Una historia donde “morir o vivir” en las corrientes de un río de olas furiosas, es el día a día y la noche a noche de una familia desplazada en la cordillera. Pescar en medio de la guerra es una afrenta al poder de las armas
José Martínez Sánchez
La repentina desaparición de la negra Macaria no dejó heridas tan profundas en el corazón de Cheche Aguas como la muerte reciente de su hijo Epimundo. Daba tristeza verlo llegar todas las mañanas a la orilla del río con sus pies rajados por el uso, su pecho blando y su mirada ausente tendida sobre las aguas oscuras. Siempre bajaba a la misma hora desde que Epimundo le gritó con los brazos abiertos:
—¡Hay peces en el río, padre Cheche! ¡Es tiempo de subienda!
Cheche Aguas desmontó la pendiente del cerro, entró en las aguas espesas y abordó la canoa.
—Vamos a revisar los anzuelos —dijo.
Y ambos se internaron río adentro, donde los hombres de las orillas se disputaban con las olas el derecho a la vida, tiraban las redes y esperaban.
Los veían llegar más alegres que nunca, cantando en voz alta los estribillos de los acordeoneros que visitaban el puerto.
—Es hora de pescar, Cheche Aguas.
—De pescar y vivir.
Buscando un sitio tranquilo
Se habían unido al grupo de pescadores después de remar río abajo durante muchas noches, cuando la posibilidad de hallar un sitio tranquilo empezaba a perder imagen en sus mentes cansadas. La luna brillaba aquella vez con intensidad inusitada, perforaba las copas de los higuerones, arrancaba rayitos de plata a los derrubios frente a los cuales se deslizaba la canoa al amparo de la noche. Los pescadores desentrañaron el ruido de los remos al chocar contra la corriente.
—¡Quién anda ahí!
—Somos forasteros —dijo Cheche Aguas—, buscamos un lugar tranquilo para vivir.
Varios hombres se aproximaron a la barranquera, acompañados de algunas mujeres y niños. Examinaron largamente el contenido de la canoa y los rostros de los ocupantes.
—Pueden salir —dijo una voz anónima por encima de las últimas raíces que daban al río—. Nosotros huimos del peligro.
Arrimaron la canoa a la orilla y treparon por un sendero de hojas mezcladas con el cieno. Los hombres habían improvisado una cabaña para guarecerse mientras amansaban la tierra. Cheche Aguas y Epimundo se quedaron haciéndoles compañía.
“Nos quedaremos aquí”
Trabajaron fuerte y rápido durante muchos días. Y la luna fulguró y se ocultó tantas veces entre los domos de tierra negra, donde muchos hombres inventarían la vida. Cheche Aguas y su hijo construyeron su morada en lo alto del cerro, una choza de palma con un corredor amplio desde donde podían contemplar el juego cambiante de las olas, el paso de los barcos de carga y los grandes troncos mutilados por el río. Daba alegría verlos allí juntos, comentando los rumores de los pescadores:
—Tal vez tengamos que partir un día de estos, padre Cheche.
—Nos quedaremos aquí, Epimundo.
—Dicen que destruirán los ranchos con dinamita, si es necesario.
—Si es necesario moriremos, hijo mío.
En memoria de Macaria
Cada subienda, marchaban por las tardes a vender el pescado. Iban y venían por la ruta limpia del río. Repetían los estribillos de los acordeoneros que alegraban como aves de paso las cantinas del puerto. Negros y negras bailaban noches enteras al ritmo de los acordeones hasta caer abrazados por el fuego sin fuga del amor cantado. También Cheche Aguas había bailado estrechito con la negra Macaria, la madre de Epimundo. Recordaba las palabras de sus amigos cuando ella vivía a su lado:
—Ese hijo tuyo es la misma estampa de su madre.
—Porque es de Macaria, mi negra.
Habían gozado en los hondones del tiempo, más allá del puerto, junto al río. El día que ella desapareció la vida se le hizo imposible.
—Epimundo…
—Estoy a tu lado, padre Cheche.
—Vamos a buscar vida a un puerto lejano.
—Lo que digas, padre Cheche.
Habían remado río abajo contra el empuje de las tempestades. Días y noches contra el hambre y el agotamiento.
—¡Quién viene ahí!
—Somos forasteros…
Pensaban vivir muchos años el uno para el otro hasta que la misma vida les presentara una variante.
—Hasta la muerte, padre Cheche.
—La tuya o la mía, Epimundo.
Todo ocurrió tiempo después de que los hombres de la orilla le dijeran sonrientes:
—Es hora de pescar, Cheche Aguas.
—De pescar y vivir —había dicho.
La muerte certera del hijo
Un claro de luna despejaba la corriente furiosa. Ambos habían resuelto volver al rancho para reparar las redes cercenadas por los peces hambrientos. Fue algo simple para los hombres del bote. Cheche Aguas oyó el zumbido de las olas que iban a morir en la orilla del río. Luego la descarga, el grito de su hijo y el golpe certero de los fugitivos.
—¡Epimundo!
La muerte.
Esa noche hubo llanto de viejo en la morada del cerro. Al día siguiente, frente al montículo de la pendiente, los pescadores encontraron a Cheche Aguas sentado en la piedra del camino.
—Es hora de morir, pescadores.
—De morir o vivir —agregaron ellos.
Y echaron a andar pensativos hacia las canoas, convencidos de que sólo había una manera de mantenerlo con vida.
* Del libro “Informe de cordillera” y otros cuentos