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Siguiendo los pasos de Bush

El ataque norteamericano a Siria es pieza de un rompecabezas que tiene en la mira el derrocamiento del presidente Bashar al Asad, golpear la política exterior de Rusia e Irán y apoderarse de los ricos yacimientos petrolíferos de la región

ILUSTRACION GUERRA
Barack Obama, visto por Calarcá.

Alberto Acevedo

Confirmando la tesis del ‘destino manifiesto’, en que los Estados Unidos de Norteamérica se arrogan el derecho a intervenir en los asuntos internos de cualquier nación del mundo con tal de salvaguardar los intereses norteamericanos, así sean los más protervos, el presidente Barack Obama comenzó una nueva guerra en el Oriente Medio, que anuncia larga y puede conducir a un conflicto generalizado en esa parte del planeta.

En efecto, en la madrugada del 23 de septiembre comenzaron los bombardeos de la aviación norteamericana contra objetivos estratégicos de la industria petrolera siria, con el argumento de que el denominado Estado Islámico (EI), al que denomina ‘enemigo público número uno’, se lucra de la venta del crudo para financiar sus actividades terroristas y constituye una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos.

Estos argumentos, en buena medida falaces y acomodados, recuerdan el camino emprendido por su antecesor George W. Bush, cuando en desarrollo de su doctrina de la ‘acción preventiva’, emprendió acciones para invadir a Irak y derrocar al entonces gobernante, Sadam Husein.

El derecho de la guerra

En esta ocasión, como en las anteriores, Washington toma la justicia por cuenta propia, emprende una acción de guerra unilateral, no consulta la decisión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ni la de ningún organismo de derecho Internacional, se lleva por delante la Carta de la ONU, que en su capítulo VII obliga al consenso en una decisión tan grave, y viola de manera flagrante el principio de la multilateralidad en el derecho internacional.

Para completar el cuadro de arbitrariedad, se viola el espacio aéreo de un país miembro de la comunidad de naciones, y al comenzar los bombardeos, no se informa al gobierno del país agredido a pesar de que éste informó de su disposición a colaborar en el combate al terrorismo, sobre la base del respeto de su soberanía. Es la imposición de las normas de un nuevo derecho internacional: el de la hegemonía, la unilateralidad y la piratería internacional.

Fuego que se extiende

Veinticuatro horas después del comienzo de la operación militar en el Medio Oriente, que con matices de diferencia comprende también zonas de Irak en manos del Estado Islámico, Obama dijo en un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas que “el único lenguaje que entienden los asesinos es el de la fuerza” y que “el EI debe ser destruido”.

Es la política de guerra total, que en el caso de esta región del mundo amenaza con extenderse peligrosamente a muchos países y escalar niveles inusitados del conflicto. Los países islámicos no olvidan la agresión contra Irak, el derrocamiento de su gobierno legítimo y otras acciones de abierta intervención en sus asuntos internos. El sentimiento antinorteamericano crece como trigo fresco y de alguna manera esto explica el surgimiento de nuevos grupos fundamentalistas, que combinan ideologías sectarias con un justo sentimiento antiimperialista.

No es exagerado hablar de la posibilidad de una extensión del conflicto. Obama en el mismo discurso dijo que “Rusia tendrá que pagar por lo sucedido en Ucrania”, pues “los países grandes no deben hacer acciones para intimidar a los pequeños”. ¿Y que hacen entonces los aviones de guerra norteamericanos sobre suelo sirio?

La ofensiva de la aviación norteamericana contra Siria no solo busca a la larga derrocar al gobierno de ese país, objetivo acariciado por la Casa Blanca en los últimos tres años. También es un ensayo para una eventual operación aliada contra Rusia en el escenario de Ucrania. Y una advertencia al gobierno de Irán, en la disputa por su escenario de influencia en el Medio Oriente. Y desde luego, es un mensaje que envía a China, que intenta ganar protagonismo en la región.

La advertencia es clara: que nadie acaricie la osadía de disputarle a Estados Unidos su labor mesiánica de controlar cualquier franja del planeta que por razones de sus reservas minerales estratégicas sirvan a los intereses del imperio.

En sus propuestas de campaña electoral, Obama había prometido a sus electores que bajo ninguna circunstancia emprendería una nueva aventura de guerra en el escenario internacional. Y que trabajaría por apagar focos de confrontación ya existentes, como Afganistán e Irak. Obama ha incumplido esta promesa, como otras, relativas al cierre de la base de Guantánamo o el desarrollo de una política migratoria y de salud pública para su país.

El escenario de guerra en el Medio Oriente satisface de alguna manera las presiones de los grupos ultraconservadores de los Estados Unidos, que venían acosando al Despacho Oval para que atizara un nuevo incendio que solventara las necesidades de mercado del complejo militar industrial y posibilitara soluciones a la crisis financiera.

En noviembre próximo, habrá elecciones legislativas en los Estados Unidos, y Obama seguramente tendrá que rendir cuentas a la nación sobre su política social. Por eso un nuevo escenario de guerra internacional, bajo las banderas del combate a un “enemigo” que amenaza la seguridad nacional, es un buen expediente electoral para atizar un nacionalismo que le garantice al flamante gobernante las mayorías que requiere para la finalización de su mandato. Esta también es otra de las razones de la guerra en el Medio Oriente. El carácter de mayor o menor radicalismo de los grupos fundamentalistas, que al fin y al cabo fueron financiados por la CIA en sus orígenes, no es en el fondo asunto tan importante como parece.

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