jueves, marzo 6, 2025
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Historias de colonos y resistencia

A orillas del río Cimitarra se asentaron campesinos colonos que huían de la violencia. Buscaron refugio en un valle en las estribaciones de la serranía de San Lucas para resistir en pleno corazón del Magdalena medio

René Ayala B
@Reneayalab

La cimitarra es una hoja de acero curva, un arma temible, que los árabes hicieron legendaria en el califato del sur de España, el próspero Al-Ándalus, durante casi 400 años. El arma y la palabra fueron castellanizadas tras la derrota de los moriscos y apropiadas en el lenguaje y la vida diaria de los habitantes de la antigua Hispania romana, que empezaba a unificar reinos y a aprestarse para que la fuerza del destino les diera “encontrarse” con las Indias occidentales: el nuevo mundo para ellos, nuestra América, violentada y avasallada, para convertirse en el nuevo y más poderoso imperio de su tiempo.

Los conquistadores trajeron consigo, además de la cruz, el arcabuz y la cimitarra como elementos de dominación, el lenguaje y su marca para hacer parte de nuestra historia. Fue así como en su abrumadora y sanguinaria búsqueda de la ruta de El Dorado y la defensa de sus posiciones de avanzada en el río Magdalena y los ríos Carare y Opón, defendida bravíamente por el pueblo de los yariguíes, los invasores de fuego y acero fundarían entonces, en 1536, el enclave que denominaron Cimitarra, en homenaje a su arma milenaria que abría la selva casi inexpugnable y se destacaría feroz y victoriosa en las desiguales batallas con la resuelta resistencia indiana.

Camino a San Lucas

En su apetito voraz y delirante por el oro, las huestes españolas padecieron los terribles efectos al penetrar el río grande de la Magdalena, como lo llamaron; infestado de saurios y víboras, una jungla viva, espesa, una manigua infranqueable, llena de nubes de mosquitos que picaban sin tregua, y de hombres desnudos armados con flechas y piedras que los repelían con furia. Pero podían más la ambición y la lógica del sacrificio judeocristiano que los animaba.

Así entraron al interior del desconocido continente y hallaron ríos de caudales furiosos que alimentaban el Magdalena y con el color del oro que buscaban, avanzaron por aguas turbias llenas de animales míticos, surcados por bandadas de aves maravillosas, multicolores y bulliciosas, un río lleno de ruidos nuevos, a la vez mágicos, a la vez terroríficos. Ese río que remontaban, en la orilla opuesta al fuerte de Cimitarra, era la expresión viva de su vieja arma, merecía llamarse así también.

Por allí entraron para encontrar en esas montañas de la hoy conocida como serranía de San Lucas, el anhelado oro a borbotones. Derrotaron a los pueblos que habitaban milenariamente la región, y que utilizaban ese metal brillante como un objeto ritual, no para presumirlo ni para acumular riquezas, más bien como una conexión con la tierra que era su nervio y sangre. Para los españoles, en cambio, era ese deseo que los llevaba al paroxismo de la acumulación y el poder, realizando sacrificios casi sobrehumanos y ejecutando horrorosos crímenes por tenerlo: nada de eso ha cambiado en 500 años.

El pueblo

Hoy, para el imaginario colectivo, Cimitarra, el antiguo enclave conquistador, es un municipio del Magdalena Medio santandereano, más conocido por la violencia que lo ha azotado que por su producción agrícola o ganadera, y mucho menos por su historia en la construcción de la nación desde la Conquista y la resistencia de los pueblos originarios. Terribles masacres lo hicieron conocido en el mapa de la violencia paramilitar estatal en los años 80 y principios de los 90.

Allí nació el criminal grupo del MAS, financiado por narcos y terratenientes, con presencia de mercenarios israelíes que lo entrenaron en técnicas de asesinato, poniéndole su impronta al nuevo ejército de la muerte.

En octubre de 1987, diecinueve comerciantes fueron secuestrados en jurisdicción del municipio y, posteriormente, asesinados y desaparecidos; a pocos kilómetros de allí se perpetró la horrible masacre contra miembros de una comisión judicial, en el sector de La Rochela, el 18 de enero de 1989.

En 1990, la reconocida periodista Silvia Duzán, junto con directivos de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare (ATCC), fueron masacrados en la plaza principal del pueblo. Sin empacho, los sicarios recogieron las armas de la estación de Policía y se resguardaron en las instalaciones del batallón del Ejército.

El descaro de la connivencia de las fuerzas del Estado y las tenebrosas estructuras paramilitares no era nuevo, en 1978 la mayoría del Concejo municipal, miembros del Partido Comunista, fueron asesinados en absoluta impunidad por los sicarios de gamonales y políticos.

El río

Esta realidad violenta en la región del Magdalena Medio, y además la continuación de la violencia política desatada desde 1948, llevó a miles de campesinos a huir a la periferia de las ciudades y a otros a refugiarse en las montañas, que conocían desde siempre.

Muchos se refugiaron en las laderas de la cercana serranía de San Lucas, un territorio cercano para los campesinos. Venían de Yacopí, Vuelta Acuña, sobrevivieron de la carnicería contra los comunistas en estas regiones, otros huían de otras latitudes por defender sus ideas y sus familias.  Así llegaron a la otra Cimitarra, el río, una tierra de esperanza, aún ajena al apetito de terratenientes y narcos, casi virgen. La tierra prometida al otro lado del Magdalena.

La tierra

Allí empezaron su nueva vida. Su tradición de lucha social llevó a varios a ser concejales del municipio más cercano, Yondó. Pero la violencia no los dejaba en paz, llegaron los sistemáticos asesinatos contra la Unión Patriótica, fueron obligados a refugiarse de nuevo en la montaña, aún el río Cimitarra era un oasis en medio de la barbarie.

Fue así como decidieron construir su vida en ese territorio. Abrirían fincas, respetarían el cauce del río, sus animales, el tigre, el mico aullador, la danta, las tortugas; cazarían pequeños animales de monte para su subsistencia, pero garantizando su conservación, pescarían sin métodos que pusieran en riego las especies, cortarían madera del bosque, pero mantendrían la selva virgen que seguía impenetrable desde tiempos inmemoriales.

Para ello construyeron sus acuerdos comunitarios, trazando una línea para definir una frontera clara entre lo que serviría para su subsistencia y lo que había que cuidar para la humanidad. Allí empezaba la historia fascinante de la línea amarilla, arriba del río, en la antigua pero nueva Cimitarra.

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