La volqueta recorría siete kilómetros por la carretera hacia Santa Teresa, arrojando su carga antes de llegar a La Honda, proveniente de la peña del Chulo (¡qué nombre!). En ocasiones, descargaba en el basurero cercano a la vía a Armero, pero los cuerpos siempre terminaban en el río Recio. Los vecinos describían esto horrorizados y en voz baja
Leonidas Arango
En abril de 1952, se vivían los días más crudos de la Violencia. El presidente Roberto Urdaneta Arbeláez había asumido la presidencia, reemplazando a Laureano Gómez, ambos conservadores extremistas. El gobernador del Tolima, Francisco González, viajó a la población del Líbano acompañado de un comandante militar y de Enrique Urdaneta Holguín, hijo del mandatario.
Juntos se dirigieron hasta el alto del Agrado para trazar operaciones contra una guerrilla liberal (“chusma”), aunque los vecinos siempre sostuvieron que el verdadero propósito era planear el arrasamiento de la próspera ciudad cafetera.
Al día siguiente, emprendieron el regreso en el campero oficial. Una guerrilla local había tendido contra ellos una emboscada de última hora, con bomba y tiroteo, en el sitio llamado Portugal, pero la comitiva oficial escapó ilesa por un error absurdo.
El atentado dejó, en cambio, tres víctimas inocentes que viajaban en otro campero, entre ellas el prestigioso médico conservador Alejandro Bernal Jiménez y el joven liberal Ramón Millán. Además, varias niñas de un colegio que viajaban en un bus hacia Bogotá resultaron heridas.
Nunca una pera en dulce
El gobernador, desde Ibagué, pidió refuerzos para “exterminar a los bandidos del Líbano” (según el diario El Siglo). Desde la capital se anunció que se despacharía un “Batallón Tolima”. En el pueblo se esperaba que los militares hicieran un relativo contrapeso a las acciones policiales.
La población del Líbano, de mayoría liberal, nunca fue una pera en dulce para los gobiernos. En 1929, allí se protagonizó una fallida insurrección obrera que, soñaban los organizadores, iba a convertir a Colombia en una república bolchevique de modelo soviético. Tras el Bogotazo del 9 de abril de 1948, la violencia partidista se generalizó en el país. En El Líbano varios alcaldes militares aplicaron mano dura para mantener cierta legalidad, mientras que liberales y conservadores del Concejo Municipal proclamaron la paz política.
Hubo relativa tranquilidad local hasta febrero de 1951, pero el Ejército fue cambiado por policía. Por el lado de Caldas, llegaron forasteros armados, y muchas familias buscaron refugio en el casco urbano y en veredas del oriente, protegidas por la comunidad liberal. A partir de ese momento, nada pudo controlar la Violencia. El 16 de julio, ocurrió una masacre en el cementerio local, y como decía la gente, “desde ahí se dañó todo”.
“¡Ya viene el cortejo!”
Alguna tarde de abril de 1952 avanzó por la calle principal, como una avalancha lenta, una columna de hombres con uniforme verde y gorra chacó, machetes, rifles en bandolera y el pecho sudoroso atravesado de cananas atestadas de balas. Alguno portaba un clarín. Caminaban desafiantes en dos filas indias a lado y lado de la calle escoltando una línea central de mulas cargadas con ollas inmensas, mantas, bultos, cajas de munición y gallinas vivas.
Toda nuestra familia miraba desde las ventanas del segundo piso. Los niños creíamos estar ante una escena de película.
–¡Mirá, ese lleva un casco de guerra!
–¡Ese otro lleva el brazo forrado de relojes!
Mi papá estaba sombrío en otra ventana y mi mamá lo abrazaba llorando: “¡Mijo, esto no es Ejército, es policía!”
El Batallón Tolima de la policía chulavita ─desfilaron cuarenta o cincuenta miembros─ ocupó el pueblo aturdido. Hubo toque de queda desde las seis, detenciones arbitrarias y palizas callejeras a dirigentes populares.
La Escuela Urbana de Varones, que hoy lleva el inocente nombre de Juan XXIII, se convirtió en cuartel. Los recintos del segundo piso fueron dormitorio de asesinos, mientras que las aulas del patio se transformaron en mazmorras de tortura y muerte. Los vecinos del cuartel no podían dormir por los gritos atormentados de campesinos que no habían podido comprobar su voto por el candidato Laureano Gómez en las elecciones de 1950. Algún policía que no aguantó el asco se quitó la vida.
Con razón, el inolvidable Alejandro Gómez cantaba con su acordeón en los años 60:
“En Colombia las escuelas
se convierten en cuarteles,
en Cuba ya se acabaron
esos malos procederes”
Los chulavitas
Desde el día siguiente al Bogotazo, el gobernador de Boyacá José María Villarreal comenzó a despachar hacia Bogotá contingentes de reservistas del norte de su departamento. Muchos de estos agentes sin formación eran campesinos fanatizados de la vereda de Chulavita en Boavita, un nicho de la política reaccionaria.
Estas personas eran reclutadas por gamonales e investidos de autoridad por el gobierno conservador-clerical. Célebres por su incompetencia y su crueldad, también recibieron los nombres de chulavos o chulos y dejaron memoria nefasta en el Tolima y los Llanos Orientales.
El sacerdote y sociólogo Germán Guzmán (1962), en la obra La Violencia en Colombia ─escrita con Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna─, consignó: “Como consecuencia es enviado por el gobierno el fatídico Batallón Tolima, que consuma la destrucción de vasta zona [del oriente] de El Líbano… produciendo alrededor de 1.500 bajas sin distinción de sexos ni edades, luego de saquear e incendiar las casas campesinas. Esta área… debe considerarse como la más absolutamente arrasada de cuantas se conocieron en la investigación”.
A punta de masacres, violaciones y atrocidades, las hordas chulavitas infundieron el terror sistemático en su misión de exterminar comunidades enteras con el propósito del despojo de tierras.
La volqueta roja
Del infame cuartel de la carrera 15 con calle 4, salía con frecuencia, a plena luz del día, la volqueta roja del municipio haciendo sonar a todo volumen una sirena a lo largo de la calle principal y promulgando su carga de cuerpos mutilados. Adultos y niños la vieron repetidas veces. Yo la vi.
La volqueta recorría siete kilómetros por la carretera hacia Santa Teresa, arrojando su carga antes de llegar a La Honda, proveniente de la peña del Chulo (¡qué nombre!). En ocasiones, descargaba en el basurero a la vía a Armero, pero los cuerpos siempre terminaban en el río Recio. Los vecinos describían estos horrorizados y en voz baja.
El genocidio en El Líbano, concluye el padre Guzmán, fue preludio de la tragedia nacional que ha costado centenares de miles de víctimas.