martes, agosto 5, 2025
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Luna colombiana en la Marcha a Gaza

Diana Carolina Alfonso

Luna tiene 24 años, se define como defensora territorial y forma parte del pequeño número de colombianos que viven en Jordania. Un censo no actualizado indica que, en 2017, residían en el reino alrededor de doscientos connacionales. A esa pequeña constelación se sumó Luna, de forma sorprendente, en 2023, cuando comenzó la última fase de expansión colonial sobre Gaza y todo indicaba que lo más sensato era huir de la región.

En el piedemonte de ese espectáculo de muerte, Luna trabaja en un campo de refugiados y formó parte de la delegación colombiana que participó en la Marcha Global a Gaza. La iniciativa pretendía salir de Egipto el 15 de junio con destino al cruce de Rafah, en la zona sur del territorio ocupado, con el fin de romper el bloqueo impuesto por Israel y sus aliados desde 2007.

En mayo, a través de las redes sociales, se enteró de la marcha y propuso crear un espacio común para la convocatoria latinoamericana y caribeña: el Frente Abya Yala. Así nació el vínculo entre Jordania y la delegación colombiana de la Marcha Global a Gaza, cuyo objetivo —según informa la convocatoria en su página web— es negociar la apertura de la terminal de Rafah con las autoridades egipcias, en colaboración con ONG, diplomáticos e instituciones humanitarias.

La misión se realizó al filo de la inanición: Naciones Unidas informó que, hasta enero, Israel —con el apoyo de las fuerzas occidentales— bombardeó 27 de los 36 hospitales de Gaza. También señaló que el 95 % del agua en el territorio no es apta para el consumo humano. Otro estudio, realizado por UNICEF y Save the Children, halló que el 100 % de las escuelas en el norte de Gaza y el 96 % en toda la Franja han resultado dañadas o destruidas, y que más del 93 % de los niños (alrededor de 930.000) están en riesgo crítico de hambruna.

Luna migró en 2021, cuando el Paro Nacional en Colombia, la represión, la persecución y la incertidumbre atravesaban los nervios del país. No contaba con apoyo familiar ni con recursos económicos. Durante las movilizaciones se involucró profundamente con las comunidades y colectivos en resistencia, lo que la llevó, eventualmente, a vivir en situación de calle. Con todo, siguió participando activamente en el paro. Con el pasar de los muertos, se trasladó a La Guajira. Desde allá observaba cómo todo se desmoronaba: mujeres y jóvenes de todos los estratos desaparecidos, organizaciones perseguidas, espacios artísticos y comunitarios desmantelados. Lugares que habían sido refugio y trinchera iban cayendo uno a uno. «Fue una etapa muy dura», admite.

En medio de ese caos conoció personas que le sugirieron migrar, abrirse camino afuera y buscar trabajo en Europa. Construir una nueva vida no era tarea menor. Pese a las buenas intenciones, nadie sabía cómo funcionaba un proceso de refugio en esa Europa ampollada de xenofobia.

Así llegó a Turquía, invitada por miembros de Reporteros sin Fronteras. No era un trabajo oficial. Le ofrecieron participar en entrevistas y en tareas comunitarias con población kurda. Fue la primera persona de su familia en salir del país. Viajó, recorrió. Con el tiempo se estableció en Polonia y comenzó a vincularse con la comunidad árabe migrante. Fue allí donde conoció a su actual pareja, Amer: un refugiado palestino de Amán, Jordania.

—Mi tema de migración fue bastante pesado. Tuve algunas irregularidades, no por mí, sino por algunas empresas que quisieron contratarme en Polonia y en otras partes de Europa que explotan a las personas migrantes. Terminé en las oficinas de migraciones. Así llegué a la realidad de otros migrantes árabes y palestinos.

El 7 de octubre de 2023, Luna se encontraba en la República Checa cuando el mundo observaba atónito el ingreso de Hamas a la frontera de Re’im. Se enteró de los ataques por sus amigos palestinos, pero no pudo evitar el nudo de nervios que le crecía entre el pecho y la espalda. A su alrededor, los palestinos experimentaban una mezcla de alegría por la resistencia y un temor enorme por lo que vendría después.

Esa tarde salió a la calle y, de inmediato, tropezó con una movilización proisraelí. En la plaza se agitaban discursos grandilocuentes de paz mientras se escupían al aire sentencias cargadas de racismo, islamofobia y odio. Varios de sus compañeros árabes fueron agredidos espontáneamente. Ella también fue perseguida. Una tarde un hombre la siguió por llevar una kufiyya. Vociferando el guion de algún texto religioso, la persiguió hasta intentar quitársela y, aprovechando el envión de veneno, trató de tocarla. Todo ocurrió ante la indiferencia general de la gente. «Aunque no tengo rasgos árabes, pensé en quienes sí los tienen», diría después, algo ofuscada. «Eso es ser visible y vulnerable en Europa».

Por aquel entonces, su estatus migratorio era inestable. Sabía que moverse implicaba riesgos legales, pero no podía quedarse quieta. Decidió irse. Dejó Europa con la certeza de que podrían penalizarla. En efecto, las autoridades migratorias europeas le prohibieron el ingreso por un año, a pesar de tener trabajo y pagar impuestos.

Ese año llegó a Jordania, a la casa de Amer, para vivir con su familia refugiada. Y allí continúa: en medio del genocidio en Gaza, aprendiendo árabe e intentando integrarse para salvarse del rol de espectadora.

En el reino vecino, los palestinos sobreviven bajo regímenes que colaboran con el sionismo. Su existencia está constantemente vigilada y limitada. Estar allí no es fácil. Pero desde ese lugar, Luna sintió que, por fin, podía ser realmente útil. Para ella, llegar a la región fue adentrarse en un país que apenas cumple cien años. Ante sus ojos se desplegó una nación creada por trazos coloniales evidentes como cortes de pastel, con fronteras dibujadas a regla sobre el mapa de Medio Oriente. «Es un país inventado por el reparto de la corona británica», admite, rotunda, «y aún hoy se siente ese legado colonial en su estructura política y social».

La monarquía jordana es una aliada indispensable de Occidente. En su frontera occidental, Israel establece el primer anillo de seguridad desde Galilea hasta los muros de la antigua Petra —un paraje comercial dominado por los nabateos, luego por los romanos y, finalmente, por los bizantinos—, cuyos registros arqueológicos testimonian la diversidad cultural, política y religiosa originada en las grandes caravanas del siglo VI a. C. Las excavaciones que pululan en los márgenes del río Jordán, además de delinear la toma colonial de Occidente, exhiben la falacia de la existencia ininterrumpida del reino de Israel.

Desde la guerra de Yom Kipur en 1973, Jordania mantiene una postura ambigua frente a Palestina, aunque históricamente ha sido represiva hacia su población refugiada. A pesar de que un 40% de los jordanos son de origen palestino, su presencia en la vida pública está profundamente restringida. En sus documentos de identidad aparece un número que los marca como refugiados, lo que define su lugar en la escala social. Son ciudadanos de segunda clase.

Al llegar al reino, Luna comprendió que la solidaridad exigiría enormes sacrificios. Un espasmo recorrió su cuerpo al darse cuenta de que las manifestaciones en Amán no se parecían en nada a las de Bogotá, ni siquiera en los momentos más lúgubres del paro de 2021. En un punto específico de la ciudad, los manifestantes son encerrados en un terreno rodeado por tanques antidisturbios, donde pueden permanecer hasta dos horas sin moverse. Desde el inicio del genocidio en Gaza, al menos 17 personas han sido arrestadas y torturadas en Jordania por expresar su apoyo a la existencia de Gaza. Pese a la movilización activa de partidos como el Comunista y la Hermandad Islámica, en los últimos meses sus manifestaciones en favor de Palestina han sido prohibidas.

Cortesía: Luna, comitiva colombiana en la Marcha a Gaza, Frente Abya Yala. Egipto, 12 de junio de 2025.

En mayo, Luna se enteró de la marcha hacia Gaza. La convocatoria oficial había comenzado un mes antes, pero al revisar la información notó un vacío importante: no había ninguna delegación latinoamericana registrada. Ni Colombia ni ningún otro país del Sur Global figuraban en la lista. Entonces decidió buscar a otras personas con intereses similares. Comenzó a reunir nombres y, cuando logró recopilar los suficientes, armó un pequeño grupo. Entre búsquedas e intuiciones, aparecieron otras mujeres colombianas. En pocos días se organizaron a través de redes sociales. Así fue como Luna encontró a las compañeras de viaje que serían fundamentales en la acción que buscaba romper el bloqueo a Gaza desde Egipto.

Algunas, como Manuela, provenían de la ONIC (Organización Nacional Indígena de Colombia) y trabajaban en la defensa territorial; otras, como Ledis y Carolina, militaban en Colombia por la causa palestina. Incluso hubo quien, como Elisa —que no pudo viajar—, fue clave desde Bogotá, organizando actividades y manifestaciones.

Ya en Egipto, se dieron cuenta de que había más latinoamericanos de los que imaginaban. Entre los grupos que iban llegando a El Cairo, Luna encontró incluso a una colombiana que viajaba con la delegación portuguesa. «Fue hermoso y caótico a la vez», recuerda, «no habíamos tenido el tiempo ni los recursos para coordinarnos». Aunque la mayoría logró llegar sin inconvenientes, algunas comitivas fueron deportadas sin siquiera pisar suelo egipcio. En varios casos, los activistas fueron deportados a Alemania y Turquía, lo que representó un golpe duro para el ánimo de quienes participaban.

Durante la conversación, Luna relata con sinceridad las fallas importantes que se presentaron en la organización: «Muchos de nosotros fuimos por nuestros propios medios: vendimos rifas, hicimos colectas. Luego supimos que las delegaciones europeas sí contaban con fondos, especialmente las del norte: Suecia, Noruega, Alemania. Pero lo importante fue que asistimos».

Pese a la desigualdad de recursos entre los países, la iniciativa fue recibida con entusiasmo por la comunidad palestina. «En la región se valoró profundamente esta iniciativa porque, por primera vez, una acción internacional se organizaba desde adentro del mundo árabe, y no desde las capitales occidentales. El objetivo era romper el bloqueo por hambre a Gaza, y eso nos unió», concluye, orgullosa del potencial colectivo que les sostuvo anímicamente, incluso tras la llegada de los paramilitares.

En territorio egipcio se presentaron como la comisión de mujeres colombianas: jóvenes provenientes de distintos territorios de lucha. Fue un momento de conexión importante para el pequeño grupo. Pero justo cuando la marcha empezaba a tomar forma, comenzaron las hostilidades desde Israel hacia Irán. Todo parecía sincronizado. La realidad golpeaba fuerte, mientras ellas se aferraban a la idea de llegar a Gaza.

En El Cairo notaron la presencia disuasiva de fuerzas de seguridad locales y extranjeras. En estos casos, es común que el gobierno egipcio permita el ingreso de patotas al servicio de Israel. Al menos cinco mil personas estaban siendo vigiladas por el Mossad y su tropa árabe.

Luna llegó a Egipto el martes 10 de junio junto a su compañero palestino. Ese mismo día comenzaron las detenciones arbitrarias: cientos de personas fueron deportadas por llevar una kufiyya y otras sin razón aparente. Solo entre el 11 y el 12 de junio, entre doscientos y trescientos activistas fueron deportados sin siquiera pisar suelo egipcio. Desde el exterior, la prensa hablaba de represión, pero vivirlo en carne propia fue distinto.

Con los días, la persecución aumentó. Hombres sin uniforme los seguían hasta hoteles, restaurantes o cafés. Las comitivas se escondían en Airbnbs no registrados — «todos sionistas» , lamenta Luna— para evitar ser localizados, cambiando de lugar cada día. La noche anterior a la marcha, vieron llegar un grupo de extranjeros al mismo edificio, entusiastas, vistiendo símbolos pro-Palestina sin tener noción de la represión que se avecinaba.

El 12 de junio por la mañana aún no sabían dónde era el punto de encuentro. La marcha se había adelantado tres días. A las 11:30, por fin, les llegó la ubicación: debían dirigirse con rapidez a un sitio situado a una hora y media fuera de El Cairo, camino a Ismailía. Empezaron el viaje en taxis, atravesando checkpoints cada vez más hostiles. En el segundo los retuvieron y les obligaron a bajar.

Cortesía: Luna, comitiva colombiana en la Marcha a Gaza, Frente Abya Yala. Egipto, 12 de junio de 2025.

Allí, bajo el sol y la arena, se encontraron con otras 2.000 personas, tiradas en el piso a 48°C, sin agua, sin pasaportes, entregadas a la voluntad de agentes sin uniforme. Tardaron cinco horas en devolverles los documentos. Algunos nunca los recuperaron. Aun así, se negaron a retroceder. El lugar se convirtió en un plantón improvisado: cánticos, kufiyyas al viento, una sola voz pidiendo por vida y paz.

Pasaron las horas. Ya era de noche y ningún representante del gobierno egipcio se había hecho presente. Reinaba la incertidumbre, cuando de repente aparecieron los antidisturbios y grupos paramilitares vestidos con trajes tradicionales. Sin mediar palabra, comenzaron a atacar con látigos y piedras a los manifestantes, mientras la policía observaba sin intervenir. «Vi a compañeros arrastrados del pelo, ensangrentados. Mi compañero, siendo palestino, corría un riesgo mayor. Decidimos huir», recuerda Luna. Esa noche muchos desaparecieron. Otros tuvieron más suerte: fueron subidos a buses sin identificación y deportados inmediatamente. «Nos refugiamos en Giza, escondidos, contactando a quienes pudimos».

Luna y sus compañeros estuvieron 72 horas viviendo en la clandestinidad, resistiendo sin violencia, pero sabiendo que la violencia ya había penetrado la convocatoria. No había escapatoria. Israel había bloqueado la marcha.

El retorno de Luna y Amer a Jordania se dio en circunstancias muy difíciles. Por un lado, enfrentaban la represión del gobierno egipcio en alianza con Israel; por otro, el inicio de las hostilidades contra Irán abría otro escenario bélico en su futuro. Estaban perdidos, sin saber qué hacer. Ya no podían regresar en bus. Por suerte, una luz se encendió en su camino. Con ayuda de la Embajada y de las mujeres de la delegación colombiana, lograron comprar los pasajes aéreos de vuelta a Jordania: 600 dólares por dos vuelos cortos. Aunque salieron con miedo, finalmente pudieron volar, con dos horas de retraso debido a la actividad militar en el espacio aéreo.

Al llegar a Jordania sintieron cierto alivio. Les esperaba una familia —aunque refugiada— en su hogar. Pero la tranquilidad duró poco: al día siguiente, cinco alarmas de misiles rompieron el silencio. Se veían los cohetes encender el cielo, y así fueron recibidos durante tres días más.

Jordania es, literalmente, un estado-pararrayos que intercepta misiles destinados a Israel, pero cuyos fragmentos caen sobre su propia gente: «El año pasado presencié cómo un trozo de misil impactó a 200 metros de mi casa. Nadie dice nada. La prensa local guarda silencio», reprocha, conservando su tono dulce. «Aquí no hay espacio para la expresión pública del dolor. No hay actividades culturales, no hay arte en las calles. Cada quien lleva a Gaza por dentro, pero no puede nombrarla. Como colombiana viviendo en este contexto, el choque es brutal. Es complejo construir comunidad desde nuestro duelo».

Las palabras de Luna dejan al descubierto la confusión de heridas entre dos mundos en los que la muerte, sentada a la mesa día tras día, noche tras noche, no ha logrado corroer el último ruido de esperanza que rompe con el peso terrible del silencio. Ese ruido habilita algunas manifestaciones de arte y memoria, minúsculas más no efímeras, en las que nuestra migrante va dejando huella a punta de pincel y esperanza.

Luna, la otra, la muralista, dice que no es fácil ejercer la policromía en este berenjenal, aunque cuenta con ciertos privilegios por ser extranjera. Aun así, debe tener cuidado: Amer y su familia están asociados a ella, y cualquier actividad puede implicar riesgos para todos. Cuando participa en redes antisionistas, siempre hay vigilancia. Lo sabe. Una vez llamaron a su compañero y preguntaron por ella: sabían de sus conversaciones en WhatsApp, de sus publicaciones y fotos. Todo está monitoreado. «Intento asumir esos riesgos porque tengo algo de margen como extranjera, pero para los palestinos, o incluso para otros refugiados, organizarse o expresarse públicamente es peligrosísimo», asume esta Luna, la cuidadora.

Como si no fueran bastantes las caras de esta Luna colombiana en la marcha a Gaza, la Luna plena trabaja en un campo de refugiados con niños que, a pesar de su corta edad, tienen una conciencia política muy clara. Se reconocen como palestinos, defienden su identidad, entienden la resistencia. Pero el sistema les impide convertir esa identidad en un proyecto de vida. A ella le resulta frustrante ver tanto potencial limitado por la represión. Cuando la conversación nos arrastra a la fachada de la ciudad de Amán, sus riesgos y migraciones, la pregunta por los campos de refugiados se torna ineludible. Se estima que alrededor de la Gran Palestina hay 60 campos.

 

—¿Cómo convive una ciudad como Amán con esa subclase social en la que han convertido a la población palestina refugiada?

Temo que mi pregunta pueda abrir un portal a la desesperanza.

—Los suburbios inicialmente eran las tiendas de los refugiados, pero con el tiempo, y debido a la marginación de esta población, empezaron a construir sus casas con elementos muy básicos —sin previo aviso, como pasa comúnmente con los migrantes, sus recuerdos se mezclan con los olvidos de la tierra natal—. Creo que es algo muy parecido a lo que también sucede en Colombia, ¿no? Como cuando las comunidades indígenas o campesinas llegan a la ciudad y, al enfrentarse al rechazo, se organizan en los márgenes. Aquí pasa algo similar —hace un ademán como señalando las ruinas en su cabeza—: los campos de refugiados terminaron convirtiéndose en zonas empobrecidas dentro de la ciudad. Entonces, cuando uno va para allá, lo que se ve es un barrio marginal o empobrecido. Cada campo de refugiados tiene su propio nombre. En Amán, la capital, hay tres: Jabal El-Hussein en el centro-oeste; Al-Wehdat en el sudeste, y Marka, al norte.

Aunque lleva un año trabajando en la organización Palimar en un campo de refugiados junto a la familia de su esposo en Amán, recapitula sus dos años previos en Europa, cuando comenzó a moverse en espacios humanitarios intentando entender el panorama. Trabajó brevemente con UNRWA. «Fue una experiencia decepcionante» —relata, sin ánimo—. «Muchos voluntarios estaban allí por razones académicas o para mejorar su hoja de vida, no por un compromiso real con Palestina. Casi todos eran europeos sin conexión con la causa».

En los círculos de la ONU no encontró una comunidad política ni un sentido genuino de solidaridad. Por eso optó por acercarse a iniciativas locales, más autónomas, construidas por y para los propios palestinos.

A estas alturas, Colombia y Sudáfrica —a la cabeza del grupo de La Haya— expresan la presunción de utilidad de los instrumentos multilaterales, mientras Yemen e Irán ralentizan la expansión sionista por la vía armada. El panorama multipolar no es alentador. Pese al espectáculo de la inanición, ni China ni Rusia están dispuestos a intervenir en el territorio para salvar a la población gazatí del pisotón del becerro de oro, vencedor, al fin, sobre Moisés y su estirpe.

Por suerte para la pequeña historia de solidaridad internacional de la que goza Colombia —a expensas de su participación en cada aventura militar de los Estados Unidos—, el país ha sabido plantarse en medio del mercado de lástima que se apresura sobre las costas de Gaza, en forma de bultos de comida que caen aplastando gente, rastrillando la última gota de respeto hacia Occidente; en medio del caudal de grandes titulares que corren menos rápido que las armas que envían desde Huntsville, Londres y París; en medio del montón de mentiras que se dicen para encubrir el pecado original que pesa sobre Israel, un Estado ocupante, legitimado por el liberalismo occidental. Democrático y universal, al servicio del capital y las armas, como cualquier potencia colonial de los últimos quinientos años.

Cuando los adalides de la civilización occidental dijeron que los negros no tenían alma, los asesinaron en nombre de Dios. Cuando dijeron que los indios no tenían progreso, los asesinaron en nombre del desarrollo. Cuando dijeron que el islam era una fuerza terrorista a discreción del magnate petrolero de turno, abrieron fuego contra millones. Ni siquiera en los días posteriores al ataque de Hamas pudieron engañar a la opinión pública. Ha de ser por su carácter “democrático y universal” que las acciones sobre el territorio bloqueado de Gaza despedían un cierto tufillo de profecía autocumplida.

Fuera de la órbita civilizatoria europea que torna posible el bloqueo criminal que pesa sobre Gaza, el gobierno colombiano se ha destacado por denunciar el genocidio.

«Creo que la respuesta del gobierno Petro es coherente. En el plano diplomático se han tomado las medidas que están al alcance» —analiza, con una precaución que ya conozco—. «Hasta ahí todo bien. Pero cuando entramos a hablar de empresas o relaciones comerciales, es evidente que hay límites en lo que el gobierno puede controlar».

Luna hace referencia, entre otras cosas, a la exportación de carbón que siguió activa después de que, el 1 de mayo de 2024, el gobierno colombiano rompiera en la plaza pública sus relaciones con Israel. «Sin embargo —continúa—, hay otro frente fundamental: el trabajo que debemos hacer como sociedad colombiana. Hemos normalizado muchas dinámicas del sionismo sin comprender a fondo lo que eso implica. Vivimos expuestos a una propaganda profundamente racista e islamofóbica que nos ha distorsionado la percepción del pueblo palestino. Por eso creo que es urgente reforzar espacios educativos que ayuden a entender la realidad de Palestina y cómo los intereses del sionismo también están ligados a nuestras propias violencias en América Latina».

Desde esa perspectiva, las medidas del gobierno colombiano han sido importantes —opina Luna—, pero deberían ir acompañadas de una estrategia política regional mucho más articulada. En su criterio, es necesaria una coordinación clara con los países del Sur Global —Argentina, Brasil, México, entre otros— para conformar un bloque con voz y acción conjunta frente al genocidio palestino. «Como presidente pro tempore de la CELAC, Petro podría asumir ese liderazgo» —propone, mirando a la cámara antes de despedirse—. «Es hora de que se cree una estructura sólida desde América Latina que piense una estrategia de contención, solidaridad y resistencia frente al régimen sionista».

Y, aunque se han hecho esfuerzos importantes desde la sociedad civil colombiana, en su posición —como colombiana viviendo en territorio cercano a la ocupación— Luna afirma que no es suficiente. Su presencia no es respetada, y en múltiples ocasiones ha enfrentado obstáculos y tratos discriminatorios por su pasaporte colombiano. Por eso considera que se necesita un respaldo más fuerte, más articulado. No basta con el gesto individual: se requiere una red de solidaridad efectiva, clara y coordinada desde el Sur Global, por el derecho a existir de Palestina.

Nota: parte de este artículo fue publicado originalmente en TRT en Español. Ver en el siguiente link:https://trt.global/espa%C3%B1ol/article/71730d41a2ea

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