El giro en las relaciones exteriores del Gobierno del Cambio marca un nuevo rumbo, no exento de desafíos
Federico García Naranjo
@garcianaranjo
Colombia es un país con una producción de hechos noticiosos que, con mucha frecuencia, el público queda atrapado bajo una avalancha de sucesos que le impide entender lo que realmente sucede en el mundo. No es solo la casi total ausencia de noticias internacionales, sino la absoluta pobreza en el análisis de los pocos hechos que logran ser difundidos.
Normalmente, se nos informa sobre desastres naturales, se presenta con jocosidad la última desfachatez de Trump o se narran las guerras como peleas simples entre buenos y malos. En ese contexto, no sorprende que el colombiano promedio tenga un conocimiento muy limitado de la realidad mundial y, por tanto, del papel que Colombia juega en ella.
Sobra decir que la forma como los medios han cubierto la política exterior colombiana ha sido lamentable. Mientras el presidente Petro se consolida como un líder de alcance global, al proponer debates de fondo y dirigirse de igual a igual a los hombres más poderosos del planeta, los medios locales están pendientes de si intentó besar a la reina de España, discuten si la vestimenta que lució en Sevilla fue poco elegante o reproducen irresponsablemente rumores de la prensa ecuatoriana para especular sobre su agenda en Manta.
Por ello, es importante repasar sosegadamente algunos elementos importantes de la actual política exterior, que permitan comprender mejor los alcances y las limitaciones de las relaciones exteriores del gobierno del cambio.
No más Respice polum
Sin duda, la decisión política de mayor alcance del actual Gobierno ha sido poner fin a la tradicional doctrina que dictaba que Colombia debía actuar de acuerdo con los intereses de Estados Unidos. Durante un siglo, la política exterior colombiana se acomodó, en lo fundamental, a los intereses estratégicos de Washington, lo que convirtió al país en “el Israel de América”: una suerte de cabeza de playa usada por el hegemón para expandir su influencia en la región.
En la actualidad, Colombia aboga por la superación del capitalismo fósil, hace un llamado al fin de las guerras, asume una postura firme en defensa de Palestina, rompe relaciones con Israel y condena el genocidio patrocinado por Estados Unidos. Todo ello, mientras el presidente Gustavo Petro mantiene un lenguaje prudente, un tono académico y una actitud que, si bien transgrede ciertas formas protocolares, lo hace con una notable carga simbólica ─como la guayabera en Sevilla.
Mientras Joe Biden ocupó la presidencia, la potencia del norte observó con cierta candidez a ese personaje pintoresco que, desde Suramérica, hablaba del “país de la belleza” y clamaba por la paz “entre pueblos eslavos”.
Con Trump de nuevo en la Casa Blanca, la posición de Colombia ha dejado de parecer folclórica para ser percibida como peligrosa. Un temperamento como el de la actual administración estadounidense ─basado en el matoneo, la imposición y el irrespeto─ no admite que nadie, absolutamente nadie, lo desafíe.
El primer round ─desatado cuando Colombia exigió enviar a los deportados en condiciones dignas─ terminó en un empate. El segundo ─propiciado por la participación de congresistas estadounidenses en el golpe blando en Colombia─ aún está por definirse.
Pulso diplomático
Todo comenzó con la ya famosa publicación en redes sociales del secretario de Estado Marco Rubio, un chacal anticomunista, pocos minutos después del atentado contra Miguel Uribe, responsabilizando al presidente por el hecho.
Luego se difundieron las grabaciones donde Álvaro Leyva conspira para tumbar al Gobierno y menciona que ha tenido contactos con congresistas estadounidenses de ultraderecha como Mario Díaz-Balart y Carlos Giménez. Congresistas que, además, han sido visitados en los últimos meses por personajes como Vicky Dávila, Miguel Uribe, Federico Gutiérrez, Katherine Miranda, Efraín Cepeda y María Fernanda Cabal.
El plan golpista ya había sido develado por el propio presidente Gustavo Petro en las manifestaciones que encabezó en Cali y Medellín ─y advertido por el presidente Maduro─, pero la publicación de las grabaciones fue la prueba definitiva.
En su esfuerzo por desviar la atención sobre la gravedad de los hechos revelados, la ultraderecha, junto con sus medios y voceros ─entre quienes destacan los mencionados congresistas estadounidenses─, arremetió contra el presidente. Uno de los legisladores norteamericanos se atrevió incluso a calificar de “narcoterrorista” al primer mandatario colombiano.
El pasado 23 de junio, Gustavo Petro envió una carta pública a Trump, con la que buscaba bajar el tono a la confrontación verbal con Rubio. Los medios colombianos no dudaron en calificar la carta como una “petición de perdón”, pero, en realidad, se trata de una pieza de comunicación diplomática digna de analizar. En efecto, al principio de la carta, Petro llama a desescalar el lenguaje, aclara que no acusó directamente a nadie de participar en el golpe de Estado en Colombia, e invita a no cerrar puertas: una mano tendida.
Sin embargo, en la segunda parte de la carta, Gustavo Petro afirma de manera contundente: “rechazo de manera categórica cualquier intento de utilizar la tragedia (de Miguel Uribe) como instrumento de acusación infundada”. Finalmente, el presidente de Colombia invita a una cumbre Celac-EE. UU., “como una oportunidad real de sentarnos como iguales a pensar el futuro que compartimos”.
En términos coloquiales, esto podría traducirse como “no busco pelea”, “a mí no me mande a su chacal a provocarme” y “hablemos de igual a igual”. Como se aprecia, no hay disculpas, al contrario, Petro está, en lenguaje diplomático, estableciendo límites sin cerrar puertas. Ahora queda esperar la reacción de la Casa Blanca, aunque, dado el perfil de su actual inquilino, es probable que esta no sea constructiva.
Asignaturas pendientes
Tras un tortuoso proceso, finalmente los pasaportes serán elaborados por la Imprenta Nacional, arrebatando el negocio a una poderosa compañía antioqueña con pomposo nombre inglés, que había monopolizado el proceso desde las licitaciones. El desafío ahora es que la producción de pasaportes, en manos públicas, garantice no solo la privacidad de los ciudadanos, sino también la eficacia y prontitud en la fabricación y entrega.
Por otro lado, se discute la propuesta de flexibilizar los requisitos para ingresar a la carrera diplomática, con el fin de abrir oportunidades a personas que siempre han sido excluidas del sistema. El reto consiste en diversificar la participación sin sacrificar el profesionalismo.
Son desafíos importantes, pero lo más urgente, recuperar la soberanía sobre nuestras relaciones exteriores, ya se ha logrado.