Nacida como Joanne Byron, ella se convirtió en Assata Shakur, Pantera Negra, activista perseguida, exiliada. Hasta su muerte, siguió siendo un símbolo de dignidad y rebelión
Anna Margoliner
@marxoliner
El 25 de septiembre de 2025, en La Habana, Cuba, se apagó a los 78 años la vida de Assata Shakur, nacida JoAnne Deborah Byron, también conocida como Joanne Chesimard. Cuba, donde vivía exiliada desde 1984 por voluntad propia, tras huir de una condena de por vida en Estados Unidos, confirmó que su muerte se debió a problemas de salud y la avanzada edad. Su hija Kakuya Shakur lo anunció públicamente, compartiendo el dolor del final de una vida marcada por la lucha, la controversia y la esperanza silenciosa de quienes la vieron como símbolo de libertad.
Semillas de conciencia: juventud y Panteras Negras
Assata creció entre los dos mundos del racismo institucional en Estados Unidos: nació en Queens, Nueva York, en 1947, vivió parte de su juventud en Carolina del Norte bajo segregación, y más tarde regresó al norte con la conciencia ya despierta. En las aulas universitarias, vio cómo las desigualdades raciales no eran excepción sino norma.
Se unió al Partido Pantera Negra, donde encontró comunidad y propósito. Las Panteras Negras le enseñaron que el activismo no era solo protestar, sino asumir la dignidad propia, organizar, exigir servicios sociales, desafiar la policía, articular un discurso de autoafirmación y autodefensa.
Radicalización como respuesta
Para Assata, las Panteras fueron punto de partida. Las contradicciones políticas, la represión estatal, los ataques al movimiento la empujaron hacia formas de acción más militantes. Se integró al Black Liberation Army (BLA), una organización clandestina que creía que, la resistencia armada, era una respuesta necesaria a la violencia racial persistente. Fue este cambio el que la puso en el centro de los enfrentamientos más intensos con el Estado, con alianzas peligrosas, persecución policial, juicios controvertidos y, finalmente, su condena por el asesinato de un agente estatal en 1977. Ella siempre sostuvo su inocencia en ese caso, afirmando que cuando fue herida tenía las manos en alto.
Exilio, supervivencia y construcción de una leyenda
Mientras muchos encarcelados aceptan derrotas, Assata huyó. En 1979 escapó de la prisión con ayuda del BLA. En 1984 se le concedió asilo en Cuba, donde vivió décadas bajo la protección del Estado revolucionario. En el exilio escribió, habló, inspiró. Escribió su autobiografía Assata: An Autobiography, se convirtió en musa y referencia: para activistas, músicos, poetas. Fue incluida como la primera mujer en la lista de los “terroristas más buscados” del FBI, con una recompensa millonaria por su captura. Pero como muchos han señalado, pese al estigma legal, su voz fue siempre de resistencia más que de violencia.
Panteras Negras: el crisol de su compromiso
Las Panteras Negras fueron más que su primera escuela política: representaron lo que Assata pensaba debía ser una esperanza colectiva. Desde el suministro de alimentos hasta clínicas de salud gestionadas por y para la comunidad afrodescendiente, las Panteras crearon espacios donde la dignidad pudiera florecer en medio del racismo dominante. En esos espacios, Assata encontró no solo compañerismo, sino también el reconocimiento de que la resistencia exige sacrificio personal, valentía y permanencia, aun cuando la historia se cierna con juicios injustos, violencia policial y traiciones.
Fue allí donde se forjó la convicción de que «libertad» no es solo un ideal, sino una práctica cotidiana y comunitaria. Donde el cuidado mutuo, la solidaridad con los negros oprimidos y la vigilancia de la policía —como fuerza de control sobre cuerpos negros— se volvieron no solo demandas políticas sino urgencias de supervivencia. Su pertenencia a las Panteras fue decisiva para que fuera vista no solo como militante radical, sino como símbolo de algo más amplio: la resistencia negra, la demanda de justicia estructural y la dignidad robada.
El legado de la resistencia frente al olvido
Assata murió físicamente, pero su nombre ya pertenece al patrimonio de los movimientos por la justicia racial. Para Black Lives Matter, para quienes protestan frente a la brutalidad policial, para quienes reclaman derechos sociales, Assata es faro: una que no pidió permiso para exigir igualdad, una que no aceptó que sus cadenas apenas fueran simbólicas.
Los homenajes tras su muerte han sido múltiples: activistas que la celebran, gobiernos estatales que la condenan, medios que la debaten. Lo importante es que su vida demostró que resistir también es existir y que no hay silencio que aplaste una historia cuando esta se convierte en canto compartido. Las Panteras Negras, a través suyo, mostraron que la lucha negra no es viento fuerte, sino raíces profundas.
Un llamado para seguir
En medio del duelo, la noticia de su muerte insta a reflexionar: ¿qué significa realmente justicia para los afroamericanos hoy? ¿Qué herencia tomaremos de figuras como Assata Shakur? Ella vivió acusada, perseguida, exiliada; siguió hablando, escribiendo, organizando. No fue perfecta, enfrentó críticas, controversias, heridas físicas y morales, pero nunca dejó de decir: «Nos debemos la libertad.»
Quienes la vieron como criminal verán en su muerte el cierre de un capítulo; quienes la vieron como revolucionaria saben que un nombre no muere mientras su idea sigue encendida. Assata Shakur falleció, pero la llama de las Panteras Negras, de la resistencia negra, de la dignidad que ella defendió, continúa viva.
Las panteras negras, a través suyo mostraron que la lucha negra no es viento fuerte, sino raíces profundas.