El caso de Martínez Ferrada en Canadá demuestra cómo la representación puede camuflar las mismas violencias de clase que sostienen desigualdades estructurales
Jessica Ramos
La conversación global entre los feminismos del Sur y los del Norte global está marcada por una contradicción fundamental: un encuentro teórico en el plano de los conceptos, pero un profundo desencuentro en el análisis material. El Norte ha exportado marcos conceptuales como la interseccionalidad, pero con frecuencia los aplica de forma selectiva, desvinculándolos de su raíz materialista y de la crítica al capitalismo.
La experiencia encarnada de ser mujer, migrante, racializada y con una conciencia de clase agudizada plantea preguntas incómodas a estas corrientes hegemónicas. Perspectivas a menudo más preocupadas por la estética que por la economía suelen caer en supuestos universalizantes: interpretan el burka siempre como imposición, la depilación como mera sumisión y unas coletas como auto-sexualización. Estas lecturas, puede que bienintencionadas pero simplistas, ignoran la agencia, el contexto histórico y, sobre todo, las condiciones materiales que definen las decisiones cotidianas de las mujeres, especialmente en el Sur global.
Esta divergencia no es solo teórica, sino que se vive en la piel. Desde el Norte global, mi propia experiencia lo confirma: mientras mi orientación sexual e identidad de género han funcionado como llaves que abren puertas en espacios académicos y laborales, mi análisis de la realidad desde la conciencia de clase ha generado un palpable malestar. Situarme desde un “nosotras” de clase, y no solo desde un “yo” mujer, latina y pansexual, ha provocado un cierto rechazo intelectual.
Este fenómeno va más allá del anticomunismo visceral; se trata de una omisión sistemática del capitalismo como la base material que organiza y sustenta todas las demás opresiones. Se prefieren análisis que aborden los síntomas de manera aislada, sin atreverse a diagnosticar la enfermedad estructural.
Esta omisión es particularmente paradójica en la academia, donde se teoriza sobre la interseccionalidad. Es crucial recordar que este análisis bebe de fuentes como la de Aníbal Quijano, quien identificó la matriz colonial del poder a través de cuatro ejes inseparables: racismo, patriarcado, colonialidad y, de manera fundamental, el capitalismo.
Sin embargo, en la práctica, se observa una clara jerarquía. Mientras los ejes de raza y género son ampliamente legitimados, el análisis de clase es contemplado con escepticismo. Esta elección no es ingenua: la búsqueda de patrocinio y becas a menudo depende de adherirse a temas en boga, lo que marginaliza las críticas estructurales al sistema económico. El resultado es un diálogo de sordos: el Sur insiste en recordar la integralidad de la matriz de poder, mientras el Norte, cómodo en su privilegio, prefiere desmontarla solo a medias.
El caso de Soraya Martínez Ferrada: la encarnación de la brecha
La elección de Soraya Martínez Ferrada como alcaldesa de Montreal es un ejemplo elocuente de esta brecha. Su figura parece, en superficie, un triunfo para la representación: una mujer, migrante chilena exiliada por la dictadura, que se autodenomina “la primera persona de la diversidad” en acceder al cargo. Sin embargo, una mirada más profunda revela las limitaciones de un feminismo desvinculado de la clase.
Aunque su identidad como mujer racializada es incuestionable, su trayectoria política y económica se alinea firmemente con el neoliberalismo. Miembro del Partido Liberal, ha sido ministra y secretaria parlamentaria, y simultáneamente ha sido una activa propietaria en el mercado inmobiliario de una ciudad en plena crisis de gentrificación. Esta doble condición de máxima autoridad local y propietaria de inmuebles genera un conflicto de intereses inherente.
Sus políticas podrían priorizar sistemáticamente los intereses del capital inmobiliario como la venta de terrenos a empresas privadas o la oposición al control de alquileres sobre la construcción de vivienda social y la protección de los inquilinos más vulnerables.
La tragedia de personas como el señor Julian L., de 73 años, que se quitó la vida tras un desalojo en el barrio donde vivió cuatro décadas, no es un hecho aislado, sino el resultado lógico de un modelo urbano que privilegia la rentabilidad sobre la vida. Martínez Ferrada ejemplifica así la figura de la mujer racializada que accede al poder sin cuestionar el sistema capitalista que, de hecho, ha aprovechado para su beneficio.
Su caso demuestra crudamente que la representación identitaria, sin un proyecto de transformación económica y de clase, es insuficiente y puede incluso ser funcional al mismo sistema de opresión que dice combatir. Gobernará para una metrópoli de 4.3 millones de personas con un mandato débil apoyada solo por el 15% del electorado potencial, lo que refleja no solo una crisis de representatividad, sino la materialización de un feminismo del Norte, cómodo con el capitalismo, que el Sur no puede permitirse el lujo de abrazar.
En definitiva, el diálogo entre los feminismos del Norte y del Sur evidencia una fractura insalvable: la teoría interseccional, aunque valiosa, queda vacía cuando se desliga de su raíz materialista y de una crítica frontal al capitalismo. La paradoja se encarna en figuras como Soraya Martínez Ferrada, donde la representación identitaria se convierte en una máscara que oculta la perpetuación de un sistema de opresión de clase. Mientras feminismos blancos desclasados del Norte se contentan con desmontar opresiones de forma aislada, el Sur global insiste en que la liberación genuina exige un «nosotras» de clase que cuestione la estructura económica que sustenta todas las exclusiones. Sin este análisis, cualquier avance no será más que una ilusión de inclusión dentro de un sistema que sigue con las manos bañadas de sangre.







