“Es honra de los hombres proteger lo que crece / Cuidar que no haya infancia dispersa por las calles / Evitar que naufrague su corazón de barco / Su increíble aventura de pan y chocolate” De una canción de Mercedes Sosa
Antonio Marín
@antonio_marin6490
El pasado 7 de junio, los colombianos nos estremecimos al enterarnos de que el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay lucha por su vida en un centro asistencial de Bogotá, tras recibir al menos dos disparos durante una manifestación política en la localidad de Fontibón. Aún se desconoce con certeza quién estaría detrás de este horrible delito.
La memoria enseña
Confiando en que el Estado hará su mejor trabajo para resolver la situación con rapidez y transparencia. Además del atentado, lo verdaderamente inquietante son las reacciones de sus colegas políticos, con un discurso agresivo, no han perdido tiempo en lanzar acusaciones sin pruebas, desatando una carrera de injurias y calumnias sesgadas, aprovechando de manera mezquina el dolor de la familia y el país. Ese impulso de convertir el dolor en arma política muestra que los discursos de odio que llaman a desconfiar, a deshumanizar, a odiar, siguen siendo terreno fértil para que florezcan repudiables actos como este.
Pero esto no es nuevo. Píldoras amargas para la memoria. El magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán en 1948; el genocidio de la Unión Patriótica, que dejó cerca de 6.000 víctimas; el asesinato frente a su familia de Jaime Pardo Leal en 1987. Recordemos también a Luis Carlos Galán, asesinado en 1989; a Bernardo Jaramillo Ossa, en 1990; y a Carlos Pizarro Leongómez, también en 1990, acribillado en un avión por un sicario adolescente.
Colombia lleva décadas pagando con sangre la polarización política y los discursos de odio. Hemos visto cómo la violencia política deja heridas indelebles, no solo en la vida de cada víctima, sino en el tejido ético de nuestra sociedad. Esas tragedias no fueron un accidente: fueron la consecuencia lógica del odio sistemático, del discurso que convierte al “enemigo” en blanco legítimo, en chivo expiatorio o en “mercancía desechable” instalada por quienes buscan poder a cualquier precio.
La vida por encima del miedo
Hoy, esa lógica violenta se replica en distintas geografías. En Estados Unidos, redadas masivas están separando a familias latinas, en gran mayoría, bajo la sombra del odio xenófobo. En Gaza, organismos internacionales denuncian acciones genocidas contra la población: bombardeos indiscriminados, destrucción masiva de civiles y hambruna criminalizada; víctimas inocentes de un conflicto degradado por el desprecio sistemático hacia el otro. En El Salvador, por ejemplo, decenas de miles de personas están encarceladas sin un debido proceso, bajo un régimen que promueve la represión como falsa solución a los problemas sociales que enfrenta.
No basta con decir “repudiamos la violencia”. Debemos preguntarnos cómo hemos permitido que una cultura basada en el miedo y el odio normalice las armas, el señalamiento, la acusación sin evidencia. Debemos crear espacios donde el disenso se canalice con argumentos, no con insultos. Que el pluralismo proteja a quienes piensan distinto, y no se convierta en excusa para silenciarlos. Que la prensa haga su parte en la búsqueda de la verdad, con criterio ético de información diáfana e imparcial.
Le debemos a nuestros hijos un país sin heridas abiertas. Un país donde aprendan que la democracia no se defiende con agresiones, sino con la palabra responsable, con instituciones firmes y con la certeza de que nadie estará por encima de la ley ni por debajo del derecho a la vida.
Proteger a la niñez
Como defensores de la vida y la paz, nos duele profundamente ver cómo los violentos siempre recurren a los más pobres —aquellos niños y jóvenes que, mantenidos en la ignorancia y la exclusión, terminan convertidos en instrumentos del crimen. Este patrón se repite dolorosamente en casi todos los episodios violentos que hemos vivido.
Es nuestro deber como sociedad rescatar a esos niños de las garras de los mercaderes de la muerte, protegerlos, y ofrecerles la oportunidad de convertirse en personas de vida, amor y paz. Hoy, cuando vuelvo la mirada al pasado, reconozco con tristeza que muchos de mis amigos de infancia cayeron en las garras del monstruo llamado «falta de oportunidades»; por esto, si algo debemos repudiar con fuerza, son las raíces profundas de este ciclo: la pobreza, la exclusión y quienes las perpetúan.
Hoy levantamos una bandera clara y urgente: No pasarán. Ni las balas, ni el odio, ni la exclusión. Debemos aprender del pasado para no repetirlo, para entregar a nuestros hijos un futuro donde prime el diálogo, la empatía y el respeto por la vida y la democracia. A los mercaderes de la muerte les decimos con voz firme: no pasarán.