Jeison Paba Reyes
En Colombia, hasta la indignación nacional parece depender del estrato social y la cercanía al poder.
El concejal Juan Camilo Espinosa, funcionario de un municipio de Antioquia y en condición de discapacidad, fue asesinado a tiros por sicarios en San Andrés de Cuerquia. Su muerte pasó a engrosar una estadística más en los informes de Medicina Legal, sin eco mediático ni duelo oficial.
En el otro extremo de la escala social, 55 días después, falleció a causa de otro atentado el congresista Miguel Uribe, considerado un “delfín” de la élite colombiana. Con su muerte, la indignación de los medios de comunicación, de la clase política, de los gremios y de otros sectores no se hizo esperar. El dolor colectivo inundó programas de televisión y radio. Las manifestaciones de luto parecían diseñadas para provocar una histeria colectiva contra el gobierno. Candidatos presidenciales hicieron fila para ganar, de manera oportunista, el respaldo de la incipiente candidatura del hoy fallecido senador.
Desde la Gobernación de Antioquia, su mandatario decretó tres días de duelo. Las referencias a las épocas de la violencia en Colombia reaparecieron como si fueran un recuerdo lejano, como si no formaran parte de la cotidianidad.
Cualquier asesinato en una sociedad tan lastimada por el conflicto genera rabia, frustración y desesperanza. Sin embargo, en un país tan dividido desde su nacimiento como República, incluso las muertes parecen estar estratificadas.
Para Juan Camilo Espinosa no hubo indignación colectiva. No asistieron expresidentes a su sepelio, tampoco candidatos presidenciales. En su departamento no se decretaron días de duelo. En Colombia, la vida de cada persona parece tasada según su linaje y cercanía al poder.
Somos una sociedad partida, sin un verdadero proyecto de nación. Un país que habla de unidad, pero solo para ciertos sectores; los demás son parte del decorado, fichas útiles únicamente cada cuatro años en época electoral. Existe una casta que desprecia al resto de la población, que nos reduce a un número dentro de las estadísticas. Esa élite, dividida entre quienes se consideran herederos de los fundadores de la república y aquellos que, con un arribismo marcado en el ADN, se creen superiores, actúa bajo la lógica de que están llamados a ser los dueños y capataces de esta gran finca llamada Colombia.
No podemos seguir viviendo en un país que segrega a sus ciudadanos ni permitir que esa élite de ungidos y arribistas se crea propietaria no solo del territorio, sino de la vida misma. No podemos aceptar que, hasta en la muerte, los colombianos estemos estratificados.
El concejal asesinado de manera casi idéntica al senador merecía toda la indignación social. Cuando solo unos pocos deciden quién merece duelo nacional, las demás muertes se convierten en cifras frías.
Estos dos episodios deben llevarnos a reflexionar sobre qué sociedad queremos: una al servicio de una casta podrida o una que, de una vez por todas, impulse el cambio que Colombia necesita.