martes, septiembre 2, 2025
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Minifaldita Roja

Una historia literaria que critica y condena al violador, marcada por el humor complejo, la sátira y el contrasentido mágico.

José Martínez Sánchez

Un ruido superior a la bullaranga de los impíos recorría la periferia, los callejones encapotados y las principales calles del barrio. Ventanas y camas traqueteaban en hoteles y residencias familiares relegadas por padres industriosos, y hasta los árboles del parque suspiraban de placer ante la caricia de un amante invisible. Las alarmas sorprendieron al párroco de la iglesia y al teniente de policía. Si aquello fuera algo tan efímero como la brisa de agosto, no habría de qué preocuparse.

El runrún había comenzado ocho meses atrás y aún continuaba, pese a las advertencias del prelado en homilías dominicales. Niñas en flor de adolescencia empezaban a exteriorizar las secuelas de un personaje que se creía de ficción, pero que actuaba con análoga astucia a la de Charles Perrault en su escritorio parisino.

Cierta vez las autoridades espirituales y castrenses convocaron a las implicadas al salón
comunal. Trescientos cincuenta vientres a segundos de estallar confirmaban el desastre. El
lobo feroz había llegado, para desgracia del párroco, el teniente y los adultos mayores.
Merecedores de una prueba de amor en sacristías, comandos y moteles cercanos —renegaban los hipócritas—, ahora se veían forzados a desempeñar el espinoso papel de
orientadores sexuales.

Doble cara

Distinguido con el calificativo del animal que le había dado fama internacional al cuentista, el culpable de los embarazos presentaba dos caras de una misma moneda: Lobo Feroz nos ha golpeado, miren cómo tenemos el rostro, se quejaban unas, señalando los labios leporinos y los ojos hinchados. Lobo es un ser ecológico, entregado en todo y por todo a la conservación de la especie, afirmaban otras, acariciando la parte alta del estómago, donde el feto hacía milagros para aguantar el líquido gelatinoso que lo envolvía.

Minifaldita y el abuelo

Entre las pocas criaturas que se habían salvado de caer en garras de Lobo, se hallaba una niña conocida por los habitantes como Minifaldita Roja. Las miradas paternales le ponían trece años de edad, pero otras, como la del párroco y la del teniente, calculaban un poco más de dieciséis, vitalidad requerida por reyes y tribunos de la Roma imperial.

Contraria a la costumbre de las trescientas cincuenta mozuelas devoradas por Lobo, Minifaldita Roja no salía del corredor de la casa donde permanecía, echada en una hamaca veteada, soñando con un príncipe azul y la pronta recuperación del abuelo, un anciano que padecía jaquecas temporales a causa de los altos costos en las tarifas de energía. El término procedía de la prenda normal usada por las animadoras de torneos deportivos.

A las chicas del barrio les permitía mostrar la belleza juvenil a los transeúntes, variedad integrada por adultos mayores, colegiales y niños con quienes perseguían gatos y ratones en el solar de la casa. La vieja creencia de que los niños se tornan violadores cuando descubren un vello púbico femenino debajo del calzón de seda, en los encuentros de Minifaldita Roja con sus amigos llegaba al extremo vicioso de la falsedad.

El lobo cambia su estrategia 

Esto no era rémora para que en todo el barrio se adelantara una campaña de prevención dirigida a adolescentes y preadolescentes, considerada la población más vulnerable a los ataques de la bestia, bien fuera en horas avanzadas o en los amaneceres, a la entrada y salida del colegio. Temeroso de caer en una redada, Lobo Feroz decidió cambiar de estrategia. Sus ojos profundos husmeaban en la soledad de los parques, en ventanas abiertas y en extramuros, cautivado por el olor distintivo de la hembra al momento de dejar al garete las partes íntimas de su cuerpo.

Un rumor de glúteos en acción volvió a sacudir a la comunidad, notificada por el párroco de la iglesia y el teniente de la policía. El blanco eran mujeres de reconocido voltaje sexual, abuelas y abuelos en condición de discapacidad. De este modo las autoridades comprobaron, exacerbadas, la bisexualidad de un personaje que se creía de ficción, esta vez agazapado en la impunidad de las calles.

El nombre de Minifaldita Roja llegó a oídos de Lobo más temprano que tarde. Con la cabeza a punto de reventar, puesto que era de noche y ningún acorazado podía soportar el inclemente dolor, el abuelo rogó a Minifaldita Roja correr a la droguería a comprarle un par de analgésicos y una pastilla para el desvelo. Le recomendó, por seguridad personal, ponerse la ruana gruesa que le había obsequiado el día de su cumpleaños.

¡Qué ojos tan grandes tienes!

Desentendida, Minifaldita Roja se alzó de hombros y salió al aire libre. Un frío cortante llegaba del norte, cruzando las barreras invisibles levantadas por traficantes de cocaína con fines de control territorial. Atrincherado en la costosa penumbra —la misma que arrancaba injurias al abuelo en la ventanilla de pago—, Lobo Feroz había esperado efusivo el encuentro con la niña de piernas sublimes. De convalidar su razonamiento, el destino de ambos estaba trazado desde el instante en que a Charles Perrault se le ocurrió escribir el cuento de Caperucita Roja.

Tal vez porque la situación encajaba con las inclinaciones propias de su longevidad,
Minifaldita Roja no sintió pánico en presencia de Lobo. Al verlo, sus ojos resplandecieron de alegría:

—Lobito, ¡qué ojos tan grandes tienes!

—Son para verte mejor —respondió el Lobo, y se relamió el cerdamen.

—Lobito, ¡qué dientes tan lindos tienes!

—Para comerte mejor.

La niña nunca supo cómo fue a caer de espaldas a la hierba. El caso es que le encantó
el sabor de la fruta prohibida, y en adelante se las arregló para que al abuelo no le faltara el dolor de cabeza. Siempre lo conseguía mostrándole los recibos del servicio de energía amortizados el último año. Llegó la fecha en que el novio de Minifaldita Roja no logró.

contener sus verdaderos instintos

Bajo la oscuridad del parque, luego de un romance fingido, el monstruo empezó a golpearla. Le mordía el cuello, las orejas, las caderas codiciadas por adultos mayores. Estaba a punto de estrangularla, pero un grupo de vecinos ponía fin a ese largo ciclo de acosos, torturas y violaciones. Capturaron a la bestia, la condujeron esposada a la cárcel local y dieron parte a los medios informativos.

El párroco hizo una última visita a las instalaciones en busca de arrepentimiento. Lobo Feroz lo miraba de una forma tal que el clérigo, rojo de miedo y lujuria, abandonó la celda invocando los poderes divinos. A la mañana siguiente, como miles de mujeres sometidas al abuso sexual, Minifaldita Roja preparó un desayuno exquisito. El abuelo y las autoridades espirituales y castrenses comieron perdices y aseguraban que, por dejar libre al malhechor, ningún juez de la república pasaría el resto de sus días entre las frías paredes de una celda con lobos.

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