Para María Eugenia Londoño, la educación es más que un trabajo: es una herramienta para transformar vidas y construir un país más justo
Anna Margoliner
@marxoliner
En Santa Rosa de Cabal, entre el aroma del café y el sonido del agua que corre por las montañas de Risaralda, nació una niña que se escapó por la ventana para participar en un reinado. No tenía permiso, pero tenía un sueño: hablar en público, expresarse, ser escuchada. Aquella travesura —que terminó con sus padres sorprendidos al verla en el escenario— fue el primer acto de rebeldía de María Eugenia Londoño, una mujer que desde entonces supo que romper el molde también puede ser una forma de amor.
Hoy, décadas después, esa misma niña es una dirigente sindical reconocida, fiscal de Fecode y candidata al Senado de la República por el Partido Comunista Colombiano. Pero antes que todo eso, María Eugenia sigue siendo la maestra apasionada, la mujer sensible que encuentra en el amor y la justicia social los motores de su vida.
“Siempre fui una revolucionaria”, dice con la serenidad de quien ha aprendido que la ternura también puede ser una forma de revolución. “En mi sangre está la necesidad de transformar, de cambiar, de construir”. En su voz no hay consignas vacías, sino una profunda convicción: que el amor por la gente es lo que sostiene las grandes causas.
La maestra que enseña historia para cambiar el futuro
Su vocación nació en los juegos de infancia, cuando armaba clases improvisadas con ladrillos y hojas. Desde entonces se reconoció como guía, como una mujer que no quería imponer, sino construir colectivamente. “Decidí ser maestra porque uno se convierte en referente de los niños y jóvenes que van a salir a transformar el mundo”, recuerda con orgullo.
Como profesora de Ciencias Sociales, encontró su propósito en enseñar historia, convencida de que “quien olvida la historia está condenado a repetirla”. Sus palabras resuenan con fuerza en un país donde la memoria sigue siendo un territorio en disputa. “La emancipación real solo se logra con educación popular”, dice, con la certeza de quien ha vivido la pedagogía como un acto político y profundamente humano.
Entre la lucha y la ternura
María Eugenia habla de la política con la misma emoción con la que recuerda a su perrito Mateo. Su relato sobre él —un cocker spaniel que fue primero la mascota de su hija y luego su compañero inseparable— revela su lado más íntimo. “Cuando mi hija se fue a trabajar, Mateo se quedó conmigo. Se convirtió en el centro de mi vida, y cuando murió me dejó una enseñanza: hay que amar la vida, las plantas, los animales, la naturaleza. Quien ama una planta o una mascota es un ser humano sensible”.
Ese amor se extiende a todo lo que hace: a su militancia, a sus camaradas, a los niños que alguna vez enseñó y a los maestros y maestras que representa. “Amo lo que hago, lo hago de verdad”, dice con una sonrisa que se percibe incluso sin verla. Para ella, el amor no es un sentimiento pasivo, sino una forma de acción. “El amor convierte en milagro el barro clarito. Es el centro de mi vida y de mi accionar político”.
La mujer que desafió al poder
Su vida sindical empezó en 1987, cuando se incorporó como maestra y decidió combinar la docencia con la lucha colectiva. En un tiempo en que las mujeres apenas empezaban a ocupar espacios en la dirigencia, María Eugenia se abrió camino entre estructuras dominadas por hombres. Fue presidenta del Sindicato de Educadores de Risaralda, secretaria de género en Fecode y hoy, con orgullo, fiscal nacional de la federación. “Soy la segunda mujer que ha ocupado este cargo, y eso lo debo a la fuerza del magisterio colombiano”, afirma.
Su historia es también la de una mujer comunista en un país que por años criminalizó esa militancia. “Nuestro partido ha sido discriminado y señalado, pero seguimos convencidos de que la transformación de la sociedad pasa por entender cuál es nuestro enemigo de clase: el capitalismo, el modelo neoliberal que acumula sobre la vida misma.
Entre el dolor y la esperanza
María Eugenia no oculta su vulnerabilidad. Habla de la muerte de sus padres y de su hermana mayor con la voz entrecortada, recordando cómo encontró consuelo en la música de Silvio Rodríguez. “Lloré con La era está pariendo un corazón. La música es la expresión del alma”, dice. Canta, baila, sonríe. Se define como una mujer alegre, sensible y profundamente humana.
Esa alegría la sostiene incluso en los días más difíciles, cuando las amenazas le impiden tener una vida social tranquila. En medio de su agenda política, encuentra tiempo para trotar, ver películas históricas y leer. “Me enamora la economía solidaria, la historia del mundo multipolar, la política”, confiesa. Y, con brillo en los ojos, añade: “Me leí dos veces el libro de la historia de Gustavo Petro. Lo terminé convencida de que vamos por el camino correcto”.
Una vida que deja huella
En cada palabra de María Eugenia Londoño hay una convicción que se siente más allá de la ideología: la de una mujer que ha hecho de su vida una entrega a los demás. “Hay seres humanos que pasan por el mundo sin dejar huella. Yo no quiero eso”, dice. Su huella, sin embargo, ya está trazada: en las aulas, en los sindicatos, en las calles, en la sonrisa de quienes la reconocen y le agradecen por haber salvado su vida desde el compromiso con la educación pública.
En ella, la política y la ternura se funden. María Eugenia no separa la razón del corazón, la lucha de la empatía, el deber del amor. Porque, como ella misma dice, cuando el amor se convierte en motor de la acción, incluso el barro puede volverse milagro.