En el resguardo indígena Santa Lucía, pocos hablan español. El hambre es el problema que más los aqueja y es por eso que tanto niño se enferma y hasta muere. Como dice uno de ellos: “vivimos a las malas”. Sin embargo están preparando una fiesta para celebrar el Día del Niño y danzar toda la noche
Bibiana Ramírez – Agencia Prensa Rural
El motor se detiene en una pequeña playa del río Pogue. Estamos en la entrada del resguardo indígena Santa Lucía, de los embera katío del Chocó. Los niños, algunos desnudos, corren a nuestro encuentro. Sonríen. Nos miran con curiosidad. Los más tímidos se esconden detrás de los otros o corren al tronco del árbol más cercano. En el río algunas indígenas lavan ropa u ollas.
Una mujer embarazada cruza el río con dos racimos de plátano al hombro. Un perro la acompaña. Ella camina con tranquilidad y no parece estar incómoda con el peso. Sus botas se llenan de agua y así continúa su camino hasta el resguardo. Después otra mujer también cruza el río con un bebé en los brazos. Todo en una calma sorprendente.
El resguardo Santa Lucía queda a unas cinco horas desde Bojayá en panga. Cuando el río está seco, el trayecto puede durar más horas porque toca empujar la canoa. En el resguardo tienen una canoa con motor que les sirve para ir al pueblo cuando hay alguna necesidad, de resto tienen otras de remo. Allí hay 290 habitantes y pocas veces reciben la visita de foráneos. Por eso los niños nos siguen a todos los lugares, algunas mujeres corren a sus tambos y nos observan desde las alturas.
Les pido a los niños un coco, pero no me entienden. Les señalo el árbol, pero no se inmutan, ni siquiera miran para arriba. En esta comunidad muy pocos hablan español y los que lo hacen es muy limitado. Sin embargo llegan algunos adultos que nos reciben y nos cuentan cómo es el transcurso de los días en el resguardo.
Pregunto por el gobernador pero me dicen que está en Bellavista consiguiendo alimentos para una celebración que van a hacer a mitad de noviembre. “Vamos a hacer una fiesta del niño. Estamos preparando el guarapo, la chicha, tomamos viche. Los niños bailan. Nos quedamos todo el día y toda la noche celebrando. Cuando terminan de bailar los niños, ahí sí bailan los viejos. Danzamos. Nos divertimos”, cuenta Otilia, una indígena de ojos brillantes y a la que le faltan los dientes delanteros. Tiene cuarenta años, diez hijos y está embarazada.
Los embera del Chocó
Las mujeres llevan puesta una paruma que es una tela típica de colores muy llamativos, que envuelven como falda en sus caderas y va hasta la rodilla. El dorso está desnudo y adornan sus cuellos con collares hechos por ellas mismas.
Algunos hombres aún usan taparrabo de tela, los más viejos. Otros llevan pantalonetas de fútbol. Ellos no son tan coloridos como las mujeres. Las más jóvenes se pintan la piel con jagua, que es una semilla que cogen de la selva, la cocinan con carbón y dura más de un mes.
Embera katío significa hombres de río. Por eso es común ver que estos indígenas hacen sus tambos cerca de los ríos, pues sus modos de vida giran en torno a éstos y su cosmovisión también se manifiesta en el agua. El territorio para ellos representa la vida: “es la madre naturaleza, es nuestra casa donde nos relacionamos armónicamente con todos los seres vivientes, con sus espíritus, y sus energías”, dice Belardelina, una indígena mayor a la que rodean los niños.
En Santa Lucía cultivan plátano, maíz, banano, arroz, yuca y caña. También se alimentan de lo que proporciona la selva. La cacería y la pesca son oficios diarios. Ese día que llegamos al resguardo habían pocas personas, pues la mayoría estaba cazando. “Pasamos dos o tres horas en el monte cazando con perro, con escopeta. A veces no matamos nada y toca venirnos vacíos. Eso es duro”, cuenta Josecito, un indígena de alta estatura y quien es hijo de un Jaibaná, y asegura que no fue heredero de tal tradición médica.
Hacemos un recorrido por algunos tambos. Éstos son un armazón de madera de planta circular o rectangular, construida sobre pilotes a una altura de dos metros y el techo es de hojas de palma. Para subir hay un madero grueso al que se le hacen hendiduras en forma de peldaños. La mayoría de tambos no tienen paredes exteriores ni divisiones internas. Sobre una base de tierra se construye el fogón en una de las esquinas.
Todos tienen hamacas. En uno de ellos hay un niño de unos dos años meciendo a otro muy bebé. No hay nadie más dentro. “A los niños los tratamos bien, les enseñamos a buscar la comidita, los oficios de nosotros. Se la pasan jugando o en el río, crecen por ahí, los más grandes cuidan a los más pequeños”, continúa diciendo Josecito.
Más delante, en otro tambo hay un grupo de mujeres reunidas alrededor de un fogón donde están preparando algo. “Estamos haciendo una mazamorra para mis muchachos”, dice Otilia mientras lava un maíz pilado y luego deposita en la olla. Una mujer de unos quince años revuelve la mezcla. Tiene toda su piel pintada con jagua y sonríe tímidamente.
Nos entendemos poco. Otilia es la que intenta traducir mis preguntas de las que recibo respuestas muy simples o silencio total. Algunas mujeres se ríen y se tapan la cara. Los niños también han estado silenciosos. Uno de menos de dos años tiene un machete en sus manos y está intentando partir un pedazo de madera. Nadie le dice nada.
Tradiciones que van mutando
En este momento el resguardo no tiene un Jaibaná, que es el médico tradicional. Antes no podían faltar y se iba entregando la herencia a los más jóvenes o a los que desde niños tenían las aptitudes para serlo. “Cuando nos enfermamos usamos remedios poquitos para dar alientos, de hierbas”, dice Belardelina y agrega Josecito: “con los enfermos corremos para Bellavista (Bojayá). No hay médico tradicional. Cuando da fiebre, paludismo, todos para fuera”. Otilia sabe un poco de plantas y es la que ayuda en la comunidad.
Ellos plantean que la comunidad aguanta hambre y por ello se enferman tanto. También dicen que los niños se mueren fácil. “El pueblo aguanta hambre. Aquí es muy difícil para la comida. Y por el hambre muchos se nos enferman. Sufrimos por eso. Antes era muy diferente, teníamos pescado, maíz, hacíamos chicha, pero ahora es difícil. Una vez pasaron unos aparatos rociando veneno, entonces no pegan bien las cosas”, dice Belardelina.
Esta comunidad ha tenido cerca a las FARC y dicen los indígenas que los guerrilleros les ayudan con medicamentos, alimentos y gasolina. Cuando les pregunto por la paz se quedan mudos, sin embargo Belardelina dice que no quiere que lleguen “los paracos porque asustan y maltratan a los más pobres”. Ellos tienen miedo a las armas. “No queremos violencia, no nos gusta la guerra, nosotros pasamos mucho trabajo. Si cierran el Atrato no podemos salir, no podemos ir a comprar lo que necesitamos”, dice Josecito bajando el tono de voz. Finalmente Otilia dice que “la paz es buena porque con la guerra llora la gente”.