Al cabo del censo de muertos, heridos y desaparecidos, las autoridades reconocen que se trató de una tragedia anunciada. Ninguna autoridad afrontó la situación. Los más pobres son las mayores víctimas.
Alberto Acevedo
Uno de los episodios más dramáticos de la tragedia que para los habitantes de Salgar, en Antioquia, significó el desbordamiento de la quebrada La Liborana, multiplicada en su caudal por el intenso invierno y su represamiento en la parte alta de la montaña, es tal vez el caso del bebé Dioser Díaz, con apenas once meses de edad que, reproduciendo la epopeya de Moisés, fue salvado de las aguas.
El destino de Dioser, probablemente, sea ir a parar a un albergue del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, pues hace parte de las decenas de niños huérfanos tras la avalancha. Dioser perdió a su madre, a su abuela, y a doce familiares más.
Como el caso del pequeño de once meses, en Salgar se vive una tragedia familiar en cada esquina. No sólo por la fuerza de las aguas que arrasaron lo que encontraron a su paso. También por la pobreza, que llevó a muchos a habitar a orillas de las aguas, a sabiendas de los peligros que corrían.
Vivían allí, porque no tenían capacidad económica para comprar o construir su casa en un sitio mejor. Esto era bien sabido por las autoridades locales y departamentales, que en sus planes de desarrollo llegaron a considerar que el riesgo de una tragedia de tales proporciones era inminente. Lo había advertido Ingeominas, que incluyó a Salgar en un mapa nacional de zonas de riesgo.
Pero a las familias que hoy desaparecieron con la avalancha de La Liborana nunca les dieron vivienda porque los planes respectivos jamás se realizaron o no se contemplaron en la medida de las necesidades de las gentes que habitan las zonas de más alto riesgo.
La Alcaldía dijo no
Un plan para construir 24 casitas para familias desplazadas por la violencia nunca se concluyó, a pesar de que fue diseñado hace cuatro años. La idea de que la gente se beneficiara de los planes de vivienda gratis del actual gobierno fue rechazada por la Alcaldía local, con el peregrino argumento de que había que concluir primero el programa de las dos docenas ofrecidas a los desplazados. Por consiguiente, tampoco se hizo un plan nuevo, con recursos propios, para las gentes de menores ingresos.
Vistas así las cosas, se comprende que la tragedia del pueblo de Salgar es aún mayor, en la medida en que se conjugan los golpes de la naturaleza, la pobreza, la indolencia oficial y el desplazamiento forzado a causa del conflicto armado.
Esa conjunción de factores arrojó un saldo de 92 personas muertas, algo más de 30 heridos, un número aún no cuantificado de desaparecidos, casi cuarenta niños huérfanos, 550 damnificados y numerosas viviendas, cosechas y ganado perdidos.
El riesgo continúa
Este panorama lleva a la conclusión de que las gentes más pobres en este país son las primeras víctimas de las catástrofes naturales y de otras no tan naturales, como se desprende de la impericia de funcionarios, de la desidia e indolencia del Gobierno a todos los niveles.
En el caso de Salgar, toda la zona urbana está en peligro de ser afectada nuevamente por un fenómeno natural como el de hace una semana. Pero también sus cuatro corregimientos y 32 veredas, que albergan una población de 18 mil habitantes.
Estudios divulgados después de la tragedia, y que no constituyen una novedad, indican que tres de cada diez colombianos están amenazados por eventuales deslizamientos e inundaciones. El Banco Mundial había advertido al Gobierno, hace ya bastante tiempo, de la necesidad de frenar la tendencia de construir barrios y pueblos en las laderas y rondas de los ríos, situación a la que acuden muchas gentes, empujadas por la pobreza.
El Banco Mundial indica que en Colombia el 12% de la población vive en zonas de alto riesgo, siendo las más críticas las regiones Pacífica y Caribe y las vertientes del río Magdalena. Las zonas de riesgo alto o muy alto comprenden a 353 municipios, que acogen al ocho por ciento de la población del país. En el caso de Antioquia, la Defensoría del Pueblo y el Ministerio de Vivienda han advertido que el 60% de la población está asentada en zonas de riesgo.
Las otras tragedias
La noticia sobre la tragedia de los pobladores de las veredas La Margarita y El Mango, las más afectadas de Salgar, se conoció el mismo día en que los pobladores de Fundación, en el Magdalena, conmemoraban un año de la tragedia en que perecieron 33 niños de una escuela, muertos en un absurdo accidente provocado por el conductor de un destartalado bus, al que suministró gasolina con todos sus pasajeros adentro. Ahí también concurrieron esos factores comunes de pobreza e indiferencia de las autoridades frente a los problemas sociales.
Pero también estaba el dolor de los mineros de Riosucio, que en una búsqueda azarosa de un salario para la manutención de sus familias desafían al río Cauca en improvisados socavones para conseguir unos cuantos gramos de oro, en una práctica irregular de minería, de la que tanto provecho sacan grandes corporaciones nacionales y extranjeras del sector.
Y los pobladores de Gramalote, en Santander, destruida por otro fenómeno natural, siguen esperando la ayuda oficial para reconstruir su pueblo, reanudar sus cosechas, llevar de nuevo sus hijos a la escuela y afianzar una fuente segura de ingresos en la agricultura, como fue su tradición.
Tragedia y fanfarronería
A eso nos referimos cuando hablamos de tragedias naturales y otras no tanto, que se pudieron prevenir o que, una vez desencadenadas, cayeron en el olvido de la indolencia de las autoridades.
Porque algunas de esas tragedias son obra del desgobierno. En el caso de Salgar, algunos medios escribieron parrafadas sobre los niños huérfanos tras la avalancha del río. Pero pasaron la página frente al hecho de que, en lo corrido del año, el ICBF ha confirmado la muerte de 72 niños en Colombia a causa del hambre y la desnutrición, la mayoría de ellos en comunidades indígenas de La Guajira.
Doloroso que de la cifra de niños afectados por desnutrición, algunos de ellos se registren en la propia capital de la República, como lo indican los registros del Hospital San Blas, que reporta grados de desnutrición uno y dos en la localidad de San Cristóbal.
Y este panorama, al que podríamos agregar los peligros de extinción de las comunidades indígenas wayú y nukak makú, se dan en un país que a trochas y mochas ha cumplido medianamente los Objetivos del Milenio en materia de desarrollo, sin haber alcanzado ninguna hazaña notable en esta materia, pero que aspira a ingresar al Club de los Ricos’ de los países que integran la OCDE. Ironía.