Juan Carlos Monedero (*)
@MonederoJC
Instituto Smolny. Petrogrado, antigua San Petersburgo. Invierno de 1918. Treinta y siete días después de arrancar la revolución de Octubre. Los ayudantes del presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, el camarada Lenin, bajan preocupados al jardín al ver por la ventana a su líder medio enterrado en la nieve, con cara de extraña felicidad y lanzando al aire copos como un niño. ¡Camarada! ¿Se encuentra bien? Nunca estuve mejor. Pero… ¿qué hace ahí? Disfrutando. Estoy muy contento. ¿Por? ¿Cómo que por? Ay camaradas… Hoy hemos cumplido un día más de lo que duró la Comuna de París de 1871.
1998. Séptimo Aniversario de la disolución de la Unión Soviética. Mijail Gorbachov anuncia en televisión Pizza Hut. En Rusia no se emite el comercial.
¿El peor presidente de la Unión Soviética?
Todos los que conocieron a Gorbachov recuerdan su cordialidad, su frescura frente al hieratismo de las últimas décadas de la Unión Soviética, su mayor benevolencia con las críticas, con los presos políticos y su compromiso con el desarme nuclear. En Occidente le vinculan con la «apertura». Como si la cortina de hierro se hubiera hecho de pronto de algodón. En Rusia, con la decadencia.
Gorbachov abrió la economía soviética intentando inyectar capitalismo a las empresas públicas y a las cooperativas (como habían hecho en China con éxito material), abrió los medios de comunicación a la disidencia y también la puerta de las cárceles a los detenidos por el régimen. Fue a Reikiavik en 1986 a pactar con Reagan un mundo más amable y sin armas nucleares. Pero para Reagan y los halcones de Washington, la URSS era el imperio del mal. Cómo vas a pactar con el diablo. Al diablo se le machaca.
La amabilidad, aun siendo una palanca en las relaciones políticas, especialmente en las internacionales, no basta para evaluar una etapa. Gorbachov abrió la caja de los truenos y no supo cómo cerrarla. Las fuerzas centrífugas lanzaron los pedazos de la URSS al espacio.
Desde Beiging miraban lo que pasaba en la Unión Soviética con suspicacia. Deng Xiaopin no comulgó nunca con el líder soviético. Después de su visita a China le llamó imbécil. Deng disparó a la gente que pedía libertad en Tiananmen. Tenía el apoyo económico de los EEUU que querían ajustar cuentas con los comunistas rusos. Hoy, Deng Xiaopin es considerado en su país como un estratega a la altura de Mao. China ha sobrepasado económicamente a los Estados Unidos. Gorbachov terminó anunciando Pizza Hut. En Rusia nadie le quiere. Sin Gorbachov no hubiera existido Yeltsin. Sin Yeltsin, no hubiera existido Putin.
Una capacidad enormemente cínica del sistema mediático consiste en anular la capacidad transformadora de cualquier actor político hasta el punto de que, una vez desactivada su carga, termina siendo presentado como lo contrario de lo que fueron o debieron ser. Cuando no consiguen revertir esa lectura, los actores políticos siguen siendo atacados diariamente. Pero cuando triunfa esa voluntad de cortarle el pelo a lo Sansón, la hipocresía es estratosférica. Mandela, que pertenecía al partido comunista de Sudáfrica, que siempre fue señalado como terrorista, fue ensalzado en su entierro incluso por la derecha. Al Che Guevara –como a Lenin, como a Ho Chi Min, como a Tito, a Negrín, Durruti o Largo Caballero-, por el contrario, nunca han pretendido apropiárselo sus adversarios. Con Gorbachov, en cambio, siempre quisieron considerarle «uno de los suyos». Gorbachov fue un gran líder para los que celebraron la victoria en la guerra fría y hoy están llevando a la OTAN hacia el Este. Una vez dijo Gorbachov que Kohl le prometió que la OTAN nunca llegaría más allá de la frontera de Alemania. Nadie encuentra los documentos.
Un circo con demasiadas pistas
En 1993, unos en aquel entonces jóvenes investigadores de la Universidad Complutense de Madrid, que habían hecho sus posgrados en Heidelberg, Moscú, Florencia y Sao Paulo publicaron un libro que implicaba una novedad en el análisis hispano de los acuerdos internacionales. En El retorno a Europa. De la perestroika al Tratado de Maastricht (UCM, 1993), rompían la dependencia de los internacionalistas españoles con el derecho internacional público –de donde provenía en España la disciplina- y regresaban el análisis de Europa al ámbito de la Ciencia Política. Esa vinculación les permitió trazar un línea evidente de causalidad entre la disolución de la Unión Soviética, la unificación alemana, la guerra de Yugoslavia y el Tratado de Maastrich. Aquel Tratado de la Unión Europea de 1992 no era un acuerdo entre juristas, sino la consecuencia de decisiones políticas que no se agotaban en la letra de aquellos textos.
La conclusión política de ese momento de aceleración de la historia tenía una clave repetida: el apresuramiento traía más males que ventajas.
Pese a las comparaciones exageradas con Mandela o el Che Guevara, motivadas por simpatías personales bienintencionadas -aún más si se compara a Gorbachov con cualquier otro líder soviético después de Lenin- es de pura lógica concluir que Mijail Gorbachov no solamente no fue un buen presidente de la URSS sino que fue, sin duda alguna, el peor. Quizá por eso le entregaron el Premio Nobel de la paz. ¿Qué buen presidente tiene la capacidad de disolver su propio país y hacer, en este caso, que la federación desapareciera? El mejor presidente de un país no es el que lo dinamita.
Gorbachov siempre fue un burócrata soviético de provincias. Los burócratas soviéticos, como bien vio Trotsky, hurtaron todos los logros de la Revolución de Octubre. Con cuarenta años, Gorbachov aún era presidente de las juventudes del partido (el Konsomol) en Stávropol (Ucrania). Toda una vida dedicada al partido que culminaría con su elección, quince años después, como Secretario General del Comité Central del PCUS. Corría el año de 1985 y con 55 años Gorbachov era «un muchacho» comparado con sus adversarios de la gerontocracia, todos por lo general condecorados por haber estado en los hitos históricos del país (el último la guerra patria contra los nazis). La ausencia de elecciones que crearan legitimidad se suplía con la legitimidad histórica de la revolución y la guerra. Los valedores de Gorbachov, Yuri Andropov y Konstantin Chernenko, eran el ejemplo claro de que ancianidad y dirigencia eran sinónimos en el mundo soviético. Los dos murieron antes de completar sus mandatos.
Es evidente que Gorbachov tenía impulsos reformadores seguramente genuinos (muchos señalan la influencia de Raisa, su mujer fallecida en 1999), pero en verdad las transformaciones urgían. Los impulsores de Gorbachov sabían que la URSS estaba implosionando (Andropov había sido antes que Secretario General, máximo responsable del KGB e información no le faltaba). No solamente por los cuellos de botella económicos, sino que la Iniciativa de Defensa Estratégica (la «guerra de las galaxias») les estaba dejando exhaustos –en realidad, esa guerra era por el control de los satélites y, por tanto, de las comunicaciones, carrera que la URSS ya no podía ganar porque no tenía capacidad de inversión-. Además, como predijo la historiadora francesa Hélène Carrère d’Encausse, las tensiones nacionales y religiosas en el imperio soviético abrían más frentes de los que podían pelear. Algo en lo que colaboró EEUU. Recordemos que el halcón Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional del Gobierno del presidente de Estados Unidos Jimmy Carter, fue quien inventó y financió a los muyahidines precisamente para acorralar a los soviéticos.
La falta de determinación de Gorbachov, especialista en creer que los problemas se solventaban por sí solos, le impedía ser el líder que inaugurara una nueva etapa que reinventara un socialismo democrático lejos del autoritarismo y del imperialismo soviético. Aunque seguramente, se sentara quien se sentara en el trono del Kremlin, ya era demasiado tarde.
Gorbachov enfrentó desde el primero momento el que era quizá el mayor problema para la economía soviética: la falta de productividad laboral. Que se resumía en el lema «yo hago como que trabajo y tú haces como que me pagas» (malos salarios, mal resolución). Que tenía como correlato la ineficiencia económica, el alcoholismo y la corrupción. Paradójicamente, el éxito soviético en la industrialización era en los años 80 un estigma. La ausencia de campesinado en un país que tuvo éxito económico antes y después de la Segunda Guerra Mundial –el gran factor diferencial con una China con enormes bolsas de trabajadores en el campo- impedía que hubiera un ejército de reserva que se incorporara a la nueva economía de servicios y a la digitalización. Ningún malabarista podía estar en tantas pistas haciendo bailar correctamente los platos.
La dura política contra el alcoholismo –que incluyó en paralelo el fusilamientos de presidentes corruptos de empresas públicas – generó consecuencias no deseadas, como el auge de un enorme mercado negro de alcohol que creó a su vez una estructura financiera ilegal que ayudarían a la crisis que llevó a la disolución de la URSS. La planificación histórica hacía que cuando se tocaba alguna pieza, todas las demás se desestabilizaban.
La perestroika y la glasnot que iban a acabar con el frío
El reformista Gorbachov familiarizó al mundo con dos conceptos: la perestroika –esto es, la reestructuración o liberalización económica- y la Glasnot –la transparencia informativa-. Si la primera ayudó a que la oxidada economía soviética se coagulara por la corrupción (no eran posibles islas virtuosas de mercado en una economía estancada desde los tiempos de Breznev), la voluntad de decirle la verdad al pueblo fue, con bastante probabilidad, la responsable final del hundimiento de la URSS.
Una anécdota y una catástrofe narran este declive. La anécdota fue la orden de Gorbachov de dejar de ocultar en los medios la mancha en la piel que tenía en la cabeza. Que se tradujo en que los ciudadanos empezaron a pensar que tenían un líder enfermo y débil (de aquellas manchas vendrían después las viriles borracheras de Yeltsin o las escenas de caza neandertal protagonizadas por Putin).
La catástrofe no permite bromas. Cuando el joven presidente decidió contar al pueblo soviético, a raíz del desastre de Chernobil (1986), que las centrales nucleares, hasta la fecha celebradas como la joya tecnológica del avance soviético, eran bombas de relojería, la autoestima del país se vio mermada (otros desastres nucleares en Estados Unidos, como el de Three Mile Island en 1979, nunca recibirían tanta atención en los medios ni contarían después con una película e incluso con una serie. En honor a la verdad, Chernobil, como Fusushima, fueron de nivel 7, y el de Three Mile Island de nivel 5). Gorbachov había recibido un país en franca decadencia y no tenía un plan para salvarlo que no fuera venderlo a los antiguos enemigos de la guerra fría.
La traición al partisano Tito y el triunfo del neoliberalismo
Puede señalarse igualmente a Gorbachov como el responsable de la sangrienta disolución de Yugoslavia. Le correspondía a él, como presidente de la URSS, haber previsto esa jugada de la OTAN. Una mayor voluntad hubiera hecho valer una Europa desmilitarizada, pero no estuvo a la altura. Y en la misma dirección, la deriva neoliberal de la Unión Europea es una consecuencia de no haberse exigido desde la URSS un comportamiento diferente a Alemania.
Todos los historiadores serios (Hobsbawm, Fontana, Judt, Casanova) han corroborado que la falta de libertades y de bienestar en la Unión Soviética tuvieron como correlato el Estado social en Europa. El papel de la URSS como faro de la izquierda, reafirmado por la importancia crucial de la URSS en la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial (los nazis empezaron a perder la guerra en Stalingrado, no en Normandía), llevó a las élites europeas a ceder como forma de evitar la bolchevización de unos países europeos con fortísimos partidos y sindicatos comunistas. No es concebible la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 sin la derrota de la derecha en la guerra mundial y la existencia de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas haciendo valer un discurso y una práctica de izquierda.
De hecho, la implosión de la URSS en 1991 (cuando Yeltsin, junto al presidente de Ucrania y el de Bielorrusia decidieron dar por muerta la Unión) abrió paso a la neoliberalización dura de la Unión Europea. De la misma manera que marcó el fin de la lucha armada. Las últimas dos revoluciones victoriosas, la de Nicaragua y la de Irán, ambas en 1979, nunca hubieran tenido éxito sin el apoyo soviético.
La desaparición de la URSS desató la codicia de las élites europeas. Cuando el peligro soviético ya no era tal, ni siquiera la izquierda socialdemócrata hacía ya falta para «frenar» a un comunismo que tenía los pies de barro. Era el momento de que los partidos socialistas y comunistas europeos abandonaran el marxismo, el leninismo e, incluso, el socialismo y optaran por los gatos incoloros. Esa socialdemocracia de Blair, Felipe González y todos los partidos de la Internacional Socialista, no solamente abrazaron los postulados neoliberales sino que serían también los principales valedores de la OTAN y de las guerras, aunque fueran guerras de rapiña como la de Irak. Fue el mismo error de Gorbachov: le contó demasiado rápido a EEUU y a Alemania que ya no eran los chicos malos de antaño. Y Churchill se murió otra vez, en esta ocasión de risa, desde su tumba.
La reunificación alemana: una gran ocasión perdida
La falta de un tratado de paz en 1945 le jugó una mala pasada a la Unión Europea. La unificación alemana era la principal política de las autoridades de Bonn (capital antes de trasladarse de nuevo a Berlín) desde 1949. Helmut Kohl estaba dispuesto a pagar a Gorbachov con tal de permitir la caída del Muro de Berlín y, para ello, de no repetir un Tiananmen en el Muro de Berlín (recordemos que la matanza en China fue en agosto y la «caída» del Muro fue en noviembre). El dinero sustituyó a la política. Si Lenin se montó en el tren que los alemanes le pusieron para llegar a Finlandia y dirigir la revolución, Gorbachov aceptó considerables sumas de dinero para la URSS, incluido pagar los salarios de los 338.000 soldados rusos que estaban en la República Democrática Alemana y que iban a seguir cobrando de vuelta a casa (entre ellos Vladimir Putin).
A Gorbachov le faltó mucha visión política. Haber negociado de otra manera la unificación de Alemania no hubiera desatado los viejos fantasmas en el país germano. A cambio de dinero, la URSS abandonó cualquier prurito ideológico. La suerte de la izquierda europea no estaba en su radar. Es probable que con una mayor visión geopolítica de Gorbachov, Europa presentaría hoy unos contornos más sociales y, seguramente, no habría una guerra en Ucrania. La codicia germana (cansados de ser «un gigante económico y un enano político», como se quejaba Willy Brandt) les llevó a caminar la senda de la arrogancia. Antes de poner de rodillas a Tsipras con la palanca de la Troika, Alemania reconoció, al margen de sus socios europeos, la independencia de Croacia, uno de los desencadenantes de todo lo que pasó después en la disolución de Yugoslavia y en el avance de la OTAN hacia el Este. Por supuesto, las mentiras que después se propagarían en Irak, Libia, Afganistán, Irán o Ucrania ya se ensayaron contra Serbia.
El Tratado de Maastricht es consecuencia de la forma en que Gorbachov se desentendió de la geopolítica de una manera imperdonable, algo que llevó la URSS al agujero (hoy Putin vive de superar esas humillaciones) y a la Unión Europea a su peor momento (apenas recuperado por la ola de solidaridad europea con la pandemia). La opinión que Fidel Castro tenía de la perestroika y de Gorbachov iban en la misma dirección. El mundo árabe se preparó para lo peor. Desmembrar un imperio como la URSS con tanta aceleración iba a reventar las costuras del mundo.
Francia, que no quería la unificación («Quiero tanto a Alemania que prefiero que haya dos», decía el escritor y político francés François Mauriac), exigió a Alemania compartir con los franceses su más preciado bien: el marco alemán. De lo contrario, no habría tratado de paz y, por tanto, no habría reunificación. Helmut Kohl, que quería pasar como el canciller de la Reunificación (después de la de 1871 con Bismarck) aceptó, escuchando también la voluntad unificadora de Thatcher, Reagan y acompañantes como Felipe González. Pero puso un requisito durísimo: los criterios de estabilidad que le entregarían el poder a la Troika, vaciarían de contenido político a la Unión Europea y convertirían a Europa en una sucursal alemana.
Paisaje después de la batalla
La disolución acelerada de la URSS convirtió al país en un experimento donde pudieron desarrollar sus juegos los dementes del FMI. Igual que los chicago boys habían hecho su sala de despiece en el Chile de Pinochet, personas como Jeffrey Sachs, luego devenidos en expertos contra la pobreza, se comportaron como gangsters en la extinta URSS, aprovechando la falta de democracia para convertir a los inescrupulosos burócratas comunistas en inescrupulosos burócratas de la dictadura económica y financiera. Cayó la esperanza de vida en la URSS, se desestabilizó oriente medio, el mundo árabe explosionó, creció la extrema derecha, la OTAN destrozó cada país en el que intervino, la derecha europea y norteamericana se creyeron con derecho para desmantelar cualquier política social y la ONU se convirtió en un sitio irrelevante.
Eso sí, Gorbachov terminó anunciando Pizza Hut en las televisiones occidentales.
No es sencillo imaginar a los grandes líderes de la izquierda que pasaron por la cárcel, la tortura y la muerte celebrando, pongamos por ejemplo, las bondades de una cadena de hamburguesas. Gorbachov, a fin de cuentas, ¿fue un cobarde o tuvo mala suerte? Si desmantelas un proyecto político que transformó el mundo y generó la tercera gran oleada de derechos que alcanzó a todos los rincones del planeta con mayor o menor fortuna –los derechos sociales-, no terminas anunciando Pizza Hut ni tolerando los destrozos que tus errores políticos generaron.
Nadie puede pedirle a Gorbachov que se jugará coherentemente la vida como hizo Allende, pero esa falta de coherencia explica que en su muerte le hayan celebrado más los que están reventando el mundo que las víctimas de sus malas decisiones. EEUU utilizó a China para acabar con la Unión Soviética, ayudando a que prosperara económicamente y le sirviera en sus planes de agotamiento económico de Rusia. Hoy, EEUU utiliza a Rusia como plataforma para intentar frenar el «monstruo» chino que han creado. La política norteamericana, que nunca entendió Gorbachov, hizo de la guerra fría una fábrica de monstruos: yihadistas contra el panarabismo, evangélicos neopentecostales contra teología de la liberación, neoliberales contra keynesianos, neconservadores contra socialistas, chinos contra rusos y rusos contra chinos. En un mundo que amenaza con dinamitar todo lo construido en el último siglo. Y que una voluntad más decidida de Gorbachov a cargo del segundo país más poderoso del mundo podría haber delimitado unos contornos menos amargos. Gorbachov no creía en dios. Si así fuera, estaría paradójicamente más cerca del dios de Juan Pablo II, que tanto combatió a la Unión Soviética, que del Papa Francisco.
Epílogo
Cuando sus malas políticas llevaron a algunas zonas de la URSS a intentar secesionarse, Gorbachov respondió con violencia. Las provincias bálticas vieron cómo sus calles se llenaban de muertos en 1991 bajo balas soviéticas. Una política de dureza cuando la violencia ya no servía para nada.
En 1996 Gorbachov se presentó a las elecciones en Rusia. Recibió el 5% de los votos. Con motivo de su fallecimiento, la BBC escribió: «Su forma elegante de vestir y su manera directa de hablar lo distinguían de sus predecesores, y su esposa, Raisa -quien falleció en 1999-, parecía más una primera dama estadounidense que la esposa de un secretario general».
El calentamiento global hace que haya menos nieve en Moscú y en San Petersburgo. Putin no sabe nada de la Comuna de París. No parece que nadie baile contento bajo ninguna nieve en el Kremlin ni en el Instituto Smolyn porque el camino de la emancipación siga su rumbo liberador. La OTAN sigue su senda de muerte hacia Beijing.
Descanse en paz el enterrador de la URSS y de un futuro más halagüeño para la humanidad.