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Mirador: Buenaventura

Carlos A. Lozano Guillén

Buenaventura es el más importante puerto en el Océano Pacífico colombiano, a solo 115 kilómetros de Cali, capital del Valle del Cauca, una de las más importantes ciudades del país. Tiene 362.625 habitantes, el 90.4 por ciento en la zona urbana y el resto en el sector agrario. Mueve el 60 por ciento del comercio internacional marítimo y el recaudo es de dos billones de pesos anuales.

Foto: Catholic Missionary World via photopin cc
Foto: Catholic Missionary World via photopin cc

Sin embargo, a pesar de su importancia, es una de las ciudades con enormes insatisfacciones sociales y de mayor violencia. Está declarada por el Gobierno Nacional de padecer una crisis humanitaria de vastas proporciones. “Es una crisis sin respuesta”, dice el informe del Servicio Jesuita al Refugiado. Son años de olvido del poder central, sin que ningún gobierno, liberal o conservador o bipartidista (en referencia a los partidos tradicionales que dominan o se alternan el poder) se ocupe con seriedad de ordenar el tejido social que afecta al 80 por ciento de la población inmersa en la pobreza, la mitad de esta sin las condiciones mínimas satisfechas.

Buenaventura está en la indigencia. Está puesta a prueba la insolencia e incapacidad de la clase dominante, que se ha negado a atender las necesidades del puerto marítimo. Es el cinismo de la oligarquía dedicada a amasar dinero. El 88.5% de la población es negra, discriminada y desatendida por el color de su piel. Una forma odiosa de la discriminación racial.

Es la crisis del poder del capital y de sus “soluciones” demagógicas. En Buenaventura está demostrado el fracaso de la Ley de Víctimas. El desplazamiento es uno de los peores efectos de la crisis y ni siquiera sus protagonistas han sido inscritos en el registro de víctimas.

En los barrios populares actúan sin control las bandas paramilitares, herencia de las AUC, ahora llamadas Bacrim. Las bandas más conocidas son Los Urabeños y La Empresa, con el mismo entramado de autoridades, Fuerza Pública, empresarios, narcotraficantes y políticos locales tradicionales. Son conocidos sus integrantes, pero gozan de impunidad. “Estos grupos descuartizan a sus víctimas y arrojan los restos humanos a la bahía o en los manglares que se extienden en sus orillas, o los entierran en fosas clandestinas, según han señalado residentes y funcionarios”, dice el informe de HRW.

A la luz pública funcionan “casas de pique”, que son centros de tortura y de ejecución de personas humildes. El Gobierno Nacional hace gárgaras con la situación y ofrece “soluciones”: militarizar el puerto, dictar normas represivas de orden público y sin inversión social. Es la triste realidad.

carloslozanogui@etb.net.co

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