En el centro del país, el campesinado colono impulsó una campaña para demarcar una reserva natural que organismos ambientalistas reconocen como un referente de conservación
René Ayala B.
@reneayalab
El cauce del río estaba lleno de vida, las canoas surcaban desde la desembocadura en el Magdalena hasta los chorros, en el Tamar, cruzando toda la inmensidad del Cimitarra. Sus afortunados pasajeros se deleitaban viendo deslizarse, casi jugando, a las tortugas por los canaletes arcillosos hacia el agua y a las babillas escabullirse azaradas con la presencia de los extraños.
Era la vida misma la que confluía en el río. Sus nuevos habitantes empezaban a descubrir cada recodo; era la promesa del porvenir para los colonos que se apostaban en sus orillas e iban a seguir su éxodo montaña adentro.
La montaña era la proveedora de todo: el agua y la madera para las casas, los animales para la pequeña cacería. Allí, en sus entrañas, también habitaban animales fantásticos que, de vez en cuando, podían ser avistados: el pajuil, la pava, la danta, el venado, el mico zambo, el monocotudo, ñeque, el “leoncillo” y el mítico “tigre”. Sin embargo, la montaña era, por encima de todo, el refugio. Ahora, los campesinos debían compensarla, protegiéndola. La colonización, no obstante, establecería sus propios límites.
La organización comunitaria
Los campesinos construyeron el radio partidario en la zona, sabían que solo unidos podían garantizar la defensa del territorio, las veredas. Sus Juntas promovían reuniones para proseguir en la construcción de su propia experiencia de administración pública, rudimentaria, pero con referente en lo comunitario, con una articulación tan profunda que envidiaría cualquier científico político.
En este ejercicio, las comunidades en sus asambleas mandataron custodiar la montaña, defenderla de ellos mismos, pero, ante todo, del “progreso” que, amenazante, merodeaba la región, con el apetito insaciable por sus riquezas.
Por el otro lado de la montaña se desplegaba la majestuosa Serranía de San Lucas, donde desde las expediciones españolas, el oro se había encontrado a borbotones. Allí crecían las minas de socavón sin control y se promovía el dragado de riachuelos para hallar el metal que desataba la embriaguez de la ambición, se desforestaba sin restricción, de esta forma lo que antes era verde ahora era un retazo de aridez.
Llegaron también los señores de la guerra que empezaban a instalarse en esos parajes; el oro sería un combustible de múltiples violencias, pero también de redención para los eternos condenados a la miseria.
Los campesinos entendían que la explotación descontrolada ponía en jaque el futuro de la región, había que ponerle coto y desde las orillas del Cimitarra partieron los primeros expedicionarios, ya no iban a fundar fincas, ni a cazar, ni a explorar recónditos lugares, iban a salvaguardar la montaña, a delimitar el baldío, era la tarea orientada por las asambleas, el acuerdo era abastecerse de la montaña, sin destruir su corazón.
La Línea amarilla
“Los viejos de la parte alta, los fundadores, Carlos Ramírez, William Agudelo, Gilberto Guerra, don Víctor, no recuerdo su apellido, de ellos me acuerdo ─cuenta doña Irene Ramírez─ salieron, recuerdo, en el 83 o 84, desde la vereda en Campo Vijao a pintar la línea”.
En bestias, remontaron la cordillera; atravesaron el Tamar y se internaron en la Serranía de Santo Domingo, recorrieron durante días caminos que habían construido, trochas nuevas, rompiendo con sus cuerpos el rastrojo, guiándose por el curso de los riachuelos.
Era el confín de la colonización; hasta allá solo llegaban solitarios aserradores o cazadores aventureros, ningún ser humano había pisado su suelo atestado de hojas secas, infestado de mosquitos y coloridas mariposas, lleno de ruidos impactantes pero musicalmente gratos, propios de los animales que se resguardan en la espesura de la jungla. Estos fundadores caminaban a tientas bordeando abismales cañones, sorteando caídas torrenciales de aguas cristalinas, estaban en el bosque seco tropical más grande del norte del país.
Iban a realizar una gesta increíble, casi circundar ochenta mil hectáreas, de una montaña inexpugnable, para marcar el punto de referencia que no se podía vulnerar. Llevaban consigo canecas de lo único que pudieron conseguir, pintura amarilla, trazando una línea de árbol a árbol, que visibilizara una especie de coordenada infranqueable, del límite hacia adentro. La reserva de vida quedaría intacta para siempre.
Se acumularon los días haciéndose años y pasaron muchos hechos con el río de testigo. La paz no duró mucho. El Ejército empezó a realizar operaciones en la región y a replicar las atrocidades que desolaron el Magdalena Medio, bombardearon y quemaron La Cooperativa, una y otra vez, aterrorizaron a la población, pero los campesinos tenían razón desde el principio: solo la organización pudo contener la arremetida, a pesar del asesinato de varios “históricos”, esta vez nadie se iba a ir.
Salieron entonces hacia Barrancabermeja a denunciar la campaña de terror y fundaron la Coordinadora Campesina y Popular. Volvieron en el 1998, con la persistencia que solo da la dignidad. Allí, en el parque tomado, fundaron la Asociación Campesina del Valle del río Cimitarra, ACVC.
Zona de Reserva Campesina
Los campesinos del río constituyeron la Zona de Reserva Campesina, con un plan de desarrollo que referenciaba la Línea amarilla como una zona protegida, un modelo inédito de conservación comunitaria, jamás dejaron su labor organizativa gracias a la fuerza del pundonor aprendido en años de resistencia, y vencieron.
El país reconoció a ellos su esfuerzo otorgándoles el Premio nacional de paz, y con la consigna “el diálogo es la ruta”, convocó a más de veinticinco mil personas a exigir la paz en tiempos donde era casi un delito defenderla, abriendo el camino al acuerdo de La Habana.
Es parte de la historia del campesinado que se estableció en este territorito en el corazón de Colombia, que hizo de la Línea amarilla, la que trazaron a mano limpia, un modelo de conservación, corredor en Colombia de especies como el jaguar americano.
Esos campesinos son los mismos protagonistas de la resistencia, los que huyeron de Puerto Berrío, Cimitarra el pueblo, Puerto Boyacá, Yacopí, sur del Cesar, los jóvenes soñadores de Vuelta Acuña que fueron sus protectores, los mártires que yacen bajo la tierra que amaron. No volverían nunca a huir, al fin y al cabo, la tierra prometida hay que defenderla con la vida.