sábado, julio 19, 2025
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El fracaso moral y político de Bogotá

El traslado de los emberá al Salitre revela el racismo estructural y la incapacidad de un alcalde que prefiere administrar prejuicios antes que garantizar derechos

Mónica Andrea Miranda Forero
@Emedemoni_

Por estos días, Bogotá no solo es escenario de una reubicación administrativa, es, sin quererlo, el espejo de una ciudad profundamente marcada por el racismo, la exclusión y el fracaso institucional.

El traslado de más de mil personas indígenas emberá desde la UPI La Rioja y el Parque Nacional hacia un edificio del Instituto Distrital de la Participación y Acción Comunal, IDPAC, en Ciudad Salitre, ha desatado una tormenta que va mucho más allá de lo logístico. Lo que estamos presenciando es una combinación letal entre una ciudad elitista y una administración incapaz de garantizar derechos básicos.

Sí, esto es racismo. Es clasismo crudo disfrazado de preocupación ciudadana. Pero también es la prueba más reciente de la ineficiencia sistemática del gobierno de Carlos Fernando Galán, que parece más interesado en administrar la imagen de la ciudad que en gobernarla.

La negligencia de una alcaldía sin alma

La sentencia del Tribunal Administrativo de Cundinamarca era clara: había que garantizar condiciones dignas para las familias emberá, que sobreviven desde hace años en condiciones indignas, desplazadas por la violencia y revictimizadas por el abandono. Pero en vez de una solución integral, culturalmente adecuada y construida con diálogo, la Alcaldía decidió hacer lo que mejor sabe: improvisar.

Tomó una decisión apresurada, sin estudios técnicos públicos, sin plan de atención real, sin participación efectiva de las comunidades receptoras ni de las indígenas, y sin una mínima estrategia de contención frente al racismo que sabían ─porque era previsible─ que iba a explotar. Y explotó.

En cuanto se anunció la reubicación en el Salitre, apareció el verdadero rostro de una parte de Bogotá. Vecinos alarmados hablaron de “riesgos”, “deterioro”, “basura”, “microtráfico” y “prostitución infantil”. Una narrativa de odio revestida de supuesta preocupación urbana. Y, aunque hubo quienes intentaron matizar el rechazo, el fondo fue el mismo: no queremos indígenas en nuestro barrio. No queremos verlos. No queremos convivir con ellos.

Politiquería en vez de dignidad

Más triste aún fue ver cómo sectores políticos capitalizaron el rechazo y lo disfrazaron de argumento técnico. Uno de los más activos fue el concejal Daniel Briceño, que no solo se dedicó a criticar el proceso ─con razón en algunos puntos─ sino que lo hizo alimentando la narrativa del miedo y odio contra esta población.

El cabildante se presentó como defensor de la comunidad del Salitre, pero no dedicó ni una línea a hablar de los derechos de los emberá. Su intervención más clara fue esta: “¿Por qué una alcaldía que gasta millones en ‘diálogo’ no quiere dialogar?”. Una frase que suena bien, pero que encubre un oportunismo vulgar.

Briceño no está preocupado por la falta de concertación. Está feliz de tener una excusa más para atacar a Galán y azuzar a una base electoral racista. Lo suyo no es una defensa de derechos, es una jugada populista que explota los peores prejuicios de la ciudad.

Indígenas, no electores

Ahora bien, nada de esto exonera a la Alcaldía. En esta crisis, Galán ha mostrado lo que ya venía mostrando en tantas otras: un gobierno sin alma, sin brújula y sin capacidad. Incapaz de prever reacciones sociales básicas. Incapaz de comunicar con claridad y de liderar procesos. Pero, sobre todo, incapaz de asumir un mínimo compromiso ético con las poblaciones históricamente excluidas.

¿Dónde está la política pública seria para los pueblos indígenas en Bogotá? ¿Qué pasó con las rutas de retorno, con el enfoque diferencial, con la atención culturalmente pertinente? ¿Por qué seguimos viendo a las familias emberá trasladadas de un sitio a otro como si fueran un mueble incómodo? Lo cierto es que el distrito no tiene un plan: solo tiene parche. Mientras tanto, más de mil personas viven en el limbo, atrapadas entre el desprecio vecinal y la desidia institucional.

Todo esto ocurre en una ciudad que se ufana de ser moderna, diversa e incluyente, que saca pecho por su multiculturalidad, mientras es incapaz de compartir un parque con un niño emberá. Una ciudad que celebra el Día de la Diversidad pero protesta cuando esa diversidad toca su cuadra. Lo que está pasando con esta reubicación es una radiografía brutal de nuestros prejuicios como sociedad. Pero también es una alerta sobre el tipo de liderazgo que tenemos al frente.

Reubicación con cálculo

Galán pudo ─debió─ asumir este proceso como una oportunidad pedagógica y política. Pudo haberle explicado a Bogotá que el racismo no es una opinión respetable, que convivir es parte del contrato social y que no puede hablarse de justicia sin estar dispuestos a ceder privilegios. Pero no lo hizo. Eligió el silencio. Eligió, como siempre, quedar bien con todos ─y no quedó bien con nadie. Es un alcalde cómodo para las élites, pero absolutamente ausente para los pueblos.

Mientras tanto, las familias emberá sobreviven como pueden: encerradas en un edificio institucional que no está diseñado para la vida, rodeadas de una comunidad hostil y sin garantías reales de salud, educación, participación ni retorno. Una vez más, son revictimizadas por una ciudad que solo los ve como problema.

Y no, el problema no es que estén en el Salitre. El problema es que Bogotá no las quiere en ninguna parte. Los desplazamos, los ignoramos, los culpamos, y nos indignamos cuando sus hijos mendigan o cuando bloquean una calle. Queremos que no existan. Queremos esconderlos como si fueran un error del sistema. Pero no lo son. Son parte de esta ciudad, de este país. Tienen derechos, historia y dignidad.

Racismo disfrazado

Y nosotros como ciudadanía tenemos una decisión que tomar: seguir construyendo una Bogotá para unos pocos o enfrentar de una vez por todas el racismo y la exclusión sobre los que se ha levantado esta capital. Podemos seguir aplaudiendo gobiernos tibios y alcaldes que no se atreven a incomodar, o podemos exigir liderazgos que estén del lado de la justicia.

Porque si no somos capaces de convivir con la diferencia, entonces no somos una ciudad sino un conjunto cerrado. Y si no somos capaces de gobernar con dignidad, entonces no gobernamos: simplemente administramos el miedo.

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