Lo inexplicable es que la Corte los haya reconocido como titulares del derecho fundamental “a la libre expresión artística y cultural”, sin considerar que ninguno de ellos ha saltado alguna vez al ruedo a expresarse, y sí más bien a las taquillas a recoger las ganancias del espectáculo.

Rodrigo López Oviedo
Los empresarios taurinos están de plácemes: la Corte Constitucional cedió a sus presiones, contrarias al bien común, y dispuso restablecerles el derecho a explotar su lucrativo negocio, conocido como arte de Cúchares, no porque sea una de las actividades del espíritu a las que se les reconoce significación artística, sino para rendir homenaje a Francisco Arjona Herrera, torero que marcó una época en la historia de la fiesta brava y a quien se le apodaba Cúchares.
Estos empresarios argumentaron a través de la Corporación Taurina de Bogotá que Gustavo Petro les había cercenado el derecho a la expresión artística al cerrar la Plaza de Santamaría a la tauromaquia. Lo inexplicable es que la Corte los haya reconocido como titulares del derecho fundamental “a la libre expresión artística y cultural”, sin considerar que ninguno de ellos ha saltado alguna vez al ruedo a expresarse artística o culturalmente, y sí más bien a las taquillas a recoger las ganancias del espectáculo.
Miradas bien las cosas, lo que realmente quedó protegido fue el derecho de la Corporación demandante a seguirse lucrando con los jugosos producidos de las corridas, sin que a los toreros, cuadrillas y demás protagonistas directos del espectáculo, que son los que arriesgan su humanidad para mantenerlo vivo, se los tome mínimamente en cuenta, y ni siquiera se les garantice el derecho a expresarse a través de sus temerarias faenas. Dicho en otras palabras, se les reconoció el derecho a la libre expresión artística a quienes solo explotan a los que realmente se expresan a través de una actividad a la que creen artística, sin que para estos haya el más pequeño reconocimiento.
Tal vez seamos pocos los convencidos de que la fiesta brava es agradable solo a unas minorías, y aun más pocos los que creemos que dentro de esas minorías hay muchos que consideran que el espectáculo adolece de carencias de respeto por el dolor y la vida de los astados, e incluso de clemencia por algunos despistados que llegan a la plaza sin saber el horror que los espera.
Lo anterior no quiere decir que desdeñemos el derecho al trabajo de quienes se arriesgan ante un animal obligado a embestir, con tal de lograr los ingresos necesarios para costearse una vida digna para sí y sus familias. Pero se trata de un derecho temporal; es decir, un derecho que debe ir declinando en la medida en que la cultura de muerte que habita en los cosos taurinos vaya perdiendo aceptación, mientras la gana el respeto a la vida. También en la medida en que vayamos sometiendo al capital a las conveniencias del bien común.