Aunque Bogotá se presenta como una ciudad progresista, continúan las violencias estructurales y cotidianas. El balance de la seguridad durante la administración de Carlos Fernando Galán evidencia una deuda profunda
Revolución en Rosa
Desde que inició la administración de Carlos Fernando Galán, la percepción de seguridad para las mujeres trans no ha mejorado de manera sustancial. Manila —una joven mujer trans bogotana— lo expresa sin rodeos: “Yo me he sentido siempre bastante insegura, tanto en el transporte público como en la calle directamente”. Su experiencia refleja una sensación ampliamente compartida entre mujeres trans que transitan la ciudad enfrentando acoso, vigilancia y hostilidad en los espacios más básicos de la vida cotidiana.
Según el Observatorio de Violencias contra Personas LGBTIQ+ de Colombia Diversa (2024), Bogotá concentró el 28 % de los casos de violencia contra personas trans reportados en el país, incluyendo agresiones físicas, amenazas y violencia policial. A esto se suma que la Secretaría de la Mujer reportó 19 homicidios de personas trans entre 2020 y 2023, de los cuales el 90 % correspondía a mujeres trans, reflejando una vulnerabilidad constante incluso en una ciudad que se autodefine como pionera en derechos LGBTIQ+.
Pese a los marcos normativos y a la existencia de espacios institucionales orientados a la inclusión, la violencia cotidiana persiste en múltiples niveles. Para Manila, el problema es estructural: “No hay políticas públicas de educación que concienticen a la población sobre nuestras existencias”.
Su lectura coincide con los informes recientes del Distrito, que muestran cómo las iniciativas de sensibilización han logrado avances solo en sectores ya cercanos a las comunidades queer, sin transformar de manera profunda las prácticas y actitudes de instituciones como colegios, hospitales, registradurías, notarías o dependencias administrativas.
Los engranajes de la violencia
La violencia hacia las mujeres trans en Bogotá opera a través de múltiples engranajes. El primero es el espacio público. El transporte masivo, las calles y los entornos de la vida nocturna continúan siendo escenarios donde se manifiesta el acoso sexual, la burla y la intimidación. Manila lo sintetiza de manera contundente: “Te acosan como mujer, y cuando se dan cuenta de que eres trans, te acosan doble”. Esa doble vulnerabilidad la viven incluso mujeres trans jóvenes, como ella, que enfrentan agresiones específicas por su condición de adolescentes trans.
El segundo engranaje se encuentra en las instituciones del Estado. Aunque existan protocolos de atención diferencial, las instituciones siguen reproduciendo formas de violencia simbólica y administrativa que dificultan el acceso a derechos básicos. El informe “Bogotá Diversa 2023” señala que el 62 % de las mujeres trans encuestadas reportó haber experimentado discriminación en instituciones públicas, lo cual demuestra que la política pública no ha logrado transformar la cultura institucional.
Un tercer elemento es la ausencia de educación sistemática en género y diversidad. Manila insiste en que la política pública LGBTI del Distrito llega principalmente a comunidades ya sensibilizadas, pero no alcanza a modificar los imaginarios sociales más hostiles. Esto genera una brecha entre la política escrita y la experiencia real de las mujeres trans en su vida diaria.
Clase y violencia: una división que duele
Una de las diferencias más profundas dentro de la violencia que experimentan las mujeres trans radica en la clase social. Manila lo reconoce con honestidad: “Yo me reconozco como una mujer trans bastante privilegiada”. Su posibilidad de estudiar, viajar y vivir un proceso de transición acompañado marca un contraste con la realidad de muchas mujeres trans en Bogotá que no acceden ni a educación ni a redes de apoyo familiar.
La Secretaría de Integración Social (2023) reporta que el 72 % de las mujeres trans en Bogotá ha sido expulsada de su hogar antes de los 18 años, dejándolas sin opciones de protección ni continuidad educativa. A su vez, según la Red Comunitaria Trans (2023), el 60 % de las mujeres trans ejerce trabajo sexual como principal medio de subsistencia, muchas veces en contextos de alto riesgo, violencia policial y vigilancia de estructuras criminales.
Mientras que las mujeres trans con ciertos privilegios pueden navegar con algo más de protección, quienes provienen de la clase obrera enfrentan un nivel de violencia sistemática mucho más profundo. No solo son discriminadas por ser trans, sino también por ser pobres. Las barreras institucionales se vuelven más duras, el acceso a la salud es más precario, las rutas de atención no funcionan y la criminalización del trabajo sexual incrementa su vulnerabilidad. En el mundo trans —como dice Manila— los privilegios operan de manera distinta, pero siempre marcan diferencias dolorosas entre quiénes sobreviven y quiénes quedan expuestas a violencias extremas.
Medios de comunicación: entre la denuncia y el daño
El rol de los medios de comunicación es determinante en la reproducción o transformación de la violencia hacia las mujeres trans. Para Manila, los medios “son amarillistas y transfóbicos”, y los estudios académicos lo confirman. Según un informe del Centro de Estudios de Género, Mujer y Sociedad de la Universidad del Valle (2024), el 78 % de las noticias sobre personas trans en medios colombianos utiliza un lenguaje sensacionalista; el 63 % centra su narrativa en la genitalidad; y el 40 % explota relatos morbosos sobre intervenciones corporales. Estos encuadres no solo refuerzan estereotipos dañinos, sino que avalan discursos sociales que cuestionan la legitimidad de las identidades trans, especialmente de adolescentes y jóvenes.
Una ciudad que aún no aprende a cuidar
La seguridad de las mujeres trans en Bogotá continúa siendo un desafío urgente. Las cifras muestran una realidad de violencia persistente; las instituciones no han logrado transformar sus prácticas; los medios amplifican imaginarios transfóbicos; y las desigualdades de clase profundizan la vulnerabilidad de quienes menos recursos tienen. Pese a esto, las mujeres trans en la ciudad continúan organizándose, creando espacios de cuidado y levantando la voz en escenarios como Yo Marcho Trans, que, aunque nació desde la propia comunidad, se ha convertido en un espacio fundamental para reclamar derechos y exigir transformaciones reales.
La deuda del Estado es profunda: garantizar educación incluyente, rutas de atención dignas, condiciones de seguridad en el trabajo sexual y políticas públicas efectivas. La pregunta que queda es si la administración actual y las que vienen estarán dispuestas a asumir esta responsabilidad histórica. Mientras tanto, como lo demuestra Manila, la resistencia trans sigue viva, caminando las calles de Bogotá a pesar del riesgo, sosteniendo la esperanza de una ciudad donde ser mujer trans no implique un peligro constante, sino una vida plena y digna.







