jueves, marzo 28, 2024
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Una dura prueba de confianza

Los colombianos ahora tenemos la oportunidad de escribir nuestra historia y de encontrarnos en la búsqueda democrática de cambios. Las FARC ya dieron su paso, pero las transformaciones de fondo que requiere el país son tarea de los pueblos.

El presidente Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño Echeverry ‘Timoleón Jiménez’, máximo comandante de las FARC, firman el acuerdo sobre el fin del conflicto en La Habana. Foto: Juan David Tena (Presidencia).
El presidente Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño Echeverry ‘Timoleón Jiménez’, máximo comandante de las FARC, firman el acuerdo sobre el fin del conflicto en La Habana. Foto: Juan David Tena (Presidencia).

Editorial de El Turbión

Al fin llegó el cese el fuego bilateral, un pacto definitivo para el tránsito de las FARC-EP de guerrilla a partido político sin armas. Se necesitaron 52 años para que esto pasara, pero aún falta trecho para que Colombia alcance una verdadera paz con dignidad para todos.

La paz en Colombia ha sido esquiva

El país recibió el siglo pasado con múltiples guerras civiles que fueron siguiéndose unas a otras hasta finales de la década del 40, cuando la intolerancia política y el despojo de tierras por parte de los terratenientes conservadores llevaron a los campesinos a alzarse en armas para defender sus vidas en varias regiones del país, aunque fue en el sur del departamento del Tolima donde la guerrilla comunista tuvo su cuna.

Durante 18 años, las autodefensas campesinas allí nacidas pasaron por innumerables combates para proteger la vida de cientos de hombres y mujeres humildes en medio de la época de la violencia bipartidista, un armisticio de las guerrillas de los llanos orientales por parte del gobierno del dictador Rojas Pinilla -cuyas promesas a los insurgentes nunca se cumplieron- y una constante persecución que llevó a esos campesinos a convertirse en colonos en diferentes zonas del país.

En 1964, en medio de un intento del Estado colombiano y los EE.UU. por aniquilar la resistencia armada, el movimiento de 48 familias campesinas pasó de dedicarse a la autodefensa a plantearse que su alzamiento buscaba deponer a quienes tradicionalmente han ejercido el poder en Colombia e instaurar un gobierno de los pobres, como había pasado en Cuba, China, Corea del Norte y Vietnam, entre otros países. Así, había nacido lo que inicialmente se llamaba Ejército Revolucionario de Liberación Nacional y que poco después pasaría a llamarse Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Apenas un año después, dos nuevas organizaciones insurgentes, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL), se lanzaron a las trochas para que los campesinos y trabajadores se tomaran el poder ante la imposibilidad de lograr un mínimo de apertura democrática en el país y, de la misma manera, lo harían decenas de organizaciones en medio de la explosión social de los años 70, como el M-19 y el Movimiento Armado Quintín Lame, ente otras.

Han pasado 52 años luego de que la persecución a los campesinos y el posterior alzamiento de las FARC dieran origen a la actual guerra. Posteriormente, dos procesos de diálogo fallidos, el de La Uribe en 1984 y el de el Caguán en 1999, impidieron que se concretaran acuerdos para dirimir las diferencias políticas por medios diferentes a los bélicos y romper con esa sórdida característica de nuestra historia. Allí radica la importancia de que, el pasado jueves 23 de junio, el presidente Santos y ‘Timoleón Jiménez’ hayan firmado un histórico acuerdo para que, finalmente, se inicie el cese el fuego bilateral y la recta final del conflicto en Colombia.

Termina sólo una de nuestras guerras

No obstante, este no es el fin de la guerra. Hay que poner los pies sobre la tierra, no generarnos falsas ilusiones y entender que hay muchos contendientes armados en Colombia. Sin embargo, la firma del acuerdo demuestra la voluntad del gobierno Santos y las FARC para culminar un complejo proceso de diálogos cuyo resultado será la dejación de las armas por parte de las FARC a cambio de que el Estado cumpla con unas reformas pactadas en La Habana que, si bien significan importantes avances dentro del actual marco político y deben recibir todo el apoyo de los movimiento sociales, no tienen los alcances revolucionarios que motivaron la rebelión de los insurgentes ni satisfacen ninguno de los cambios de fondo que reclama el pueblo colombiano.

El acuerdo firmado el jueves ha sido celebrado por miles de personas a nivel nacional y, por tratarse de un hecho sin precedentes, estas muestras de alegría son más que merecidas. Sin embargo, no hay que perder de vista que el periodo que empieza presenta enormes retos y que uno de ellos es que las partes, gobierno y guerrilla, hacen una durísima prueba de confianza entre enemigos. Tampoco es de obviar que todas las cartas están en la mano del Estado, que es quien tendrá control en el perímetro de las 22 Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN) y los 8 campamentos temporales en los que se ubicarán los miembros de las FARC hacia el desarme. Mientras tanto, esa organización deberá tener fe en que su enemigo no traicione lo pactado, ya sea por la presión de la ultraderecha encabezada por el expresidente Uribe o por alguna de las características maniobras inesperadas de Santos. Por esto, tanto las labores de verificación por parte de las Naciones Unidas y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac) como la movilización ciudadana en defensa de lo logrado hasta el momento se someterán a una dura prueba.

De otra parte, no se puede ignorar que la guerra colombiana no se limita a la confrontación entre el Estado y las FARC. Si bien esa guerrilla ha tenido un papel fundamental en el conflicto, las otras organizaciones insurgentes que sobreviven al Plan Colombia, el ELN y el EPL, mantienen también una importante capacidad de fuego, zonas bajo su control y una base social nada despreciable que las plantea como una amenaza importante para un gobierno que juega tanto la carta de la paz como la de la presión militar constante para forzarlas a desintegrarse, rendirse o aceptar una negociación desventajosa. Esto lo demuestra la actual arremetida militar y política contra esas organizaciones y la injustificable dilatación del inicio de las negociaciones con el ELN en Quito.

La otra parte de la violencia

Asimismo, hay que recordar que las guerrillas no son las únicas protagonistas de la guerra colombiana y que, con el anuncio del jueves, tanto la Fuerza Pública como el paramilitarismo y el crimen organizado van a tener un papel destacado en los ‘tiempos de paz’ por venir.

De una parte, Santos ha anunciado hasta el hastío ante el alto mando militar que no permitirá que se reduzca en un solo hombre ni en un solo peso los astronómicos recursos de los que dispone la Fuerza Pública gracias al Plan Colombia -que posibilitó, entre otras cosas, la inserción del generalato en la élite del país-, y que los uniformados podrán estar tranquilos ante la justicia transicional porque el gobierno les dará todas las garantías. De otra, se ha comprometido en la mesa de La Habana a un combate sin tregua al paramilitarismo y al crimen organizado que resulta bastante dudoso, habida cuenta de que estos han sido acolitados y promovidos permanentemente por el Estado, y del paro armado que hace tres meses adelantó uno de estos grupos en siete departamentos del país.

Así, y con mucho protagonismo, las decisiones sobre la guerra también las tienen los eternos dueños del poder en el país que, junto con los EE.UU., han determinado que las Fuerzas Armadas y la Policía se hayan ceñido hasta la fecha a la paranoide y cruel doctrina del enemigo interno, donde para garantizar el control social sobre la población se ha recurrido a que los uniformados cometan todo tipo de violaciones de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, y a que desarrollen una especie de simbiosis con el paramilitarismo y el narcotráfico que en lo esencial sigue siendo la columna vertebral de la estrategia de guerra de las elites colombianas, ahora dirigida hacia el dominio de las ciudades.

Sin la resolución de abandonar el paramilitarismo como política de Estado y sin una actuación contundente contra las estructuras de extrema derecha que atenten contra la paz o pretendan continuar el genocidio contra los movimiento sociales iniciado en los años 80 los disparos de fusil no cesarán del todo.

Lo que viene

El proceso que viene fue descrito el jueves como una dejación de las armas paulatina pero rápida, de apenas 6 meses. Las preguntas frente al futuro son muchas: ¿podrá el Estado garantizar la protección de habitantes y excombatientes en las zonas de concentración? ¿cuál será la protección de la que gozarán las comunidades y ecosistemas en los territorios tradicionalmente controlados por las FARC que ahora no tengan presencia de sus combatientes? ¿cómo se garantizará a los guerrilleros su paso a la vida civil y al ejercicio político legal, teniendo en cuenta la tradición persecutora del Estado? ¿qué tanta voluntad tienen las clases dominantes de cumplir con lo pactado? ¿alcanzarán estos acuerdos a definir realmente un nuevo panorama para el país? Sin duda, la incertidumbre es el común denominador ante estas cuestiones. Sin embargo, el paso de las FARC-EP está dado, con los riesgos que tiene confiar en un contendiente como el establecimiento colombiano.

Además, con el cese bilaterial y el desarme viene un proceso de refrendación e implementación de acuerdos de altísima complejidad en el que todos los colombianos debemos respaldar lo alcanzado en la mesa de negociación y solidarizarnos con el regreso de los excombatientes a la vida civil. Esto, claro, sin perder de vista que no era tarea de las guerrillas resolver todos los problemas del país y que el Estado no cedió un ápice respecto al modelo económico.

Así las cosas, los colombianos ahora tenemos la oportunidad de escribir nuestra historia y de encontrarnos en la búsqueda democrática de cambios. Las FARC ya dieron su paso, pero las transformaciones de fondo que requiere el país son tarea de los pueblos.

El Turbión

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