Judith Butler trastoca las certezas del feminismo occidental al proponer que el género no es un dato, sino un acto que se repite. Su obra de 1985 abrió un camino que aún hoy incomoda, inspira y reconfigura los debates sobre identidad, cuerpo y poder
Anna Margoliner
@marxoliner
A finales de los años ochenta, cuando el feminismo parecía haber encontrado cierta estabilidad teórica en la idea de “mujer” como sujeto político unificado, una filósofa estadounidense hizo una pregunta tan simple como devastadora: ¿y si ese sujeto nunca hubiera existido? Con El género en disputa —escrito desde 1985 y publicado en su versión más difundida en 1990— Judith Butler abrió una grieta profunda en las certezas del feminismo, la teoría crítica y la filosofía contemporánea.
Lo hizo no desde la negación, sino desde una intuición inquietante: las categorías con las que pensamos el género no son naturales, ni estables, ni universales. Son actos, gestos, repeticiones. Son normas que habitamos, pero que también podemos desobedecer. Butler propuso que lo que llamamos “hombre” y “mujer” no es un punto de partida, sino un efecto; no una esencia, sino una construcción; no una identidad fija, sino una performance. Esa idea, radical en su momento e influyente hasta hoy, trastocó el debate sobre cuerpos, sexualidades, políticas del reconocimiento y disputas por los derechos.
Feminismo, sida y posestructuralismo
El género en disputa aparece en un momento particularmente tenso para la teoría feminista y queer. Durante la década de 1980, el feminismo atravesaba profundas fracturas internas: ciertos sectores defendían una noción de “mujer” basada en experiencias compartidas de opresión patriarcal, mientras feminismos negros, chicanos y lesbianos denunciaban que esa pretendida universalidad era, en realidad, blanca, heterosexual y de clase media.
Al mismo tiempo, la crisis del VIH/Sida colocaba a las comunidades queer en el centro de una urgencia vital, y el auge del posestructuralismo teórico ponía en entredicho la existencia de identidades fijas o esencias estables. En ese clima, Butler no buscó tomar partido por un feminismo específico; decidió repensar el marco entero desde el que se definían las preguntas sobre quiénes somos.
El corazón de El género en disputa está en la noción de performatividad del género, una de las ideas más influyentes —y más malinterpretadas— de la teoría contemporánea. Butler no afirma que el género sea una actuación teatral en el sentido de fingir o disfrazarse. La performatividad no significa escoger un rol cada mañana, sino encarnar —y repetir constantemente— un conjunto de normas que anteceden al sujeto.
El género, por tanto, no es algo que somos, sino algo que hacemos: un proceso continuo, un ritual repetido que naturaliza lo que no es natural. Butler cuestiona la existencia de una esencia femenina previa a las prácticas sociales y propone que incluso la distinción entre sexo biológico y género cultural queda desdibujada: el sexo mismo es interpretado y nombrado por discursos que hacen inteligible al cuerpo.
Heteronormatividad y sanción social
Desde esa perspectiva, la heteronormatividad funciona como un aparato político que impone coherencia entre sexo, género y deseo. La sociedad sanciona —con violencia simbólica o física— a quienes se salen del guion binario, no porque representen una “anomalía”, sino porque ponen en evidencia la fragilidad de la norma.
Butler toma la cultura drag como un ejemplo revelador: al exagerar y parodiar los rasgos de género, el drag desnuda la artificialidad de lo que habitualmente llamamos “femenino” o “masculino”. La parodia no es mera burla: es una herramienta política que muestra que el género es imitación de imitación y, por tanto, susceptible de subversión.
Más allá del género, Butler también desplaza la reflexión hacia el deseo. Influida por Foucault, Freud y Lacan, plantea que el deseo no es un impulso natural reprimido por normas externas, sino algo producido dentro de las mismas matrices discursivas y normativas. La performatividad se inscribe, entonces, en un campo más amplio donde el lenguaje y la ley determinan qué formas de deseo son reconocibles y cuáles quedan fuera de la ventana pública. El control del lenguaje y la delimitación de lo que puede ser nombrado devienen, en su análisis, formas de poder que regulan vidas enteras.
Una vida entre la filosofía y la acción
Judith Butler nació en 1956 en Cleveland y se formó en filosofía en Yale, donde integró diálogos con tradiciones que marcarían su obra: fenomenología, psicoanálisis, teoría crítica y posestructuralismo. Su carrera académica se ha desarrollado en universidades de prestigio, pero nunca como un ejercicio puramente teórico alejado de la calle: Butler ha estado siempre comprometida con causas políticas —defensa de los derechos trans, lucha contra la violencia racial, solidaridad con causas internacionales— y su pensamiento ha sido parte de prácticas colectivas y movilizaciones.
Treinta años después, El género en disputa conserva su capacidad para dividir y provocar. Ha sido leído como una herramienta que expande el horizonte del feminismo y, a la vez, como una crítica que cuestiona sus fundamentos. Algunos la reprochan por su lenguaje denso o por apartarse de las luchas materiales; otros la veneran por abrir preguntas que el feminismo tradicional no quiso mirar. En la actualidad, en un mundo donde resurgen discursos conservadores que reclaman el mandato de un binarismo rígido, la obra de Butler ilumina la política del cuerpo: el género no es destino; es una norma histórica que puede ser cuestionada y transformada.
Repensar la identidad como acto político
Butler no ofrece recetas cerradas ni programas inmediatos; su mérito es distinto: obliga a pensar la identidad como un campo en disputa, un territorio donde las repeticiones pueden hacerse de otro modo. Butler no propone la desaparición del género, sino su resignificación: transformar categorías que han funcionado como prisiones en herramientas de creación y libertad. En un tiempo de debates acalorados sobre derechos trans, educación sexual y normas públicas, su invitación a sostener preguntas resulta más pertinente que nunca.
La fuerza del libro radica en su capacidad para perturbar lo ordinario y para nombrar una posibilidad política: si el género se produce, entonces puede producirse de otra forma. Butler no cierra el debate; lo abre. Y esa apertura es, precisamente, su mayor contribución: recordarnos que la identidad no es una esencia inamovible, sino un acto político en constante devenir. En ese temblor reside la promesa de una vida más habitable para cuerpos y deseos que aún no encuentran nombre.







