martes, abril 23, 2024
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La lucha contra el nacionalismo en Sudáfrica

Liberales, comunistas, disidentes blancos y negros, contribuyeron desde posiciones no nacionalistas, en condiciones siempre difíciles y a veces heroicas, a la lucha contra el régimen segregacionista y policial sudafricano y a la paulatina construcción de una Sudáfrica democrática y multirracial.

Reflexionando en 1994 sobre lo que habían supuesto los años del apartheid (1948-1991), el régimen de segregación racial impuesto en Sudáfrica por el nacionalismo blanco del Partido Nacional Afrikáner, Nelson Mandela, el líder negro que encarnó la oposición de la población africana a dicho régimen, dijo: «Quizás la historia ordenó que el pueblo de nuestro país pagara un alto precio porque nos legó dos nacionalismos que dominan la historia de Sudáfrica en el siglo XX…». «Como ambos nacionalismos reclamaban el mismo pedazo de tierra nuestra casa común, Sudáfrica, el enfrentamiento entre ambos —concluía— estaba condenado a ser brutal».

Mandela tenía razón sólo parcialmente. Dos nacionalismos —el nacionalismo afrikáner de la minoría blanca de origen holandés; el nacionalismo negro del propio Mandela y del Congreso Nacional Africano (ANC), el movimiento que desde 1912 defendería los derechos de la población negra y de color, habían en efecto dominado la historia de Sudáfrica desde que ésta se constituyó, primero, en 1910 como la Unión de Sudáfrica, un dominio dentro del Imperio británico, y luego, a partir del 31 de mayo de 1961, como república independiente. Pero no fueron las únicas fuerzas históricas en la evolución del país. Hubo ciertamente otras:

—La población blanca de origen británico, casi tan numerosa como la de origen holandés.

—La masa de inmigrantes de la India que llegó desde 1860, unos 200 mil ya en 1936, cerca de 500 mil en 1961.

—Minorías significativas como la minoría china (64 mil sólo en 1904-1907) o la minoría judía, unos 120 mil en 1936, entre ellos los Oppenheimer, los grandes magnates de la explotación de diamantes, Helen Suzman, Nadine Gordimer, la novelista premio Nobel de Literatura en 1991, y varios de los dirigentes de la izquierda pro comunista.

—Sobre todo, la etnia zulú, con cerca de cuatro millones en 1961, una etnia con territorialidad (Natal) e identidad separadas —basada en la memoria de sus formidables guerras en el siglo XIX contra británicos y holandeses, representada tal vez más por el nacionalismo zulú, encarnado en la segunda mitad del siglo XX por Gatsha Mangosuthu Buthelezi y el Partido de la Libertad de la Nación (Inkatha Freedom Party) que por el Congreso Nacional Africano (al extremo de que las relaciones entre el nacionalismo zulú y el nacionalismo africano del ANC serían siempre complejas: Buthelezi fue expulsado del Congreso Nacional Africano en 1961; cientos de personas murieron ya en los años 90, restablecida la democracia, en los violentos choques que estallaron con alguna frecuencia entre militantes de ambos movimientos).

Algunos ejemplos parecen especialmente significativos. La novela anti-apartheid más emotiva e influyente de toda la literatura sudafricana del siglo XX (una literatura excelente: Nadine Gordimer, J.M. Coetzee, André Brink, Athol Fugard, escritores blancos; HIE Dhlomo, Alex la Guma, Bessie Head, Njabulo Ndebele, escritores negros), la novela Cry, the Beloved Country (Llanto por la patria amada), publicada en 1948, fue escrita por Alan Paton.

El texto capital de oposición al régimen segregacionista, y texto casi fundacional de la democracia sudafricana post-apartheid, la Carta de la Libertad, aprobada el 26 de junio de 1955 por el llamado Congreso del Pueblo, una asamblea de unos dos mil representantes de aquella oposición, fue escrito casi en su totalidad por Lionel «Rusty» Bernstein. El abogado defensor de Mandela en el llamado Juicio de Rivonia de 1963-1964, el gran juicio del régimen afrikáner contra los principales dirigentes del ANC (Mandela, Sisulu, Govan Mbeki, Ahmed Kathrada…), fue Bram (Abraham) Fischer.

En 2001, el gobierno sudafricano presidido por Thabo Mbeki, hijo de uno de los condenados en el citado juicio, cambió el nombre de la avenida D.F. Malan de Johannesburgo, una de las principales vías de la ciudad, designada con el nombre del principal responsable de la implantación del apartheid en 1948, por el de Avenida Doctor Beyers Naudé, uno de los símbolos de la lucha contra ese régimen.

Pues bien, Paton, Bernstein, Fischer y Beyers Naudé no eran ni nacionalistas ni negros. Paton, de origen británico, era liberal y profundamente cristiano; Bernstein, judío y comunista; Fischer también comunista pero de muy distinguido origen afrikáner; Beyers Naudé, afrikáner pero ministro de la Iglesia Reformada holandesa, la principal Iglesia de la comunidad blanca de origen holandés e inspiradora en buena medida del apartheid.

El hecho era evidente: liberales, comunistas, disidentes (intelectuales, abogados, periodistas, ministros protestantes, educadores…) blancos y negros, contribuyeron decisivamente desde posiciones no nacionalistas, en condiciones siempre difíciles y a veces heroicas, a la lucha contra el régimen segregacionista y policial sudafricano y a la paulatina construcción de una Sudáfrica democrática y multirracial.

Así lo probarían, desde luego, las biografías de los citados Paton, Bernstein, Fischer y Beyers Naudé (aunque cabría seleccionar muchas más). Esa Sudáfrica tendría, ya quedó apuntado, su texto fundamental en la Carta de la Libertad de 1955, escrita casi en su totalidad por Rusty Bernstein, y aprobada en el congreso que, pese a las dificultades policiales la oposición política (Congreso Nacional Africano, Congreso Indio Sudafricano, Organización Sudafricana del Pueblo «de Color», Congreso de Demócratas, Partido Comunista de Sudáfrica, Congreso Sudafricano de Sindicatos…) logró reunir, con asistencia de unos tres mil delegados y la ausencia del Partido Liberal, en Kliptowfl, cerca de Johannesburgo, el 26 de junio de aquel año, 1955.

Bernstein (1920-2002) fue también un hombre singular. Anthony Sampson, el ensayista británico y gran biógrafo de Mandela, diría de él al morir que fue «uno de los más influyentes y dedicados del pequeño grupo de revolucionarios blancos que apoyaron el movimiento de liberación negra en Sudáfrica», grupo que incluía a la propia mujer de Bernstein, Hilda Watts, a Bram y Molly Fischer, al matrimonio Ruth First y Joe Slovo, a Michael Harmel y su mujer Ray, a Ann Marie y Harold Wolpe, a James Kantor y otros.

Fue —hay que decirlo— un grupo altamente significativo. La mayoría eran judíos: así, el propio Bernstein, nacido en Johannesburgo en 1920 e hijo de inmigrantes ingleses; su futura mujer, Hilda, nacida en Inglaterra; Ruth First y Joe Slovo; AnnMarie y Harold Wolpe y James Kantor. Por lo general, procedían de familias politizadas y vinculadas en mayor o menor grado a organizaciones de la izquierda laborista y obrera (blanca).

A los miembros del grupo les marcó decisivamente la cultura del antifascismo de los años treinta, y el ejemplo de la Unión Soviética. A Bernstein, por ejemplo, le conmocionó la guerra civil española e incluso pensó en alistarse en las Brigadas Internacionales. Casi todos fueron dirigentes o militantes del Partido Comunista sudafricano. Bernstein y Hilda, en concreto, se afiliaron en 1938.

Licenciado en arquitectura y muy estimado profesionalmente como dibujante técnico, hombre familiar —tendría cuatro hijos— y tranquilo, de hábitos conservadores y carente de toda ambición, amante de la lectura y de la música clásica, Rusty Bernstein fue un comunista disciplinado, alineado ideológicamente siempre con las tesis oficiales de Moscú, y encargado por la dirección del partido sobre todo de cuestiones doctrinales y de redactar la propaganda de la organización. Sería así desde bien pronto uno de los impulsores de la colaboración entre el Partido y el Congreso Nacional Africano.

De su pluma salieron, por ejemplo, antes de la Carta de la Libertad, la mayoría de boletines y panfletos publicados durante la gran huelga de los mineros negros que estalló en agosto de 1946, cuando cerca de 74 mil trabajadores paralizaron, entre violentísimos choques con las fuerzas de orden público que dejaron varios muertos y centenares de heridos, las minas de oro de la región de Johannesburgo, en demanda de un salario mínimo, indemnizaciones en caso de despido, derecho a vivienda familiar y mejoras en la alimentación proporcionada por las empresas.

La llegada al poder del Partido Nacional Afrikáner en 1948 tendría dramáticas consecuencias para el comunismo sudafricano. Como partido multirracial, el primero en proclamarse así en la historia política de Sudáfrica, el Partido Comunista fue prohibido en 1950. Como el resto de sus dirigentes, los Bernstein, que ya habían sido detenidos en 1946 durante la huelga minera, pasaron a la clandestinidad: Rusty perdería el trabajo que desempeñaba en un prestigioso estudio de arquitectos de Johannesburgo.

La celebración del Congreso del Pueblo y la aprobación de la Carta de la Libertad no pasaron impunemente: Rusty fue uno de los 156 procesados (otros: Mandela, G. Mbeki, el doctor Dadoo, líder del Congreso Indio…) en el llamado Juicio por Traición (1956-1957) con que el gobierno respondió al creciente desafío de la oposición ejemplificado en aquellos hechos. Los Bernstein fueron nuevamente detenidos en 1960, esta vez durante tres meses, cuando se declaró el estado de excepción tras los gravísimos disturbios contra el apartheid que estallaron en Sharpeville en el mes de marzo, en los que en choques con la policía murieron un total de 69 africanos.

Rusty, finalmente, fue uno de los detenidos en julio de 1963 en la finca agrícola que en Rivonia, un suburbio en las afueras de Johannesburgo, servía de cuartel general clandestino al Umkhonto we Sizwe («Lanza de la Nación»), el movimiento armado que, con sorprendente impericia, comunistas y dirigentes del Congreso Nacional Africano estaban preparando desde 1961, detención que descabezó el movimiento y supuso el encarcelamiento y procesamiento de Mandela, Sisulu, Govan Mbeki, Ahmed Kathrada, del propio Rusty Bernstein, Raymond Mhlaba, Denis Goldberg, Elías Motsoaledj, Andrew Miangeni y Jimmy Kantor.

Además, aunque absuelto en Rivonia, fue de nuevo detenido poco después de su liberación. Los Bernstein optaron ahora ya por el exilio. En libertad bajo fianza, ayudados por amigos, burlaron la vigilancia policial, cruzaron la frontera de Botswana y, vía Zambia y Tanzania, llegaron por último a Inglaterra donde vivirían ya de forma permanente, primero en Londres y luego en Kidlington, una pequeña localidad junto a Oxford, donde Rusty reanudó su trabajo como arquitecto y donde Hilda, una mujer de gran talento escribiría y al tiempo se dedicaría, y con éxito, al grabado.

Rusty Bernstein, que murió el 23 de junio de 2002, pudo ver la Sudáfrica multirracial por la que había luchado, en los varios viajes que él y Hilda hicieron al país tras la liberación de Mandela en 1991 y el fin del apartheid. La Carta de la Libertad era un texto breve, emotivo y solemne, una declaración de principios democráticos que por su estilo y redacción —proclamaciones vibrantes y lacónicas— recordaba a textos históricos como la Declaración de Derechos del Ciudadano de la Revolución francesa y la Declaración de Independencia norteamericana. A diferencia de los textos de otros movimientos africanos en la lucha por la libertad e independencia de sus pueblos, la Carta no era un texto nacionalista.

Proclamaba, ante todo, la igualdad racial: «Nosotros, el Pueblo de Sudáfrica —comenzaba— declaramos a nuestro país y al mundo: que Sudáfrica pertenece a todos los que viven en ella, negros y blancos, y que ningún gobierno puede en justicia reclamar su autoridad si no se basa en la voluntad de todo el pueblo». Prometía la abolición de todo tipo de discriminación étnica: «Todas las leyes y prácticas del apartheid, pases, permisos, leyes que restringían la libre circulación y residencia de los sudafricanos negros, matrimonios mixtos, ghettos residenciales… serán abolidas»; «todas las leyes que discriminen sobre la base de raza, color o creencia serían repelidas»; «las prohibiciones de color en la vida cultural, en el deporte y en la educación serán abolidas».

La Carta era, paralelamente un llamamiento a la libertad. Establecía una lista de derechos y libertades básicos: el derecho a votar y a participar democráticamente en el gobierno y la administración; la igualdad de los ciudadanos ante la ley, con independencia de raza, color o sexo; el derecho de los pueblos sudafricanos a sus tradiciones, lenguas y costumbres; la libertad de movimiento, expresión, reunión, culto y educación.

Era, además, un texto parcialmente socialista. La Carta afirmaba los derechos sociales de los ciudadanos: el derecho al trabajo y a la seguridad, la igualdad laboral de hombres y mujeres, la semana de 40 horas, el salario mínimo nacional, seguros de enfermedad y maternidad, prohibición del trabajo infantil, reconocimiento del trabajo doméstico, y el derecho a una vivienda digna, y al descanso y al ocio. Contemplaba el control estatal de minas, bancos e industrias monopolistas, y el reparto de la tierra, sin discriminación racial, entre los que la trabajaban.

Apostaba por una educación primaria y secundaria libre, obligatoria, universal e igual para, todos, y por una educación superior abierta al talento y al mérito. Proclamaba, en definitiva, una Sudáfrica democrática y no racial que viviría en paz y amistad con el resto de los pueblos sudafricanos libres: «Que todos los que aman a su pueblo y a su país —concluía- digan con nosotros: lucharemos por estas libertades hombro con hombro, durante toda nuestra vida hasta que hayamos conquistado nuestra libertad».

Dirigentes y militantes negros del Congreso Nacional Africano y de otros grupos (Albert Luthuli, Mandela, Sisulu, G. Mbeki, Oliver Tambo, J.B. Marks, Moses Kotane, Robert Sobukwe, Steve Biko, Chris Hani…), dirigentes indios (Ahmed Kathrada, Yusuf Dadoo…), los acusados del Juicio de Rivonia, el pequeño grupo de «revolucionarios blancos» comunistas (los Bernstein, los Fischer, Joe Slovo y Ruth First, James Kantor, los Wolpe, Michael Harmel, Denis Goldberg, Arthur Goldreich), intelectuales (Paton, Breytenbach, Gordimer, Brink, Coetzee…), ministros de la Iglesia (Michael Scott, Trevor Huddleston, Beyers Naudé, Desmond Tutu), estuvieron en efecto entre quienes lucharon hombro con hombro hasta conquistar en 1990 la libertad de Sudáfrica. A pocos pudo detestar más el nacionalismo afrikáner que a Bram Fischer (1908-1975), el principal abogado en el Juicio de Rivonia.

Porque Fischer era afrikáner, y miembro además de una de las más importantes familias de lo que fue el Estado Libre de Orange, con el Transvaal, los bastiones del colonialismo de ascendencia holandesa.

Fischer no fue el único afrikáner que se rebeló contra el régimen de supremacía blanca implantado a partir de 1948. También lo hicieron intelectuales como John Laredo, Breyten Breytenbach o Marius Schoon.

Laredo (1932-2000), director del Departamento de Antropología Social de la Universidad Rhodes en Port Elizabeth, afiliado al Partido Liberal de Paton, y Schoon (1937-1999), un profesional de clase media de Johannesburgo, se unieron al Movimiento de Resistencia Africana que un pequeño grupo de militantes socialistas y liberales creó en diciembre de 1961 y que llevó a cabo diversos actos de sabotaje hasta su desmantelamiento por la policía en 1964. Laredo fue condenado a cinco años de cárcel tras cumplir los cuales se exilió en Inglaterra; Schoon a doce, que cumplió íntegramente (exiliado en Angola, una carta-bomba enviada por la policía sudafricana asesinó a su mujer y a su hija).

Breytenbach, el poeta y pintor nacido en 1939 y residente en París desde 1962, que en 1973 provocó un formidable escándalo al denunciar al régimen sudafricano en un congreso literario en Ciudad del Cabo («apartheid es la ley de los bastardos», diría), fue detenido en 1975 durante otro de sus viajes al país y encarcelado durante siete años por supuesta colaboración con el Congreso Nacional Africano, experiencias que narraría en sus libros Una estación en el Paraíso (1980) y Las verdaderas confesiones de un terrorista albino (1985).

Pero Fischer fue especial. Como escribiría Hugh Lewin, amigo y colaborador de Schoon y también él condenado a cinco años de cárcel, en los que ambos coincidirían con Fischer, éste era, en palabras de sus carceleros, «el aristócrata de todos los afrikáners «verraiers»» (traidores).

Nacido en 1908 en Bloemfontein, descendiente de una familia establecida en Sudáfrica en el siglo XVIII, su abuelo Abraham fue entre 1907 y 1910 el primero y único primer ministro de la Colonia del Río Orange (luego, el Estado Libre de Orange) y después, tras la creación en 1910 de la Unión Sudafricana, ministro de Agricultura y ministro del Interior en el primer gobierno de la Unión, el gobierno del general Louis Botha (1910-1919).

El padre de Fischer, Perceval, que militaría en el Partido Nacional creado por Hertzog en 1914, el partido segregacionista cuyos planteamientos anticiparon el apartheid de 1948, llegaría a ser presidente del Tribunal Superior del Estado Libre de Orange.

Con tal origen, y él mismo estudiante de éxito, primero en universidades sudafricanas y luego en Oxford, donde estuvo entre 1931 y 1934 licenciándose en derecho y economía, y deportista destacado que practicó el rugby y el tenis, los deportes de la élite blanca sudafricana, casado con Molly Krige, sobrina del mariscal Smuts, uno de los fundadores de la Unión en 1910; especializado como abogado en leyes mineras y establecido con éxito profesional en Johannesburgo, donde residiría en una espléndida mansión, en una de las zonas más selectas de la ciudad, Bram Fischer parecía, pues, destinado a una brillante carrera dentro del establishment sudafricano.

No fue así. Fischer se afilió al Partido Comunista de Sudáfrica posiblemente, según su gran biógrafo Clingman, hacia 1942, y con él, su mujer Molly. Cuando llegó a Oxford en 1931 todavía se definía como nacionalista afrikáner y no ocultaba su admiración por los bóers, los sudafricanos de origen holandés creadores del país, y particularmente por la guerra que sostuvieron entre 1899 y 1902 contra el Imperio británico (que tuvo una última manifestación posterior: la revuelta pro alemana de los bóers contra la entrada de la Unión Sudafricana junto al Imperio británico en la Primera Guerra Mundial, revuelta en la que participó el propio padre de Fischer, el magistrado Perceval).

En Oxford, Fischer evolucionó. Se interesó por el auge del fascismo en Europa, viajó a la Viena «roja» y a la Unión Soviética (1932) y se conmovió, como Bernstein, con la guerra civil española. Enseguida, y especialmente tras el ataque de Hitler a la Unión Soviética en 1941, Fischer defendería la entrada de Sudáfrica en la Segunda Guerra Mundial al lado de los aliados, una decisión aprobada por el Parlamento sudafricano sólo por 80 votos contra 67, votación que reveló las simpatías pro nazis de muchos grupos y asociaciones afrikáners y que, por ello, dividió a la sociedad blanca sudafricana y a la coalición que gobernaba el país desde 1933 (Partido Nacional de Hertzog y Partido Unido de Smuts).

Como militante y en su momento dirigente comunista, Fischer, que no alteró tras incorporarse al partido ni su carrera profesional ni su vida social, fue tal como era en su vida privada: un hombre metódico, responsable, íntegro, generoso, accesible a todos, modesto, carente de toda afectación, humilde incluso. Su adhesión al comunismo no se derivó, o no se derivó principalmente, de preocupaciones ideológicas e intelectuales sobre el marxismo, la revolución, el capitalismo, la lucha de clases o la Historia.

Fue un gesto extremo (y sereno) de integridad, una prolongación de su profundo sentimiento de responsabilidad: un rechazo del apartheid y de las teorías implícitas en las tesis de la supremacía blanca y en las prácticas de la sociedad sudafricana, desde una visión de los afrikaners, el grupo al que él y Molly pertenecían, como parte esencial de una Sudáfrica multirracial e igualitaria, en tanto que fundadores de Sudáfrica en la historia.

Pese a las leyes raciales, los Fischer adoptaron una niña africana, Nora, y la educaron con sus propios hijos. Recibían en su casa a personas de todas las razas. Molly misma trabajó durante unos años en el Instituto Indio de Johannesburgo, un instituto racialmente mixto creado en 1954 en abierto desafío a las medidas gubernamentales (en aquel momento, bajo el gobierno de Verwoerd, 1958-1966) que los prohibían y que terminarían por cerrarlo.

Los Fischer fueron multados por su participación en la huelga de los mineros de 1946. Luego, tras la legalización del Partido en 1950 —que Fischer fue partidario de aceptar—, se les prohibió participar en actos públicos o políticos de cualquier naturaleza. Bram Fischer fue ya uno de los abogados defensores de los 156 acusados en el Juicio por Traición de 1956-1957, cuya absolución, por cierto, fue recibida como un triunfo de la oposición democrática y una derrota del régimen segregacionista.

Luego, al frente de un equipo formado por Joel Joffe, George Bizos, Arthur Chaskalson y Vernon Berrangé, Fischer fue —ya ha quedado dicho— el principal abogado de la defensa en el Juicio de Rivonia (octubre de 1963 a junio de 1964) contra los principales dirigentes del Congreso Nacional Africano, juicio en el que Fischer y sus colaboradores lograron que los acusados (Mandela, Sisulu, G. Mbeki, Kathrada, Bernstein…) a los que se procesó por alta traición, sabotaje y terrorismo, por preparar un levantamiento armado para 1963, no fueran condenados a muerte —condena que Mandela y Sisulu daban por segura— sino a cadena perpetua, e incluso que alguno, caso de Rusty Bernstein, fuera absuelto.

El régimen sudafricano no perdonaría a Bram Fischer. El Juicio de Rivonia puso de relieve su elevada significación como dirigente de la oposición clandestina; muchos de los documentos de ésta usados por el fiscal en el juicio como pruebas incriminatorias contra los acusados habían sido escritos de puño y letra por el propio Fischer. En septiembre de 1964, Fischer, que en los mismos meses del Juicio de Rivonia era presidente del Comité Central del Partido Comunista, fue detenido.

Liberado bajo fianza, aún tuvo tiempo de acudir a un juicio particular en Londres. A su regreso —pudo haberse exiliado— pasó a la clandestinidad: tras varios meses de persecución implacable en los que burló a la policía con identidades falsas y cambios continuos de domicilio, Fischer fue detenido el 11 de noviembre de 1965.

Su final fue terrible. Molly había muerto trágicamente casi al tiempo que terminaba el Juicio de Rivonia, cuando el automóvil en el que ella, Bram y una amiga se desplazaban desde Johannesburgo a Ciudad del Cabo y que conducía el propio Bram, sufrió un accidente y cayó a un río. Antes de su detención en noviembre de 1965, el Colegio de Abogados de Johannesburgo le expulsó y le imposibilitó ejercer su profesión, una profesión en la que Fischer siempre había creído no obstante la naturaleza del régimen sudafricano y a la que había servido siempre con competencia y rigor. Procesado, fue condenado en mayo de 1966 a cadena perpetua por sabotaje y por militar en un partido ilegal. Encarcelado en Pretoria, nunca recobraría la libertad.

Aunque tras un primer año infernal su régimen carcelario mejoró —los presos disponían de celda individual, libros, música, cine—, ni se le permitiría asistir al funeral de su hijo Paul, ni se autorizaría que el matrimonio de su hija Ilse se celebrase en la prisión. La presión exterior a su favor fue en ocasiones evidente. En 1967, Moscú le concedió el Premio Lenin de la Paz. En 1970 y 1973, conocidas personalidades sudafricanas —Helen Suzman y el doctor Christian Barnard entre ellos— pidieron su excarcelación. Pero fue inútil. Su salud se deterioró progresiva y aceleradamente.

En 1969 le operaron de cataratas; en julio de 1974, de cáncer de próstata. En noviembre de ese año se fracturó el cuello del fémur: terminaría por quedar prácticamente paralítico de las piernas. Pese a que la prensa liberal sudafricana y personalidades de la vida política internacional, incluido el entonces secretario general de las Naciones Unidas, Kurt Waldheim, volvieron a solicitar su excarcelación, el gobierno sólo autorizó su traslado a la residencia de su hermano en Bloemfontein cuando ya el final era inmediato: Bram Fischer murió el 8 de mayo de 1975.

La Sudáfrica democrática honraría su memoria de diversas formas. Mandela mismo pronunció en junio de 1995 en Johannesburgo la primera Conferencia Bram Fischer, desde entonces un resonante acontecimiento anual en la vida pública de la ciudad, y en 1996 se inauguró en la misma ciudad la Biblioteca Bram Fischer del Centro de Recursos Jurídicos.

El colaborador de Fischer, Arthur Chaskalson, que había heredado simbólicamente su mesa de trabajo y su toga, fue nombrado en 1994 presidente del Tribunal Constitucional de Sudáfrica. Mandela aludió a Fischer en numerosas ocasiones. Por ejemplo, en el discurso que pronunció en 1995 para festejar el 80 cumpleaños de Beyers Naudé: «Siguiendo la tradición de grandes afrikáners y patriotas como Bram Fischer, Betty du Toit y otros —dijo—, su vida [la de Beyers Naudé] es como un foco de luz resplandeciente para todos los sudafricanos, blancos y negros».

Euskal Herria Sozialista

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