VOZ habló con uno de los jóvenes que, con la intervención del Ministerio de Educación, cambió sus actividades en los cultivos de coca por responsabilidades académicas en la universidad
Juan Carlos Hurtado Fonseca
@aurelianolatino
Hasta 2024, Óliver Pérez Blanco vivió en la subregión del Catatumbo, Norte de Santander; exactamente, en la vereda La bogotana, del municipio de El Carmen.
Proveniente de Pailitas, Cesar, al recóndito lugar había arribado en busca de oportunidades económicas, debido a que no había podido culminar sus estudios de secundaria. Dependía de sus padres y “la economía no les daba”, recuerda este joven de 20 años de edad.
Allí trabajó como raspachín en cultivos de coca, junto con algunos familiares con los que había emigrado de su municipio: “Me llamaban la atención los trabajos en los cultivos ilícitos porque se ganaba un sueldo mejor que en el Cesar, y pues llegué a raspar. Trabajando duro se sacaba un sueldo bueno, de unos 100 mil diarios. Y en el Cesar uno se ganaba 30 mil”, comenta Óliver, quien anota que su dinero lo invertía en ropa, celular, útiles personales y diversión.
Entre hojas de coca
Los días entre semana, su rutina en el Catatumbo consistía en levantarse a las 5 de la mañana, desayunar y a las 6 o 6:30 empezar a trabajar: “Me enrollaba las tiras -que son las herramientas de trapo que uno utiliza para los dedos, para que no se maltraten tanto-, y pues comenzar a raspar la mata, a quitarle la hoja”, explica con detalle.
Esa primera jornada iba hasta las 10:30 u 11, cuando el cansancio le exigía hidratación y recuperación de energías. Inmediatamente, empacaba la hoja para llevarla al lugar de procesamiento.
La alta temperatura y haber cargado 80 o 90 kilos, lo hacía tomar otro descanso. Luego, el almuerzo para retomar su rutina a la 1 y 30 e ir hasta las cuatro de la tarde: “Tenía que volver a cargar otra vez lo que raspara, o sea, la hoja que recolectara y llevarla al sitio. Después, como se le recalientan las manos porque son las máquinas de uno, las herramientas son las manos, pues descansarlas y esperar a desacalorarse”.
Regresaba a su residencia a quehaceres como lavado de ropa, bañarse, cenar e ir a dormir más o menos a las ocho de la noche. Al siguiente día, repetía la rutina.
En la junta comunal
Desde que era niño, Oliver soñaba con estudiar y “ser alguien en la vida”. Quería ser profesor de matemáticas. Nunca pensó que estando en las entrañas del monte tendría su oportunidad.
No obstante, también fue su espíritu de liderazgo el que lo hacía interesarse y participar en las reuniones de las Juntas de Acción Comunal y de asociaciones campesinas y, gracias a eso, tuvo la oportunidad de asistir a un encuentro que adelantó el Ministerio de Educación con organizaciones del territorio.
“En una de esas reuniones le pedimos al ministro Daniel Rojas y al presidente Petro, que nos diera la oportunidad a nosotros, a los chicos de allá, del Catatumbo, que nosotros también teníamos derecho, o sea, queríamos la oportunidad de estudiar. Que teníamos talento, que nos lo permitiera; y pues gracias a él estamos acá en la Universidad”.
En consecuencia, se adelantaron gestiones desde Bogotá con la Universidad Popular del Cesar, y actualmente diez jóvenes del Catatumbo están en esa alma mater; dos en la seccional de Aguachica y ocho en la de Valledupar. Cambiaron radicalmente sus vidas.
Dicen que tuvieron que adaptarse a la rutina de una ciudad: “Es una sociedad diferente, más avanzada porque allá se nos cortaba la tecnología y todo”.
Se ayudan en su sostenimiento con un subsidio del Gobierno nacional. Óliver cursa su primer semestre de Administración de Empresas. Para el ingreso, el joven debió validar los años que le hacían falta de su secundaria.
Entre hojas de libros
Ahora, sus días transcurren entre salones, libros, discusiones e investigaciones acerca de expresión oral, fundamentos de administración, matemáticas, contabilidad, economía y competencia ciudadana y paz.
La emoción que lo invadía el primer día de clase la registró en un video, que guarda con mucho cariño en su teléfono móvil.
Aunque también se levanta a las 5 de la mañana, su agenda diaria es totalmente diferente. Sus clases inician a las seis. Desayuna y va al centro educativo. Algunas veces, a las 9 sale de clases, algunos otras, al mediodía.
En las tardes retoma actividades académicas: “En tiempitos que me quedan por ahí, pues a hacer tareas, preparar exposiciones y leer una o dos páginas de Las venas abiertas de América Latina”.
El texto de Eduardo Galeano no es una obligación académica, sino una recomendación que le hicieron, para la cual saca tiempo. Mientras sonríe, explica: “Las palabras que no voy entendiendo, las busco en una IA que se llama Google, que todos utilizamos”.
Es feliz porque está cumpliendo su sueño de estudiar: “El sueño mío ha sido evolucionar, crecer como persona, como sociedad, saber más y tener habilidades que me puedan servir en mi crecimiento, en mi desarrollo. Mi anhelo también es ser un ejemplo para aquellos chicos de Catatumbo, a que sigan mis pasos, que nosotros como catatumberos tenemos talento y podemos cumplir nuestros sueños.
“A muchos compañeros allá, que están en primaria y secundaria, antes de venirme les decía: ‘Pónganse pilas que tienen que cumplir sus sueños, échenle ganas’”, recuerda el futuro administrador de empresas, Óliver Pérez Blanco.