Los jóvenes que jugaron el torneo en Bogotá ya son líderes activos en sus comunidades, y ahora, como me dijo el técnico de Caldas, volverán a sus pueblos para “ser embajadores de paz, a mostrar como con sacrificio, con humildad, con corazón y con respeto, se pueden lograr grandes cosas”.
Steven Cohen
82 pueblos indígenas se reunieron hace pocos días en Bogotá para jugar el Campeonato Nacional de Fútbol Indígena y nadie se dio por enterado. Días antes, la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) había convocado a una rueda de prensa en la que, prácticamente, fueron ignorados. Los periodistas solo encendieron sus micrófonos a Carlos “el Pibe” Valderrama, la figura encargada de elegir a los mejores jugadores que conformarían la Selección Colombia que representará al país en la Copa América Indígena. Le preguntaron por las jugadas de James, la estrategia de Pekerman y las frustraciones de Falcao. No les interesó saber que durante cinco días se estaría jugando un torneo de fútbol sin precedentes del que saldría la primera Selección de Fútbol Indígena.
La rueda de prensa fue una triste antesala de lo que vendría después: luego del partido final, los 25 jugadores seleccionados fueron presentados públicamente en la Plaza de Bolívar de Bogotá, a pocas cuadras de la Alcaldía Mayor y de la Casa de Nariño. Pero ni el Alcalde ni el Presidente asistieron a la ceremonia. Santos mandó un funcionario del Ministerio del Interior y de la “Bogotá Humana”, no se dejó ver nadie.
Pero eso no sorprendió a nadie. La falta de respaldo institucional es un lugar común para los pueblos indígenas, como lo es la falta de infraestructura para realizar un proyecto de este alcance. La ONIC se encargó de la coordinación logística del torneo, y fueron los mismos pueblos quienes patrocinaron gran parte de los costos.
Lo realmente preocupante es que este campeonato fue ideado como un “escenario de paz”. Tanto así que el propio Valderrama, ante las preguntas de los periodistas sobre Falcao, trataba de evadirlas: “El problema que nosotros tenemos aquí es que pensamos que la paz es solamente del presidente. No, la paz es de todos los colombianos (…) Y este es un paso importante”. De hecho, el conflicto tuvo mucho que ver con la decisión de la ONIC de enfocar en el fútbol para esta campaña de “desarrollar una nueva generación de liderazgo”, explicó Juan Pablo Gutiérrez, el director general del torneo. “El trasfondo social y político que tenemos es más importante que el deporte mismo. Queremos combatir de frente el reclutamiento forzado de los jóvenes indígenas”.
El torneo llegó a regiones donde nunca ha habido presencia del Estado. Entre los diez equipos finalistas, por ejemplo, había representantes de pueblos de Córdoba, La Guajira o Sucre incomunicados con sus capitales. En el Vaupés hay 23 pueblos indígenas sumidos en la pobreza. Son menos de 500 personas que, según sus futbolistas, están bajo amenaza de extinción inmediata.
Según un informe de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) publicado en 2012, el 29% de todos los menores reclutados en el Pacífico colombiano, en quienes más se ha concentrado el conflicto en los últimos años, es en niños indígenas, una cifra nueve veces más grande que su proporción demográfica. “Un niño o una niña indígena tiene 674 veces más posibilidades de verse directamente afectado por el conflicto armado o de ser reclutado y usado por un grupo armado ilegal o una banda criminal que cualquier otro niño en todo el país”, dice el reporte.
El reclutamiento de menores indígenas, sin embargo, no es en blanco y negro como muchos lo suelen pintar. Según algunos líderes presentes en el torneo, la línea entre los reclutamientos forzados y voluntarios puede ser, muchas veces, difusa. Grupos armados ilegales ofrecen, a veces, la posibilidad de escapar de situaciones de abuso sexual o doméstico, como reconoce el mismo informe del ONU antes citado. Es difícil decir si un joven criado en condiciones “mucho peores que la miseria,” como lo dijo Gutiérrez, es realmente capaz, en el sentido filosófico, de decidir si entra a la guerra o no.
A Eduard Angine, técnico del equipo del Valle, le pregunté qué era lo que más necesitan sus comunidades: “El apoyo del gobierno -me dijo- y que la niñez se siente protegida y valorada”. El equipo del pueblo U’wa, de la zona fronteriza entre Boyacá y Norte de Santander, también entiende el círculo vicioso de abandono, explotación y terror. Hace un año, un derrame de crudo, causado por un atentado en el oleoducto Caño-Limón, contaminó sus tierras ancestrales.
En Casanare y La Guajira, ambos representados en la Selección Colombia Indígena, el hambre y la sed matan a más niños cada año que el conflicto. Los titulares en prensa se volvieron rutinarios. “El hambre es el arma de exterminio más tenaz de los pueblos indígenas,” me dijo Gutiérrez.
Los jóvenes que jugaron el torneo en Bogotá ya son líderes activos en sus comunidades, y ahora, como me dijo el técnico de Caldas, volverán a sus pueblos para “ser embajadores de paz, a mostrar como con sacrificio, con humildad, con corazón y con respeto, se pueden lograr grandes cosas”.
A pesar de la indiferencia general frente a la nueva Selección Colombia Indígena, este torneo que acaba de terminar es una victoria sobre la violencia, la pobreza y el olvido. Ya lo sabemos: en la Copa América de junio, los reflectores estarán sobre James. Muy pocos sabrán que en otro estadio de Chile, Colombia tendrá otro 10. Posiblemente, un Wayuu con bastón de mando.