El horizonte de un posacuerdo con las FARC plantea la necesidad de una reforma estructural a las Fuerzas Armadas colombianas a través de la cual queden integradas al control civil, abandonen ciertos privilegios, actuando en democracia y a favor de una democracia plena.
Régis Bar
Las negociaciones de paz entre el Gobierno y las FARC han ocasionado un gran número de comentarios y análisis, enfocados en los cambios positivos que produciría un acuerdo para la sociedad y en el llamado período de «posconflicto» que inauguraría. Muchas veces, este «pos» está entendido y analizado como la simple desmovilización de la guerrilla sin hacer mucho caso de los cambios que traería, o debería traer, para ciertas instituciones del Estado. En particular tiende a subestimarse el lugar de las Fuerzas Armadas (FA) en las negociaciones de paz y el papel que tendrían durante el período de posacuerdo. Sin embargo, interrogarse sobre la actuación de estas últimas debería ser considerado como imprescindible, dada su posición de fuerza dentro del poder de Estado, su peso importante dentro de la sociedad colombiana, así como su accionar durante precedentes negociaciones de paz.
En efecto, las FA expresaron siempre su desconfianza con respecto a los distintos diálogos de paz entablados con las diferentes guerrillas. Desde el proceso que intentó llevar a cabo el presidente Betancur en los ochenta, y que constituyó un verdadero traumatismo para los militares que estaban acostumbrados a tener plena autonomía en el manejo del conflicto armado interno, hasta las negociaciones actuales de La Habana. Desconfianza convertida con frecuencia en una actitud «complotista», destinada a sabotear el curso del proceso e impedir el final de la guerra. Para lograr este propósito, sectores importantes de las FA no dudaron en adoptar prácticas criminales, incluyendo el asesinato de civiles, en particular durante la década de los ochenta.
Desde que arrancó el actual proceso de paz, las FA han manifestado de manera reiterada sus preocupaciones, manteniendo la presión sobre el gobierno de Santos para tratar de lograr lo que consideran como garantías. Han clamado con contundencia que no pueden ser objeto de las negociaciones entre el Gobierno y las FARC, llamando la atención –de manera repetida– sobre la supuesta baja de moral de las tropas, exigiendo, asimismo, que no les equiparen con la guerrilla. Dado el poder «desmesurado» que tienen las FA en Colombia, consecuencia en gran parte precisamente de la permanencia del conflicto armado interno, es apenas lógico que tengan miedo de perder una parte importante del mismo en caso de materializarse el final tan anunciado de este conflicto. En consecuencia, existe al interior de la Institución el temor de tener, de ahora en adelante, menos prerrogativas, a nivel militar, económico, y hasta político. También está la inquietud de tener que rendir cuentas con respecto al largo historial de violaciones a los derechos humanos que la ha caracterizado.
Sin embargo, ahora que un muy probable final de las negociaciones de La Habana está cerca, aparece de manera bastante evidente que esas preocupaciones en realidad no tienen razón de ser. La mayor prueba de esto se encuentra en el contenido del acuerdo sobre justicia, anunciado el 15 de diciembre pasado. Pese al discurso del Gobierno sobre la supuesta ejemplaridad de este acuerdo y al hecho de que la atención se enfocó sobre el destino de los futuros guerrilleros desmovilizados, es indudable que el contenido de la Jurisdicción Especial para la Paz trae muchos beneficios para los militares, que de hecho lo recibieron con beneplácito. No sólo serán juzgados de ahora en adelante según el Derecho Internacional Humanitario, como lo venían pidiendo, sino que además desaparecerá la tesis de la responsabilidad por cadena de mando. Esta última ha permitido la condena de varios altos mandos de las FA, sin que se haya probado su implicación directa en crímenes pero asumiendo que estos crímenes no hubieran podido tener lugar sin su aprobación. Lo que se conoce jurídicamente como la teoría de la autoría mediata, usada con frecuencia en la justicia penal internacional.
Lo acordado en La Habana en materia de justicia transicional representa entonces un verdadero alivio para los integrantes de las FA. Si bien el debate se ha enfocado de manera decisiva sobre la cuestión de la posible impunidad para los miembros de la guerrilla, no cabe duda de que el contenido del acuerdo sí favorece una mayor impunidad para los crímenes cometidos por la Fuerza Pública (FP), lo que no debería pasar de agache pues lo decidido tiene repercusiones importantes para el país. La diferencia es que si los «beneficios» acordados a los guerrilleros pueden justificarse con el fin de lograr su desmovilización, y por ende su desaparición como grupo armado, tal no es el caso con los «regalos» a las FA, donde se encuentra también el tema de la ampliación del fuero militar, que no tienen ningún propósito transformativo sino que sólo buscan apagar su descontento. Retrospectivamente, la presencia dentro de los negociadores de los dos generales retirados Jorge Enrique Mora, excomandante del Ejército, y Óscar Naranjo, exdirector de la Policía Nacional, no sólo ha servido de garantía frente al contenido general de las negociaciones para las FA sino que fue instrumentalizada para otorgarles claras ventajas jurídicas.
El hecho de que al día siguiente del anuncio de La Habana la Corte Suprema de Justicia absolviera al coronel retirado Luis Alfonso Plazas Vega por su responsabilidad en desapariciones forzadas ocurridas durante la «retoma» al Palacio de Justicia, representa un símbolo muy fuerte y preocupante de la creciente impunidad asegurada a los integrantes de las FA. La liberación de Plazas Vega, considerado por amplios sectores de los militares como un «mártir», corresponde sin duda a una decisión política y representa un mal presagio para el futuro. Ilustra de manera muy clara las declaraciones del presidente Santos según las cuales no iba a repetir los mismos «errores» del pasado cuando se amnistiaron guerrilleros y se condenaron militares, haciendo evidente referencia a ese caso del Palacio de Justicia.
Lo que confirma la voluntad de Santos de ganarse los favores de las FA, consintiéndolas y repitiendo que el honor militar es «intocable». Sin embargo, este tratamiento especial, que se rehúsa a exigirles cualquier cambio significativo, es bastante preocupante con respecto al destino del proceso de paz. Porque para que Colombia pueda experimentar una verdadera paz duradera, es necesaria una especie de «normalización» de sus FA, que tienen que despojarse de varias de sus singularidades, muchas de ellas mantenidas durante décadas gracias a la permanencia del conflicto armado interno, singularidades contrarias a las características de un país democrático.
Una exigencia de verdad histórica
Su profunda degradación es una de las características del conflicto armado colombiano, reflejada en la masiva violación de todo tipo de derechos humanos, «guerra sucia» de la cual participaron plenamente, directa o indirectamente, las FA. Cuando han tenido plena soberanía para manejar la guerra no dudaron en desplegar conductas autenticamente criminales, en su mayoría dirigidas contra civiles, desde las torturas generalizadas bajo el gobierno de Turbay Ayala hasta la escalofriante práctica de los «falsos positivos» bajo el gobierno de Uribe, con la cual ciertos integrantes del Ejército llegaron a un nivel inimaginable de degeneración.
En otros momentos, cuando debieron bajar de perfil, por ejemplo cuando el poder civil decidió «reapropiarse» del manejo del conflicto armado, delegaron de manera asumida su tarea represiva a grupos paramilitares. Este fenómeno del paramilitarismo, por su magnitud, su duración y su nivel de violencia, hace de Colombia un caso muy singular de privatización de la violencia y de la represión, donde la propia FP ha promocionado a gran escala, y de manera casi continua, grupos cometiendo crímenes atroces contra la población civil, los que incluso llegaron a ser legales en algunos momentos; prácticas documentadas en diferentes informes y trabajos, incluso oficiales. Violencia sistemática, a pesar de la cual la Institución nunca ha sido el objeto de una verdadera e importante reforma destinada a transformarla.
Es más, puede decirse que el prestigio de las FA, en particular de los militares, es constante dentro de la sociedad colombiana. Es de esperar que los trabajos de la futura Comisión por el esclarecimiento de la verdad, la convivencia y la no repetición puedan aportar una nueva mirada sobre este tema y, sobre todo, que se beneficien de una amplia y pedagógica difusión. Será la ocasión de verificar si las FA están dispuestas a aceptar, por fin, ciertas verdades sobre el conflicto interno y sus propias responsabilidades. Lo que debería traducirse igualmente en el abandono de la teoría de las «manzanas podridas» y la aceptación de la responsabilidad histórica de la Institución como tal, paso importante de dar en el camino hacia una posible y tan anhelada por las autoridades «reconciliación» de la sociedad colombiana.
La indispensable renuncia a la ideología heredada de la Guerra Fría
Las FA colombianas, como casi todas las del continente, han estado impregnadas por la doctrina anticomunista, característica de la Guerra Fría. Su particularidad es que, a más de 25 años del final de esa «guerra», su ideología antisubversiva no ha cambiado. Ideología que ha sido el terreno en donde germinaron estrategias de represión contra elementos de la población identificados como «pro revolucionarios» y de aniquilamiento de los supuestos «enemigos interiores». En otras palabras, ha sido la base teórica de casi todos los abusos cometidos por la FP en el curso del conflicto interno.
Si bien ya no es posible hacer referencia explícita a la lucha contra el comunismo mundial, el imaginario continúa siendo el mismo, ahora sustentado en la supuesta lucha global contra el terrorismo. Las consecuencias sobre la sociedad son idénticas y el pensamiento crítico permanece estigmatizado, considerado como una amenaza para la estabilidad y la integridad del país. Imaginario antisubversivo alimentado de, y justificado en, la existencia prolongada de guerrillas. Sin embargo, si no se toman medidas para cambiarlo, no desaparecerá de un día para otro con la posible desmovilización y desaparición de todos los grupos guerrilleros existentes. Es más que probable, por el contrario, que llegue a expresarse en una criminalización y una represión creciente contra el movimiento social y popular y la izquierda en general, como de hecho está ocurriendo últimamente. Por consiguiente, es esencial exigirle a las FA romper de manera contundente con su histórica ideología contrainsurreccional, y reconocer el derecho al ejercicio desprevenido de la protesta social y la pluralidad política, propios de una verdadera democracia.
Romper con una autorrepresentación distorsionada
Las FA consideran que ocupan un lugar muy especial y primordial dentro del conjunto social por el simple hecho de pertenecer a una Institución que por su naturaleza sería inatacable. Es así como sus integrantes se sienten por encima de toda sospecha, representándose como los «héroes de la patria», como los verdaderos pilares de la democracia colombiana, imagen reforzada y transmitida hacia el conjunto social gracias a la colaboración de ciertos medios de comunicación. En otros términos, alimentan una representación de las FA como una institución supremamente íntegra, mucho más que cualquier otra, en la cual el país puede confiar con toda tranquilidad. Autorrepresentación que llega acompañada de un discurso de tipo paranoico, que denuncia la existencia de una conspiración en contra de las FA por parte de ciertos sectores de la sociedad; conspiración ilustrada a partir de una supuesta batalla jurídica contra sus integrantes a través de fiscales y jueces «infiltrados» por la izquierda y actuando en función de intereses políticos.
En este sentido, casi cada cambio de cúpula lo interpretan como la consecuencia de una campaña política de desprestigio. Esta distorsión con la cual las FA se autorrepresentan y analizan cualquier crítica, es otro motivo de preocupación de cara al postacuerdo, porque no pueden seguir pensando y actuando como si estuvieran por encima de las leyes y de los controles propios de la vida democrática. Es hora de que abandonen la idea de considerarse los guardias de la democracia, tarea que de todas maneras no les corresponde, y de que la sociedad entienda que han sido en realidad los defensores del statu quo y de un conservatismo a ultranza.
La indispensable «despolitización» de la Institución y su necesaria subordinación al poder civil
La politización de las FA obedece tanto a la voluntad de influir sobre las políticas del gobierno de turno –cuando tienen la sensación de que pueden perjudicarlas, en particular en período de negociaciones de paz–, como a un imperativo ideológico de impedir un verdadero pluralismo político en el país, o en otros términos, que ganen espacio las ideas de izquierda. Sin embargo, esta politización fue insuflada en los últimos años, volviéndose cada vez más preocupante a medida que la cercanía con el expresidente Uribe y su plataforma política era más explícita, que, cabe recordarlo, se encuentra oficialmente en oposición abierta en contra del actual gobierno.
Es así como, desde sectores de las FA se han filtrado informaciones clasificadas al expresidente Uribe, para que las use políticamente. Lo que, según las propias reglas internas, puede ser considerado como un acto de traición. Por consiguiente, no es excesivo afirmar que una parte importante de las FA se encuentra actualmente en oposición política al presidente Santos, lo que constituye un gran temor para lo que viene durante el posacuerdo. Esta situación debería ser considerada como intolerable por el conjunto de la sociedad, pues en un país «normal» las FA tienen que ocuparse de asuntos relacionados estrictamente con cuestiones de seguridad y de ninguna manera pronunciarse sobre asuntos políticos.
La corrupción interna y el cambio de prioridades estratégicas
Al contrario de su imaginario de absoluta integridad, las FA han quedado salpicadas por varios escándalos de corrupción a gran escala. Se ha demostrado en varias ocasiones que practicaban «chuzadas», no solamente contra personalidades de la oposición sino también contra jueces o contra los propios integrantes de la delegación del Gobierno en la mesa de La Habana. También son conocidas denuncias de tráfico de influencias, relacionados con la manera totalmente oculta como se manejan numerosos contratos. Varias investigaciones han demostrado cómo algunos militares condenados por graves violaciones a los derechos humanos –por «falsos positivos»–, gozan de grandes privilegios en centros de reclusión militar como el de Tolemaida. Es más, en muchos casos a estos detenidos les «compran» su silencio para que no vayan a declarar en juicios contra sus superiores. Esa corrupción también se manifiesta en relaciones con los grupos neoparamilitares o bacrim, específicamente con la venta de armas. Todas esas prácticas corruptas desacreditan la Institución y muestran el vacío existente entre la representación que sus integrantes quisieran dar de ellos y la realidad. Corregirlas tendría que ser otro objetivo para ellas en el posacuerdo.
Además, el final de la lucha armada contra los grupos insurgentes, en caso de lograrse la desmovilización del ELN, debería traer un replanteamiento de la estrategia de las FA y de su accionar en el terreno, así como de la necesaria reducción del gran número de sus efectivos, que rodea los 500.000. El Gobierno dice que no, pero ya está preparando el terreno para que militares colombianos participen en operaciones de mantenimiento de la paz en el exterior, es decir para conseguir una baja superficial de su presencia en el país. Aunque es muy posible que haya una especie de reto de seguridad en el momento del postacuerdo, por la reestructuración territorial de los grupos delictivos, no se podrá hacer la economía de un verdadero debate sobre la reducción de tamaño de las FA a mediano plazo. Pero sobre todo, es fundamental que estas dirijan prioritariamente su accionar, de ahora en adelante, contra los grupos neoparamilitares o bacrim, contra las poderosas estructuras corruptas y criminales presentes en ciertos territorios y hacia un mejoramiento de la seguridad en las grandes ciudades. Tareas que, en teoría, deberían ser asumidas principalmente por la Policía, sobre todo si las autoridades manifiestan una voluntad de «desmilitarizarla».
En conclusión, la discusión en torno a las transformaciones que deberían experimentar las FA de cara al posacuerdo es indispensable para que el país pueda acercarse a una verdadera paz. Aunque se benefician de una buena imagen en la opinión pública, un examen básico de su historial y de sus prácticas revela de manera clara que han sido totalmente permeadas por la «guerra sucia» que ha caracterizado el conflicto interno colombiano. Por consiguiente, el camino nacional hacia una posible paz pasa obligatoriamente por una reforma estructural de las FA y por un cambio radical de su doctrina «nefasta». En otras palabras, es necesario que dejen de actuar como una especie de gremio dentro del Estado, integren nuevos valores –de verdadera democracia– y acepten el control pleno del poder civil, lo que significa consentir tener un papel más «modesto», dejar la tentación de la injerencia en la política nacional, y actuar siempre conforme a los principios democráticos que deberían regir la sociedad.
* Politólogo. Fue Coordinador Colombia en Amnistía Internacional Francia. Columnista e integrante del equipo editorial del portal colombiano de opinión y análisis político «Palabras al margen».