Juan Pablo Montero S.
Durante los últimos 35 años, el pensamiento único ─traducido en el “triunfo” del neoliberalismo─ nos impuso la idea de que había temas que ya no se podían decir públicamente. Se promovió un lenguaje “incluyente” y acorde con las nuevas realidades del mundo económico y político. En ese contexto, expresiones como ‘lucha de clases’, ‘confrontación de clases’ o ‘contradicción de clases’ fueron relegadas a la clandestinidad del discurso, etiquetadas como vestigios de un marxismo supuestamente derrotado en el plano nacional e internacional de la economía política.
Mientras se instauraba ese nuevo lenguaje, el país vivía una arremetida brutal contra los derechos de la clase obrera, orquestada por la oligarquía y sus voceros. Por un lado, se recurrió a la persecución, la amenaza, el desplazamiento, la desaparición y el asesinato de líderes sociales y sindicales, todo bajo el amparo de una política de terrorismo de Estado. Luego vino la ola de privatizaciones de empresas públicas, acompañada de despidos masivos que afectaron a miles de trabajadores en sectores estratégicos para el país.
Paralelamente, la industria nacional se fue desmantelando o pasando a manos de conglomerados internacionales que compraban empresas públicas y privadas a “cero kilómetros”; es decir, sin trabajadores, sin cargas prestacionales y, por supuesto, sin sindicatos. Todo esto se consolidó mediante campañas de desprestigio contra el movimiento sindical y estrategias de cooptación económica e ideológica de líderes sindicales carentes de verdadera conciencia de clase.
A esto se sumaron las reformas laborales impulsadas por los gobiernos neoliberales, que modificaron una legislación ya de por sí precaria para arrebatar aún más derechos a la clase trabajadora. Con el argumento de que los “pobres empresarios” no generaban utilidades, se trasladó la carga de la crisis sobre los hombros de los trabajadores.
Así nacieron la Ley 50 de 1990 y la Ley 789 de 2002, que profundizaron la precarización del trabajo, pulverizaron las relaciones capital-trabajo y sumieron a millones de familias en la incertidumbre de contratos basura, sin garantías de prestaciones sociales, primas, vacaciones ni otros derechos que hoy se buscan recuperar a través de la Reforma laboral y la Consulta popular impulsadas por el gobierno del cambio.
La situación actual en el Congreso ha dejado en evidencia que los representantes de la oligarquía sienten un profundo odio de clase hacia los sectores más vulnerables. Desprecian a los millones de trabajadores que madrugan para cumplir con su jornada, hacia las mujeres que, además de asumir el trabajo de cuidado, deben enfrentarse a condiciones laborales hostiles y múltiples formas de acoso; y a los jóvenes que, bajo la figura del contrato de aprendizaje, solo reciben el 75 % del salario mínimo legal vigente.
También ignoran a quienes se ven forzados al rebusque por falta de empleo formal, y al campesino y el trabajador rural, a quienes ni siquiera se les garantiza un jornal digno. Es a todos ellos a quienes la oligarquía desprecia y niega sus derechos más básicos para una vida digna.
Por eso, hoy más que nunca, la tarea es la lucha de clases: una confrontación entre la burguesía y nosotros, la clase trabajadora. Es una tarea compleja, pero profundamente necesaria y digna. Nos corresponde movilizarnos en las calles, organizarnos como trabajadores, pero también educarnos desde una perspectiva de clase, entendiendo que ellos poseen los medios de producción y nosotros, nuestra fuerza de trabajo, que es la que genera la riqueza.