Profundamente contradictorias las declaraciones de De La Calle, por decir menos, lejanas del espíritu del proceso de paz que se construye en La Habana y retrecheras con el anhelo del pueblo colombiano por alcanzar una paz estable y duradera.
René Ayala
@reneayalab
Quizá De la Calle Lombana recordó su fugaz paso por la congregación uribélica, cuando haciendo gala de su vacilante posición cedió, de nuevo, frente a la propuesta tentadora y recurrente para acallar críticos titubeantes, opositores tibios o apóstatas de último segundo: el decrépito cuerpo diplomático colombiano. Digo de nuevo porque así cerró su capítulo de mordaz antiserpista en la plácida y glamurosa representación ante los reyes de Castilla, y accedió a perdonar las “piruetas” reaccionarias del innombrable, dándose un champú en la OEA y regresando para asesorar jurídicamente la movida chueca que reformó la Constitución para implementar la abominable reelección.
Su disimulado pensamiento de clase, muy lejano a los intereses de los millones de la calle de verdad, volvió a escena en sus declaraciones a uno de los gurúes del periodismo nacional, el supuestamente retirado pero muy consentido por las corporaciones de la comunicación e influyente en el corrillo político tradicional, Juan Gossaín.
Expresó entonces el pensamiento consabido de la hegemonía que entiende el conflicto que hemos padecido por más de cincuenta años como exclusiva responsabilidad de quienes se alzaron en armas contra el establecimiento, que tergiversa la trágica historia y desenlace del movimiento democrático y de izquierda en Colombia impugnando su persecución y marginalidad, no a la antidemocracia, a la violación permanente de los derechos humanos, a la brutalidad paramilitar y el terror de Estado, sino a la arcaica presencia guerrillera.
Que considera la insurgencia como un grupo armado aislado y derrotado, sin propósito, sin perspectiva, y que el proceso de paz es una dádiva del régimen político que no exige un profundo debate, ni reformas, ni modelos de incorporación a la vida política, ni mucho menos tiempo suficiente para encontrar sus salidas, sino más bien un proceso que merece amenazarse con el sirirí de levantarse de la mesa y con proponer como camino la rendición adornada con triquiñuelas, donde los combatientes de las guerrillas deben hacinarse en campos de concentración y esperar la gracia divina del perdón para alcanzar la paz.
Profundamente contradictorias las declaraciones de De La Calle, por decir menos, lejanas del espíritu del proceso de paz que se construye en La Habana y retrecheras con el anhelo del pueblo colombiano por alcanzar una paz estable y duradera, tal como reza el preámbulo del acuerdo entre las FARC-EP y el gobierno nacional con el que se dio inicio a las conversaciones.
Aunque no sorprenden, parafraseando al innombrable, ese es el “talante” del vacilante, y Humberto es experto en esos vericuetos, desde su fugaz paso por la aventura nadaísta (los anarcoesotéricos que terminaron escribiendo loas al bipartidismo), su falta de criterio para defender el proceso de paz en Tlaxcala o su cruzada nebulosa en los días del proceso ocho mil que terminaron en un acuerdo sellado al estilo politiquero tradicional con silencio, olvido y compadrazgo.
Poca ayuda dieron al proceso las opiniones soberbias y calculadas de De La Calle, pero se encontraron con una respuesta que conmovió hasta las fibras del más escéptico: el anuncio por parte de la delegación insurgente de tregua unilateral por un mes a partir del 20 de julio que reverdece la esperanza de un pueblo agobiado por la guerra, pero constreñido por los avatares a los que está expuesto el proceso. La tregua puede convertirse en un punto de inflexión que permita el avance sin vuelta atrás del proceso. Ya el movimiento popular tomó atenta nota y los países garantes están prestos para corroborar que no se viole ni se eche al traste esta iniciativa que permita llegar al esencial cese bilateral de fuego, que abra el camino al acuerdo final.
Pero los vacilantes asechan. Mientras el fiscal llama a avanzar en un cese y defender los acuerdos, sus sabuesos acomodan “pruebas” para desarticular supuestas células urbanas del ELN utilizando el sambenito de los petardos en Bogotá y se lanzan a una feroz cacería de brujas llevando al escarnio público y mediático a dirigentes sociales y alternativos, periodistas populares y estudiantes, presentándolos como los tenebrosos terroristas que han amenazado y puesto en jaque la seguridad de la ciudad porque leen, piensan o trabajan en lo popular con las tesis del amor eficaz. Eso es lo que castigan.
Sin fórmula de juicio, vuelve y juega la perversa criminalización de la lucha social y en río revuelto se pretende asociar el gobierno de Petro con los reprochables bombazos. Pero lamentablemente cercados por el señalamiento permanente a su gestión, los funcionarios acometen el objetivo de quienes intimidan con el poder y declaran, sin ubicar un sine qua non del derecho moderno, la presunción de inocencia, su deslinde con los acusados y con apresuradas y ligeras declaraciones reproducen la tesis de que hay siniestros infiltrados agazapados para hacer daño en la institucionalidad; son como de La Calle, no sorprenden, son vacilantes.