Jaime Caycedo Turriago (*)
La Reforma Agraria viene tomando un papel cada vez más relevante en el discurso presidencial. Los indicadores económicos del sector lo muestran como el de mejor desempeño en el último año. Esta Reforma ya está en ejecución, merced a una legislación conquistada en momentos históricos distintos, jalonada por tomas, paros cívicos, mingas y marchas indígenas, afro, campesinas y populares territoriales desde la Colombia profunda.
Las contrarreformas de Pastrana, Chicoral, en 1972, Uribe, en 2003, con la disolución del Incora y Santos, con la del Incoder y su fragmentación en una Agencia nacional de tierras ANT y otra de Desarrollo rural ADR, anularon la idea de reforma e impusieron la de agronegocio.
Una revolución agraria es un reencuentro de los productores directos con la tierra, entendida como objeto y a la vez medio de trabajo, libres de la esclavitud, la servidumbre, el peonazgo por deudas o la condición asalariada. Si el bien común, objeto y medio de trabajo, se sustrae como tal al mercado y si el Estado estimula educación, salud, insumos, semillas, inversiones y agroindustrias se estarán modificando los determinantes impuestos históricamente por la propiedad privada latifundista con monopolio sobre la tierra.
La Declaración programática del PCC de mediados del siglo XX postulaba la revolución agraria y antimperialista, como componente esencial del cambio democrático. La coyuntura continental de 1948 perfiló una alianza perversa del núcleo terrateniente en la sociedad colombiana, la derecha industrialista y el orden imperial dominante, en el pacto anticomunista de la OEA y la contrainsurgencia anticampesina, antiobrera y anti intelectual, que se nutre en la doctrina de seguridad nacional de USA y en la lógica del enemigo interno. Tal es el contenido de la denominada “violencia” en regiones y territorios rurales y de los intentos de las clases dominantes de sustentar un modelo de sociedad autoritaria y violenta en el desequilibrio de las regiones, sometidas a formas de colonialismo interno.
Sin la resistencia en los espacios rurales, sin la rebelión campesina y urbana, sin el desarrollo conjugado de los diferentes espacios y formas de lucha del pueblo, frente a la barbarie de la Operación Marquetalia y el Plan Laso (1964) fraguados desde el Estado; sin la resistencia generalizada al Plan Colombia (1999) y sin el papel notable de un campesinado inspirado en la idea revolucionaria de transformar la sociedad, construir la paz a través de una alternativa de solución política, contrapuesta a la solución militar, sería incomprensible la dimensión de la Reforma Agraria en el contexto de un gobierno de izquierda, por vez primera en Colombia.
La reforma agraria que plantean con empeño Gustavo Petro y su ministra de Agricultura, Martha Carvajalino, reclama una geopolítica del valor humano, la educación, el territorio articulado a una geometría nacional incluyente y democrática, con economías rurales en el contexto de un modelo económico no neoliberal y un nuevo pacto social productivo, una convivencia civilizada de pueblos, culturas etnosociales y campesinas, sobrevivientes y victoriosas sobre la persecución política, el genocidio y el neofascismo.
Presidente del Partido Comunista Colombiano (*)