jueves, abril 18, 2024
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Putin no es Stalin, pero…

Roberto Amorebieta
@amorebieta7

Los análisis geopolíticos, como cualquier campo de la ciencia política, no están exentos de subjetividad. Es normal que, al presenciar un conflicto internacional, tomemos partido por uno u otro bando en función de nuestras simpatías. Lo que no podemos hacer es idealizar o demonizar a ninguno, porque las relaciones internacionales se refieren a intereses, no a la moral, y lo que corresponde es identificarlos para interpretar la realidad lo más cerca posible de la verdad y lo más lejos posible de nuestro amores y odios.

Es lo que sucede con Rusia y su intervención militar en Ucrania. Más allá de quienes creen en la grosera simplificación que hacen los medios corporativos que explican todo desde la megalomanía de Putin y sus ansias de “reunificar la URSS”, están por un lado quienes idealizan la figura del presidente ruso y toman partido incondicionalmente por él, y por el otro, quienes ven en la guerra un choque de imperios, establecen una equivalencia entre los bandos y se declaran neutrales.

Ni lo uno ni lo otro. Putin no es de izquierda, el conflicto no es ideológico y lo que está en juego no es el triunfo del socialismo. El líder ruso defiende unos intereses nacionales que, en cualquier caso, tienen que ver con su seguridad estratégica y la salvaguarda de su economía capitalista. Nada que ver con la Guerra Fría, ni la autodeterminación de los pueblos, ni los intereses de la clase obrera.

Pero tampoco es cierto que los dos bandos sean equiparables. En lo geopolítico, el conflicto es en realidad entre la OTAN, liderada por Estados Unidos, y Rusia. Ucrania, así como Suecia y Finlandia, solo son peones a sacrificar en este ajedrez internacional. Desde los años noventa, la OTAN se ha expandido hacia el este incorporando países del antiguo Pacto de Varsovia, incumpliendo los acuerdos con Gorbachov y amenazado el equilibrio geoestratégico.

¿Para qué? Para repetir la estrategia que utilizó en las dos guerras mundiales: propiciar una guerra en Europa, intervenir cuando los dos bandos estén debilitados y triunfar presentándose como el pacificador. En esta ocasión, ha provocado a Rusia imponiendo un gobierno fascista en Ucrania que intentó una limpieza étnica en el Donbass –de mayoría rusófona– y anunciando su incorporación a la OTAN. Ante este desafío, Rusia tenía dos opciones: Permitir el genocidio y la amenaza a su seguridad estratégica o intervenir.

El gobierno ucraniano es fascista, numerosas unidades de nazis forman parte de su ejército, se cometen crímenes de guerra, se persigue a las minorías étnicas, los opositores políticos y los homosexuales, se reprime ferozmente a los comunistas, se glorifica a los líderes que colaboraron con los nazis y se reescribe la historia con delirantes versiones que adjudican a los ucranianos el rango de “raza superior”.

Mientras Estados Unidos se frota las manos y observa con paciencia, la Europa “moderna y democrática” ha sido cómplice de este régimen, le ha lavado la cara y lo presenta como un símbolo de la democracia. Así como en los años treinta prefirieron mirar a otro lado ante el avance del fascismo, hoy promueven a Ucrania como la víctima cuando no es más que una nueva fuente de fanatismo y violencia.

Putin no es Stalin y Zelensky no es Hitler, pero sí es cierto que un soldado ucraniano muerto es casi siempre un nazi muerto. Rusia, de nuevo, está salvando al mundo del fascismo.

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