«No queremos irnos de tu casa, no queremos destruir tu hornillo, queremos poner el pote sobre el hornillo. Casa, pote y hornillo que permanezcan, y tú, desaparece como el humo en el cielo al que nadie retiene”
Sarah Daniela Quintero Ruiz
Decía Walter Benjamin, en medio del exilio, que “la expulsión de los judíos de Alemania se llevó a cabo (antes de los pogromos de 1938) dentro de la actitud que se describe en este poema.
Es inevitable atender de nuevo a las palabras de Benjamin en medio del contexto de deportaciones masivas decretadas, al parecer, a modo de preámbulo para «la solución final» ejecutada (ya no sólo en Gaza) por parte de una potencia mundial en decadencia. Y es que “la casa” del migrante ha sido ocupada durante décadas por Estados Unidos bajo su política de expansión imperialista; pero, a la par, las pertenencias («el hornillo», «el pote») y la casa provisional conseguida a pulso de largas jornadas de trabajo en suelo extraño no son, como se ha visto, aquello de lo cual la oligarquía norteamericana quiere deshacerse.
Prueba de ello son las denuncias por parte de la población deportada y detenida en redadas sobre el despojo de sus pertenencias y la desprotección jurídica (2) que sucede al abandono sus casas, familiares y horizonte vital construido, las más de las veces, durante años. “Desaparece como el humo en el cielo”, ha dicho Trump en representación de la minoría capitalista que le acompaña, al latinoamericano, al árabe, al asiático, incluso al estadounidense empobrecido, al sospechoso habitual susceptible de ser acusado. “Desaparece”, sí; y toda la riqueza creada y todos los bienes adquiridos, “que permanezcan”.
Justificaciones bienpensantes
Hace algún tiempo, cuando las medidas de deportación contra la población colombiana se hicieron materia de discusión pública, el carácter “razonable” de las deportaciones masivas y el fetichismo formalista hicieron gala en las opiniones de algunos afamados intelectuales y periodistas de corte liberal biempensante. Una buena parte insistió en los acuerdos diplomáticos y recordó que los vuelos de deportación, con hombres y mujeres encadenado, eran rutinarios
Otros intentaron pasar por noble su aceptación de las condiciones impuestas por EE.UU. a los convenios vigentes en materia de deportaciones, reprendiendo a cuantos no querían pensar en los “problemas verdaderos”, como la migración interna según el periodista Yohir Akerman
Otras de las personalidades públicas de la esfera mediática colombiana reprodujeron, sin sonrojarse, las palabras del actual secretario de Estado de los EE.UU., Marco Rubio, quien al ser preguntado por la devolución de los primeros vuelos de deportación en condiciones que atentaban contra los derechos e integridad de los colombianos, respondía: “sentimos que teníamos un trato, Colombia firmó un trato, firmaron un papel que decía “sí, envíennos estos aviones”
Tal es el caso de Sandra Borda y quienes, empeñados en la defensa de los artificios metodológicos y lógico-formales más estériles frente a las evidencias de la realidad, se plegaron a los discursos sobre la diplomacia, urdiendo a las negociaciones y apelando a la “normalidad” de las deportaciones. Todos obviaron, sin embargo, la pregunta más sencilla y necesaria: ¿aquello que se sanciona según derecho es justo por naturaleza? ¿La sola forma del derecho es sinónimo de justicia?
Para formular una respuesta basta dar un vistazo a lo ocurrido con 238 inmigrantes venezolanos expulsados arbitrariamente por el gobierno de los EE.UU. y condenados, sin pruebas, juicio previo o sentencia, en calidad de criminales, al Centro de Confinamiento del Terrorismo – CECOT, una de las mega cárceles construidas por Nayib Bukele en El Salvador.
La ilegalidad legal
La utilización acomodaticia del orden legal, en este caso de la “Ley de Enemigos Extranjeros” decretada por EE.UU. en 1798, y empleada exclusivamente en contextos bélicos, dió lugar a una situación de vulneración rampante de los derechos humanos, creó un escenario de total injusticia.
Una orden del siglo XVIII permitió al hoy presidente Donald Trump expulsar a quienes consideraba intrusos y delincuentes, ello apoyado en la facultad de “acusar, encarcelar y/o deportar a ciudadanos de una nación ‘enemiga’ sin trabas”; una facultad estatuida formalmente en la Constitución norteamericana, aunque tiempo atrás.
Y es que quienes, cual cura en el púlpito, lanzaron reproches contra aquellos que obstruyeron o cuestionaron los designios supremacistas convertidos en norma por Trump en su segunda presidencia, no sólo consintieron disposiciones legales que vulneran los derechos y la dignidad humana, sino que se alinearon al “líder del mundo libre” en su avanzada en contra de la clase trabajadora, la población migrante, y todos aquellos que sobreviven en condiciones inhumanas, cuando no precarias (¿Cómo no hacerlo si dicho líder actuaba “según derecho”?). Lejos de la mala fe, sin embargo, los errores de lectura, las limitaciones ideológicas del punto de partida analítico de los intelectuales liberal-demócratas, es un producto de su lugar social e histórico: la esfera pública; un lugar que no podría cuestionar las paradojas del espectro formal en que se soportan, por ejemplo, las premisas de la libertad de expresión o de imprenta, entre otras. Para éstos la contradicción siempre se resuelve en la noche en la que “todos los gatos son pardos”, y, bajo tal premisa, la defensa de la libertad y la democracia están en consonancia con el derecho a la deportación: un derecho servido a la mesa para los Estados Unidos y tal vez no tanto para aquél país latinoamericano (o del sur global) que haya creído en la libertad de circulación.
¡“Desaparezcan”!
Lo cierto es que aquél “desaparezcan” al que ha conminado el presidente Donald Trump a los migrantes mexicanos, colombianos, brasileños, venezolanos, y un largo etc., es una de las premisas fundamentales que acompañaron el autoritarismo fascista en el siglo XX, y que hoy, lejos de anacronismos y nostalgias, reaparece en una versión históricamente transformada.
La reedición presente del autoritarismo fascista, lejos de sorpresas, se ha venido preparando: el cinismo con que hemos visto a Benjamin Netanyaju y sus socios cometer crímenes de guerra y dirigir un genocidio televisado durante todos estos meses; la inoperancia de los mecanismos multilaterales con que “la buena conciencia” del primer mundo se había lavado después de Auschwitz; el accionar del periodismo “libre”, a sueldo de aquellos que han especulado durante años con territorios desocupados por cuenta del desplazamiento forzado, o bien del exterminio de seres humanos. Todo esto ha sido la antesala de una advertencia que ha retumbado siempre en la consciencia de los explotados, empobrecidos, racializados, discriminados por su procedencia, género o clase: De te fabula narratur.
Y es que, si se sigue el análisis de Evgeny Morozov, en un momento de redistribución de la riqueza hacia arriba impulsado por medios políticos; en un momento en que el consumo ostentoso de las élites se combina con la creciente pauperización de las masas…; en fin, en un momento en el que parece dinamitado el encuentro de las mayorías expoliadas en torno a un horizonte común de sufrimiento y lucha, no es extraño que el Make América Great Again figure como lema de la extrema derecha norteamericana. Poco raro es, también, que los del MAGA hayan logrado vincular un nacionalismo exacerbado (tan inconsecuente como la procedencia real de la fuerza de trabajo de la que se ha beneficiado) a una xenofobia capaz de esconderse bajo aquél falso “si haces las cosas bien, si cumples con la ley, estarás a salvo”.
Walter Benjamin había entendido esto antes, aunque lo había hecho para el caso de la Alemania nazi: el hecho de que el supremacismo MAGA necesite de la xenofobia radica en su carácter de parodia. La actitud que la clase capitalista con sede en EE.UU. y dueña de las grandes corporaciones adoptan frente a los latinoamericanos, los árabes, los africanos, los estadounidenses y europeos empobrecidos “no es otra sino la misma que sería natural por parte de la clase oprimida frente a los dirigentes” (1). El deportado, el desposeído, aquél que se encuentra exento de ser un heredero de la “raza norteamericana” por cuenta de su riqueza acumulada (como Elon Musk, o el remedo de élite blanca colombiana) “ha de ser tratado igual que debiera tratarse al gran explotador” (1). El sadismo del fascismo autoritario radica en que la expropiación de los expropiadores se torne irrisoria; en que el proceso revolucionario de transformación se conduzca por los caminos favorables al más fuerte (Wall Street, Silicon Valley, Meta, Amazon y OpenAI…); en que se sostenga imbatible y aleccionador el desarrollo del capitalismo, cual sea su fase. En síntesis, el sadismo fascista no es más que oprobio contra el debilitado, expropiación de los expropiados en discurso y en acto.
*Historiadora