“No hay nada más triste que un bufón domesticado. Que use el cascabel como adorno y no como alarma. Que diga lo que se espera de él, y no lo que nadie se atreve a decir”
Ramiro Antonio Sandoval Marín
La figura del bufón pertenece a una de las tradiciones más valientes del pensamiento crítico. Desde las cortes medievales hasta los escenarios contemporáneos, el bufón ha sido la voz incómoda, el espejo distorsionado que revela lo que nadie quiere mirar de frente. No responde a agendas, no le rinde cuentas al poder. Su lealtad es con la verdad, aunque duela y moleste.
Alfred Jarry, en Ubú Rey, a finales del siglo XIX, llevó esa figura al extremo, no solo ridiculizó al poder, sino que lo convirtió en bufón. El grotesco Padre Ubú no es un bufón que acompaña al rey, sino un rey bufonesco que desnuda la arbitrariedad, la codicia y la vulgaridad de quienes ascienden al trono sin virtud. Jarry invierte el orden: el que debía hacer reír se sienta a mandar y en ese gesto revela la verdadera cara del poder burgués de su época.
Decencia transgresora
En Colombia, hemos tenido la fortuna de abrigar bufones cuyo valor ha ido más allá del entretenimiento, de las críticas que puedan hacer al establecimiento, porque han tenido valor en estimular el pensamiento, en fomentar la crítica, en enseñarnos a pensar. Quienes tenemos memoria sabemos del precio que algunos han pagado por el atrevimiento de hacernos pensar.
Hoy, el teatro y la comedia cargan con esa misma responsabilidad ─la de incomodar sin pedir permiso. En Norteamérica, figuras como George Carlin, Michelle Wolf, Craig Ferguson y Conan O’Brien han sabido sostener, cada uno a su modo, esa tradición irreverente.
George Carlin fue, a mi parecer, un filósofo disfrazado de comediante. Con un lenguaje afilado y puntual, desmontó las contradicciones de la cultura estadounidense, el absurdo del lenguaje políticamente correcto, el poder de las corporaciones y la manipulación mediática.
Michelle Wolf provocó un pequeño terremoto durante la cena de corresponsales de la Casa Blanca (2018) al hacer lo que muchos olvidaron que era su trabajo: decir lo que nadie se atrevía a decir, sin filtrar ni suavizar. Craig Ferguson ─más introspectivo y menos estridente─ rechazó el cinismo, se negó a hacer leña del árbol caído (como cuando se negó a burlarse de Britney Spears durante su crisis) y dejó claro que la decencia también puede ser transgresora.
Conan O’Brien, por su parte, ha ironizado sobre su propia industria, sobre el poder que lo contrató y lo despidió, y ha mantenido una inteligencia lateral que incomoda sin necesidad de gritar.
Intelecto perezoso de Danielito
Pero el humor, en muchos casos, ha dejado de golpear hacia todos los frentes. Se ha vuelto selectivo. Se critica solo al enemigo, al que está del otro lado del mapa ideológico, mientras se ignora la viga en el ojo del propio grupo. Se construyen rutinas para reforzar lo que la audiencia ya piensa, como si el objetivo fuera complacer y no desestabilizar. Esta parcialidad debilita el oficio, porque el bufón que elige bando traiciona su misión.
Y lo que es peor: hay quienes simulan ser bufones mientras operan como propagandistas con disfraz. En Colombia, el cómico de los jueves que dobla turno con su webcast dominical de Los Danieles, Daniel Samper Ospina, es un ejemplo claro de esa deriva. Heredero de una cierta tradición intelectual, su padre, periodista, abogado, y de notoriedad en las letras colombianas ─lastimosamente amante de la tauromaquia─, quien antes de radicarse en España, parece no haber terminado de criar intelectualmente a su hijo en dicho rigor.
Un sucesor de intelecto perezoso, emocionalmente predecible, que se refugia en el chiste fácil, en el lugar común repetido, en la descontextualización oportunista. Se presenta como crítico de todos, pero deja ver su verdadero fondo cuando cita su parentesco con un expresidente, no como muestra de independencia, sino como recordatorio de que su apellido tiene peso.
El problema no es de linaje, es de oficio; usa la comedia como un mecanismo de resentimiento social porque quien hoy gobierna no pertenece a su clase. Y lo hace desde un púlpito disfrazado de sátira, sin rigor, sin filo real. No es un bufón, es una mala caricatura de Ubú. Maloliente, sí, pero de alcurnia.
El bufón no debe ser ambiguo, pero tampoco debe ser predecible. Su función no es limpiar la imagen de ningún poder ni justificar causas simpáticas. El bufón no milita, ni adula. Su territorio es la contradicción, el doble filo. El lugar incómodo. El punto ciego. Tiene que ser universal en su irreverencia. Tiene que incomodar por igual a todos los bandos, desde arriba hasta abajo, desde la izquierda hasta la derecha. No para burlarse sin sentido, sino para recordar que nadie está exento de revisión. Que el poder, incluso el disfrazado de virtud, necesita una carcajada que lo ponga en su lugar.
Quien olvida esto, quien cambia la crítica por la complacencia, pierde el derecho a llamarse bufón. Es deber del oficio señalarlo. Y si hace falta, exigirle que devuelva la nariz roja, los zapatos puntudos y el gorro con cascabeles hasta que recuerde que no se le paga por gustar. Se le paga, la sociedad le paga, por hacer pensar.
* Dramaturgo, Gestor Cultural Tabula RaSa NYC Theater. Foro de Artistas Colombianos en el Exterior