El mundo laboral ha sido visibilizado por la acción de directores, guionistas y escritores que han convertido en arte la complejidad de las relaciones entre obreros y patronos
Juan Guillermo Ramírez
El cine ha aportado obras de excelente calidad artística concebidas desde el más puro entretenimiento o goce estético, y ha sabido representar con maestría situaciones sociales de gran diversidad, donde han primado los sentimientos o las simples vivencias de los protagonistas.
Esos aspectos sociales apenas han tenido cabida en un tipo de cine llamado de ocio, por el contrario, ha sido en otra tipología más minoritaria donde la labor del creador cinematográfico se ha basado en plasmar de manera sincera, la realidad de ciertas coyunturas problemáticas inherentes al hombre del siglo XX.
El mundo laboral no ha escapado a ese reflejo en el celuloide, y el ámbito obrero, inmerso en ese tipo de cine social, se ha visto favorecido por la labor de directores, guionistas, escritores, que han elevado a la categoría de arte la complejidad de las relaciones humanas en el mundo del trabajo; y es entonces cuando el binomio trabajo-derechos sociales, ha sido el origen de los conflictos representados en la pantalla.
Son múltiples los factores inseparables a la condición del individuo trabajador, o de amplios colectivos, que el cine ha recogido muchas veces de manera impecable: la emigración (forzosa o no), el desempleo marginador, la explotación de la mujer, la inseguridad de la actividad en sí y, por supuesto, el movimiento obrero.
Numerosas realizaciones a lo largo de la historia del cine han representado el carácter asociativo del trabajador en aras de reivindicar mejoras salariales y sociales; películas de ficción y documentales imprescindibles que a lo largo de diferentes países y momentos nos han acercado a una mejor comprensión del historiográficamente llamado “Movimiento Obrero”, gracias al interés e implicación con los grupos humanos más humildes, los más explotados laboralmente.
Lo que refleja la pantalla
Directores como Sergei Eisenstein, John Ford, Elia Kazan, o bien otros más actuales también esenciales como Andrezj Wajda, Martin Ritt o Ken Loach, han aportado obras maestras que tratan el movimiento obrero desde las distintas vicisitudes que lo rodean, casi siempre ensalzando su necesaria implantación para proteger los intereses de los “trabajadores de clase”, es decir, de ese sector laboral más concienciado como tal, igualitario, numeroso y desprotegido.
El interés suscitado por la relación que el movimiento obrero y el cine ha tenido desde las primeras proyecciones, se traduce en una mejor comprensión de las circunstancias que han envuelto al hombre moderno en tanto que sujeto productivo y agrupado en un colectivo en la defensa de su misma subsistencia, frente al papel antagónico jugado por la entidad dueña de la producción.
El trabajador de base ha sido consciente de que por sí solo nunca podría conseguir sus objetivos. Y, desde esos primeros momentos asociativos hasta la actualidad, ha tomado partido por una unión y una organización capaces de lograr las metas deseadas, con unas herramientas básicas pero imprescindibles: la reunión, la asamblea, el sindicato y, sobre todo, la huelga, referencia ineludible de todo movimiento obrero. El cine se ha hecho eco de estos elementos.
Algunos ejemplos
En 1930 se estrenaba la película del checo Georg W. Pabst, Carbón, la tragedia de la mina, donde la camaradería de varios mineros alemanes al rescate de sus colegas franceses atrapados en una mina fronteriza, resulta un ejemplo de espíritu corporativo.
Una película que contiene escenas memorables sobre la indiscutible labor del líder es Norma Rae (1979), del director perseguido por el macartismo de los años 50 Martin Ritt; se trata de la transformación y el arrojo de una mujer sindicalista desde la sinceridad de su compromiso con los trabajadores de una fábrica textil; su mérito radica no sólo en su lucha por la justicia laboral, en su conciencia social, sino también en la exaltación del papel de mujer a un protagonismo impensable en los Estados Unidos de los sesenta.
En Qué verde era mi valle (1941), de John Ford, se muestra la dignidad de los ciudadanos mineros de un valle galés que forman una humilde pero orgullosa comunidad; todo cambia cuando escasea el carbón y se contrata a mineros más baratos, y es cuando la conciencia de clase oprimida intenta solidarizarse en torno a un sindicato reivindicativo frente al despotismo de los empresarios. Película que ofrece distintas posturas ideológicas de los mineros, desde la resignación y la templanza pasando por la necesidad de diálogo, hasta la rebeldía manifiesta.
Las dos versiones del sindicalista James R. Hoffa, FIST, símbolo de fuerza (F.I.S.T., Norman Jewison, 1978), y Hoffa, un pulso al poder (1992) de Danny de Vito, recogen distintas manifestaciones de un grupo de camioneros auspiciados no solo por la labor del líder norteamericano, sino también por sus constantes arengas en numerosos mítines.
La actualidad
El cine de esta década deberá lidiar sin dudas con una descomposición mayor del sistema capitalista, pero tomando también en cuenta las respuestas de la clase trabajadora, que se han sucedido a lo largo y ancho del planeta.
Hará falta, para hablar de un cine proletario, no solo retratar la desilusión con el sistema capitalista en su etapa terminal, ni la resistencia a su bancarrota mediante las vinculaciones humanas. Ante una industria automotriz en decadencia, ya no basta con mostrar la decadencia de Detroit, como hiciera Gran Torino de Clint Eastwood, sino que deberá hacerse presente la voluntad de lucha de una clase obrera movilizada, que durante casi un mes y medio paralizó 50 plantas productivas a lo largo del país a fines de 2019, luchando contra la patronal de General Motors.
La amenaza de Le Pen y su partido serán ahora enfrentados a los chalecos amarillos. La lucha contra las medidas de austeridad en Europa con el surgimiento (y posterior caída) de Syriza serán documentados en Adults in the room.
De las experiencias colectivas surge la renovación de los vínculos antes rotos, como veremos en Antígona, un remake francés de la obra de Sófocles, donde los lazos familiares son reforzados.
Los rebusques ─un comedor en negro, una revendedora de productos de belleza─ ante la pauperización laboral del empleo público en la Argentina serán puestos en pantalla en Planta permanente.
El sujeto colectivo, aún de forma incipiente, está reapareciendo en la pantalla grande, en torno a la clase obrera.