualdad, sucumbiendo ante el poder de las mafias, las multinacionales, la impunidad, la corrupción, el abuso de poder y el tráfico de influencias.
En una sociedad impactada por una crisis sistémica de proporciones devastadoras para el planeta, gobiernos de extracción popular “tienen el desafió de intentar construir vinos nuevos en odres viejos”, concluyen expositores de un Seminario realizado en el sur del continente. Sin embargo, el dilema es complejo. Un gobierno puede quedarse discursando de que desea cambiar las cosas, pero no tiene ninguna posibilidad. O buscar que nazca un impulso transformador de signo democratizante en la institucionalidad, para que el programa popular de desarrollo no quede atrapado por la máquina.
En este examen, el punto de partida para los sectores revolucionarios es comprender que el Estado tiene una esencia de clase y que su transformación estratégica se realizará en momentos cruciales de consolidación de una nueva hegemonía. En consecuencia, cuando se asume el gobierno, pero no necesariamente el control del Estado, la tarea es contribuir a la construcción de la hegemonía a partir de la interacción entre la acción gubernamental y la acción popular, lo que exige afinar los pasos desde un y otro lado.
Por eso, el análisis de las posibilidades y límites de un gobierno de agenda popular, en términos de gobernanza y condiciones de actuación ante la legalidad preestablecida, es una cuestión de diseño táctico en el cual hay dos premisas de fondo: la primera, que órganos como el Congreso Nacional o el Poder Judicial no son, “ni la realidad de la idea moral ni la imagen proyectada de la razón” sino parte de un sistema representativo de una “cierta orden”, creada artificialmente para atenuar el conflicto real entre clases con intereses contrarios.
La segunda, que el gran error de muchos, como expresa S. Wolin, es creer que es posible compatibilizar el capitalismo con la democracia, cuando en realidad el sistema económico desfigura al trabajador deformando su condición de ciudadano.
Las dos premisas, cuando contrastadas con la realidad colombiana, implican reconocer el resultado trágico de las opciones económicas y políticas de la derecha. De manera que la construcción táctica, con referencias en la gobernanza y la legalidad implica, para desmontar el andamiaje normativo construido para liquidar derechos, como anotó Álvaro Vázquez, un corte transversal de las relaciones de clase, un diagnóstico de la composición y contradicciones internas del gobierno y un examen del grado de organización y de unidad del movimiento popular y de su estado de ánimo para luchar por objetivos inmediatos.
Es claro que el impulso transformador de un gobierno de izquierda es permanentemente condicionado por reglas constitucionalmente trazadas porque en el orden jurídico la Constitución se erige, precisamente, como documento supremo que regula los periodos de estabilidad sistémica. Al gobierno corresponde el impulso, pero es el carácter conspirativo y decisivo de la acción popular la que modifica o quiebra el sistema, cuando la legalidad institucionalizada es superada por la imposición popular de las reglas, es decir, cuando como dice Marx, el pueblo actúa como “demos”.
En Colombia el Pacto Histórico asumió un mandato de conducción del Estado con reglas preestablecidas en la Constitución de 1991. Esto no elimina la existencia de poderes autónomos, como el poder económico o los poderes institucionales armados, ni el hecho de que la legalidad, la igualdad y el acceso a la justicia son categorías de un orden jurídico formal, que solo tiene condiciones de efectividad a través de la presión popular constante y el sujeto transformador deja de tener una mera fuerza jurídica ficticia.
El objetivo inmediato es como utilizar los recursos presidenciales para una nueva etapa de desarrollo de conquista de derechos. Aquí descansa el límite entre lo jurídico y lo político, entre gobernanza y legalidad.