La decisión del gobierno estadounidense de descertificar a Colombia en su lucha contra las drogas, es la más reciente muestra de injerencia en los asuntos internos del país, y revela el verdadero carácter político de la medida
Federico García Naranjo
@garcianaranjo
En noticieros de televisión, tertulias radiales y programas de opinión, en las últimas semanas no se ha hablado de otra cosa diferente a la posible descertificación que Estados Unidos daría a Colombia, por sus malos resultados en la lucha contra las drogas. Se ha discutido hasta la náusea que Colombia merece la descertificación por el aumento de los cultivos de coca y el fortalecimiento de los grupos armados.
El Gobierno y sus voceros responden que el fracaso es de la política antidrogas en general, que el aumento en los cultivos forma parte de una tendencia de una década, y que el Gobierno ha cambiado el enfoque, dejando de perseguir a los campesinos cocaleros y persiguiendo a los narcotraficantes, con el producto ya terminado, llegando a un promedio de dos toneladas diarias de cocaína incautadas.
Como sea, la decisión del gobierno de Estados Unidos de descertificar al país, sin duda tiene repercusiones en la política interna de Colombia y en la propia lucha antinarcóticos, que se verán en las semanas siguientes.
Cómo llegamos aquí
El proceso de certificación a países por la lucha contra las drogas por parte de Estados Unidos, tiene su origen en la Ley de Asistencia Extranjera (Foreign Assistance Act) de 1961, un instrumento legal diseñado para impedir la influencia de la Unión Soviética en el hemisferio. Entre 1986 y 1988, con Ronald Reagan en la Casa Blanca, se le dio a la ley un enfoque antidrogas, con la aprobación de las leyes contra el narcotráfico.
Si bien en su origen la ley reconoció a 28 países sujetos de certificación, hoy el mecanismo se impone a 23: Afganistán, Bahamas, Belice, Bolivia, Birmania, China, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, India, Jamaica, Laos, México, Nicaragua, Pakistán, Panamá, Perú y Venezuela.
El proceso burocrático de la toma de decisión sobre certificar o no a un país, comienza con el informe que presenta la agencia antidrogas, DEA, el que es evaluado por instancias como el Departamento de Justicia y el Departamento de Estado, hoy encabezado por Marco Rubio, un politiquero ultraconservador de la Florida, sin muchas luces para la comprensión de la correlación de fuerzas geopolíticas, pero con muchos ánimos de vendetta contra cualquier cosa que huela a izquierda. Tras un proceso de consulta, la decisión final recae directamente en el presidente de Estados Unidos.
La descertificación implica que el país no está cumpliendo con su parte en la lucha contra las drogas, y como consecuencia se expone a la suspensión de hasta el 50% de la asistencia exterior que entrega Estados Unidos, y a la oposición de ese país al otorgamiento de préstamos en la banca multilateral, como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Interamericano de Desarrollo. El mecanismo contempla tres posibilidades de aplicación. La certificación plena, la descertificación plena y la certificación con excepciones, o waiver, que ya ha sido aplicada a Colombia en ocasiones anteriores.
Durante los años 80 Colombia fue certificada, pero en 1995, bajo la presidencia del socialdemócrata Ernesto Samper y en medio del sonado “proceso 8000” sobre el ingreso de dineros del cartel de Cali a la campaña presidencial, Colombia obtuvo una certificación parcial, para luego ser descertificada en 1996 y 1997. En 1998, con el triunfo del conservador Andrés Pastrana, el país volvió a ser certificado, demostrando el carácter político de la herramienta. Eso sí, en muchas ocasiones la certificación ha sido acompañada por llamados de atención, tirones de orejas y reconvenciones sobre los pobres resultados.
Consecuencias
La descertificación de Colombia por parte de Estados Unidos en la lucha contra las drogas, tendrá unos efectos más o menos inmediatos en la financiación de casi 200 millones de dólares, destinados en especial al mantenimiento y operatividad del aparato de persecución al narcotráfico. Ello sin duda tendrá consecuencias negativas para el control del flujo de drogas, ya que, al disminuir los recursos, disminuyen las posibilidades de interdicción.
En términos políticos, la descertificación será utilizada por la oposición de derecha, como argumento para justificar la idea de que el presidente tiene una política exterior errática y torpe. Sin embargo, también es la posibilidad de que Petro sea percibido como un perseguido por el gobierno de Estados Unidos, y convoque a su alrededor un sentimiento patriótico y nacionalista.
La farsa de la lucha antidrogas
Lo cierto, independientemente del sentido de la decisión del gobierno estadounidense, es que el problema de fondo con la lucha antinarcóticos no es la protección a la salud de la juventud ni la persecución a las mafias, sino su uso como herramienta geopolítica de presión contra países periféricos, como Colombia. Ese es el verdadero propósito de la prohibición y la consecuente guerra contra las drogas.
Por eso la guerra contra las drogas ha sido un éxito, para el gobierno de Estados Unidos, por supuesto. Más allá de la enorme hipocresía que supone que el país más narcotizado del mundo y que alberga a las peores mafias, otorgue “certificaciones” de buena conducta a otros países, en Colombia el país mediático habló durante semanas sobre las posibles consecuencias de una descertificación, ocupó a los formadores de opinión más consultados y dio para que los noticieros tuvieran una chiva impactante al abrir sus emisiones.
Más allá de la dependencia de los recursos en juego, lo llamativo fue la vergonzosa actitud colonial de casi todos, antes poderosos y arrogantes, ahora cruzando los dedos por una certificación.