jueves, mayo 2, 2024
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Respetar el principio de distinción

Alberto Acevedo

Los términos del reciente fallo de la Sección Tercera del Consejo de Estado, divulgado por los principales medios de comunicación el pasado 21 de enero, en donde se condena a la nación a pagar los daños causados a varios edificios de Puerto Rondón, en Arauca, después de una incursión guerrillera a finales de los años 90’, pone de nuevo sobre la mesa de discusiones la obligación del Estado de establecer una clara distinción entre la población combatiente y la no combatiente, en concordancia con las exigencias del Derecho Internacional Humanitario.

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Cuando los magistrados del alto tribunal consagran en su decisión sancionatoria que “las estaciones de policía no deben estar en zonas de riesgo para la población civil”, lo que se está pidiendo a la nación es que se ajuste rigurosamente a lo estipulado en el artículo tercero común de los Convenios de Ginebra, suscritos por Colombia, y que obligan a un Estado, que soporta un conflicto armado interno, a distinguir en sus acciones bélicas los objetivos militares, excluyendo de manera expresa a los civiles, que para el caso del DIH se consideran personas protegidas.

De acuerdo a la sentencia C-225 de 1995 de la Corte Constitucional, la población civil jamás podrá ser objetivo militar dentro de la estrategia bélica del estado, en el combate a los grupos insurgentes o a grupos delincuenciales organizados. En esto, la Corte es coherente con la normatividad internacional y con los fundamentos del denominado bloque de constitucionalidad.

El tema planteado por el Consejo de Estado no es de poca monta. La realidad que se vive en la mayoría de los municipios y poblaciones rurales, es que las escuelas, los hospitales, y en ocasiones las iglesias, se convirtieron en cuarteles, por obra y gracia de nuestros estrategas castrenses. Hasta las canchas deportivas se transforman en trincheras o en parqueaderos de tanquetas y carros de guerra. Y eso es ni más ni menos que convertir a la población civil en escudo de la fuerza pública, en una postura de guerra apátrida y cobarde en la que las personas no combatientes llevan la peor parte.

Respirando por la herida, el general Rodolfo Palomino, director general de la Policía Nacional, ha dicho que el fallo del Consejo de Estado es inaplicable, entre otras razones, porque la policía y la población civil constituyen un ‘matrimonio’ indisoluble. Pues justamente en esa concepción estratégica es donde radica la violación al derecho internacional humanitario.

Ese matrimonio hace mucho tiempo se disolvió, general Palomino. Desde el momento en que la Policía Nacional dejó de ser una institución civil, se integró a la estrategia de guerra irregular y se convirtió en rehén de la política de “seguridad nacional”, en pos de un pretendido “enemigo interno”, que a menudo confunden con los reclamos de justicia de los sectores populares.

En torno a ese papel de guardián del pueblo que debería jugar la Policía Nacional, y predica Palomino, habría que preguntar a los estudiantes víctimas de las agresiones del Esmad, o a los habitantes de la comuna nororiental de Medellín, del distrito de Aguablanca en Cali o de los barrios de Tunja. A los grafiteros acribillados contra los muros que albergan su caligrafía juvenil, sus sueños y rebeldía, o a los usuarios de las discotecas nocturnas de Bogotá, si en realidad ven a los uniformados como ‘héroes de la patria’.

Si damos una lectura juiciosa al reciente informe de Human Rights Watch, lo que vemos es un cuadro generalizado de violaciones a los derechos humanos, de falta de garantías para sindicalistas, líderes agrarios y defensores de derechos, y en ese cuadro, es agente activo de vulneración a esos derechos el estamento armado, incluidos, ejército y policía.

Y es en este escenario donde resulta oportuno el fallo del Consejo de Estado, al señalar en forma categórica, que propiciar combates en medio de la población civil, es responsabilidad del Estado. Y si en esa confrontación resultan daños materiales y pérdidas de vidas, el estado deberá responder. Es la consecuencia de insistir en aplicar una estrategia de guerra irregular contra los opositores, trátese de grupos insurgentes o de población civil que se moviliza a reclamar sus derechos.

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