jueves, abril 17, 2025
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La revolución en ninguna parte

Regresé de Argentina para servir al país. Volví con la firme convicción de meterme en el barro y luchar junto a los pobres de algún lugar de Colombia. Luchar contra el olvido, la exclusión y la pobreza

Araucaria de la montaña
Revista la Mochila

Llegué a una selva exuberante, rodeada de miles de árboles de todas las maderas, heliconias de todos los colores, riachuelos de diversos tamaños y tonalidades: azules, verdes, todos cristalinos. Peces de río, pequeños, grandes y minúsculos. Quebradas y cascadas que nacen de las rocas y bañan las carreteras desde las alturas. Una selva donde habitan bandadas de tucanes, ardillas, micos y saínos. Un lugar donde las tormentas parecen el apocalipsis o el mismísimo fin del mundo, donde relampaguean más de treinta rayos por minuto y la fuerza de la electricidad sacude los cimientos de la tierra. Allí conocí el miedo a la naturaleza.

Minas de carbón rodeaban el espacio, cultivos de coca asfixiaban la selva y hectáreas de palma aceitera amenazaban con desaparecer los coloridos guayacanes. De enero a marzo, estos árboles se vestían de amarillo, y de agosto a octubre, de un rosa vibrante: un espectáculo infinito. Son los guardianes que custodian las orillas del río Catatumbo. En los cielos migraban las golondrinas, los loros verdes rompían el silencio con sus cantos. La majestuosidad de este lugar no tiene dimensiones ni palabras suficientes para describirlo; solo viéndolo y habitándolo se puede comprender su grandeza.

Llegué al paraíso natural, pero el paisaje social era el apocalipsis.

Cuando me subí al bus Peraloso desde Tibú por primera vez y empecé a recorrer el Barrio Largo, el camino que conecta con la selva, sentí que me estaba metiendo en la boca del lobo. Y cuando estuviera dentro, ya no habría manera de salir. Pensé, mientras en la radio sonaba un vallenato entrecortado, que quizás ese sería mi final, porque nadie podía entrar allá a rescatarme. A menos, claro, que estuviera dispuesto a arriesgar su vida por la misma causa a la que yo había decidido entregarme, sin medida, o por pura necesidad económica.

¿Quién no es feliz en ese lugar?

Me hago esta pregunta mientras escribo desde una ciudad, encerrada en un apartaestudio, rodeada del ruido de las motos y con la incertidumbre de no saber si hoy habrá más explosiones. Porque la violencia me ha alcanzado incluso aquí.

Hace unos meses tuve que salir huyendo del Catatumbo en la moto que había comprado, presintiendo que, tarde o temprano, tendría que escapar. Sentía acercarse lentamente los pasos de la violencia, como quien pone el oído en la tierra para detectar un ruido lejano. Así viví todos los días en ese lugar.

Cuando bajé del bus, lo único que me recibió fue una nube de polvo y un vaho caliente que me abrazó cada centímetro del cuerpo. Pensé que había hecho una parada en el infierno. Nadie me ayudó a bajar ni a orillar el equipaje pesado con el que había llegado. Solo una cantinera me gritó que, si quería, podía guardar mis maletas en el lugar donde ella trabajaba.

Tres carteles daban la bienvenida al pueblo:
Uno decía: «Versalles, territorio de paz».
Otro: «Feliz Navidad les desea el Frente 33 de las FARC».
Y el último: «56 años ELN».

Desde el principio, todo fue violento

Uno podría creer que, cuando un grupo armado manda en un lugar, los valores son distintos. Pero me encontré con el machismo a flor de piel, con el hambre corriendo por las calles, con la desigualdad tatuada en cada acción, en cada chisme, en cada conversación. No había revolución en ninguna parte. Lo que sí existía era la ley del más fuerte: el que más armas tenía, mandaba. El que más territorio poseía, dominaba. El que más dinero manejaba, imponía sus reglas. El que tenía el poder, era escuchado.

Lo único que me salvó de la indolencia, la soledad y la desesperanza fue la idea de llegar a educar. Como dice Fito Páez:

«En tiempos donde nadie escucha a nadie,
En tiempos donde todos contra todos,
En tiempos egoístas y mezquinos,
En tiempos donde siempre estamos solos».

Cien almas en el lugar más recóndito del mundo, otras ciento ochenta a las que podía al menos saludar, y otras doscientas a las cuales dirigirles una palabra o enseñarles con el ejemplo. De eso me aferré, de eso sobreviví. Valió la pena mientras me debatía en el infierno. Cien almas que cada día agradecían tener profesores. Cien almas con cara de sorpresa. Cien almas felices de estar seis horas en la escuela. Seis horas sin saber si creer o dudar de lo que podíamos contarles desde la lengua castellana o al escucharme hablar en inglés. O que una profesora jugara fútbol. O que, por primera vez, una profesora les diera la voz a las mujeres, no para que hicieran oficios, sino para defenderlas, para no violentarlas, para no obligarlas a ser sometidas, sino liberarlas del machismo, la opresión y la guerra.

Cada día que me levanté en la selva con la idea de educar valió la pena. Valió cada minuto de mi soledad, valieron todos los títulos que había conseguido y, sobre todo, me hizo entender que educar tiene sentido. No solo para enseñar, sino porque aprendí que enseñando aprendo diez veces más sobre el sufrimiento de mi país.

Las cosas se pusieron muy difíciles. Movimientos extraños empezaron a verse en el pueblo, las órdenes se imponían con más fuerza. La paz total nunca llegó; la poca paz que había empezó a quemarse con los vientos de guerra.

Me tuve que ir. Porque mi alma no soportaba más violencia. Porque una noche los perros empezaron a ladrar y sentí que mi vida estaba en riesgo. No quería morir. Quería seguir luchando.

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