El capitalismo es un subproducto del patriarcado, que se sustenta en la apropiación violenta del cuerpo de las mujeres para controlar sus capacidades sexuales y reproductivas. Urge reconocer la violencia en las estructuras de relacionamiento entre hombres y mujeres
Paula Daza
En 1921, el Partido Bolchevique, en palabras de Alessandra Kollontai, definió la situación de las mujeres prostituidas: “en los países capitalistas la prostitución recluta a sus empleados de entre los sectores desposeídos de la población. Trabajo mal pagado, indigencia, pobreza extrema y la necesidad de mantener a los hermanos y hermanas más pequeños: estos son los factores causantes del mayor número de prostitutas”.
Esta miseria es producto del despojo necesario para que surja el poder capitalista. Paralelamente, según Kollontai, el matrimonio es un instrumento de control complementario a la prostitución porque posiciona a la mujer en un lugar económicamente vulnerable que legitima el intercambio de favores materiales por favores sexuales.
Cuestionarnos desde la izquierda
Es la desigualdad sistémica y milenaria la que ha normalizado la prostitución como una transacción comercial legítima. Es el espíritu liberal que desactiva la lucha de clases, la que legitima como trabajo la prostitución y afirma que el cliente y la mujer prostituida están en igualdad de condiciones, reduciendo con eufemismos a una mujer en una mercancía, un objeto sin derechos.
El neoliberalismo, en su evolución, postula que todo lo que existe puede ser objeto de mercado, de manera que ambas perspectivas desconocen la explotación del cuerpo ajeno, un grave atentado contra la dignidad de las mujeres. Esta situación de subordinación y explotación sexual la padecen miles de colombianas, dentro y fuera del país.
Por eso, es nuestro deber, desde la izquierda, cuestionarnos sobre el consumo de prostitución y pornografía, prácticas que se nutren de la trata de personas. Como lo dijo Kollontai, la prostitución no se da nunca en libertad, quienes son condenadas a esa forma de vida son niñas y mujeres: migrantes, pobres, racializadas que, a través de secuestros, engaños, o presionadas por su condición socio-económica, son explotadas por redes de trata que se enriquecen de su esclavitud.
En Colombia y Latinoamérica, sólo por dar un ejemplo, El tren de Aragua ha ido forjando su poder territorial mafioso, sobre la explotación sexual de personas. Ellos controlan el tráfico de mujeres y el comercio sexual. Así, han ido instalando burdeles que funcionan como bases fijas, que sustentan las demás actividades delictivas, como el narcotráfico y el tráfico de armas.
En Europa, cientos de miles de mujeres del sur global (Latinoamérica, África, Europa del este) son explotadas sexualmente con el aval de los gobiernos regulacionistas de Alemania y Holanda, que obtienen impuestos de la prostitución ajena.
Las mujeres no somos mercancía “web can”
El llamado “modelaje webcam”, un eufemismo que dulcifica otra forma de prostitución y al cual están condenadas muchas colombianas, es el mismo esquema de negocio, pero en entornos virtuales; reducir el cuerpo de las mujeres a mercancía para que un tercero se lucre de esa transacción.
La virtualidad no garantiza la integridad de quien se prostituye, sino que protege y potencia la violencia del consumidor. Hay que recordar que la pornografía es, junto con la trata, el segundo negocio criminal más rentable de la actualidad, pues sólo satisface al mercado y así alienta la pedofilia y normaliza la violencia sexual.
Desde el feminismo crítico se promueve la abolición de la prostitución y de la pornografía, que alimenta esta sanguinaria ola contemporánea de violencia contra las mujeres y se expresa de manera escandalosa con el crecimiento de la tasa de feminicidios e instruye a la sociedad en que es legítimo comerciar con las mujeres y atentar contra su integridad.
La pornografía ha funcionado como un sistema de adoctrinamiento efectivo en violencia sexual y a eso debemos la creciente tasa de feminicidios, como respuesta patriarcal a los avances del movimiento de mujeres para mostrar que somos el corazón de la vida y que de nosotras ha dependido y depende el sostenimiento de la humanidad.
El dispositivo de la pornografía retoma la idea de que las mujeres son objetos dispensadores y objetos de dominación, nunca merecedores, de placer, lo que refuerza las estructuras de sumisión patriarcal y convierten a la sexualidad en un escenario de violencia.
Pese a todas las campañas que se han hecho desde muchos frentes para dignificar el lugar social de las mujeres, vemos con espanto cómo crecen las cifras de violencia machista, porque aún la sociedad no la identifica ni la castiga.
Es así como el consumo extendido y cotidiano de pornografía alimenta la trata y explotación de mujeres, niñas y niños, refuerza la hipersexualización de las infancias y la opresión patriarcal. Debemos reflexionar profundamente sobre a qué le damos click en nuestra pantalla.
La mercantilización de las mujeres es incompatible con los principios de justicia y bienestar social y la explotación sexual debe ser abordada desde la erradicación de la desigualdad y la pobreza de las mujeres, no normalizada como un trabajo. El interior de una mujer no es un lugar de trabajo, no debe ser considerado una fábrica de plusvalía. Las mujeres no somos mercancía.