miércoles, mayo 8, 2024
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El destape de Santos y la mentira de Uribe

Es el tiempo de la paz, pero con reformas verdaderas. El ruido de los fusiles, el terror y la amenaza de lado y lado tampoco son argumentos válidos. El país ha perdido 60 años resistiendo el curso necesario de una revolución democrática, que tiene que traducirse en la abolición de privilegios insostenibles.

SANTOS-Y-URI

Miguel Ángel Herrera Zgaib
Director Grupo Presidencialismo y Participación.
Profesor asociado, C. Política, Universidad Nacional de Colombia

Esta semana de vacaciones no ha sido cautivada por el espectáculo del fútbol, que se juega en Estados Unidos y Europa al mismo tiempo. El asunto ha sido otro en esta desvencijada república: la declaración del presidente Juan Manuel Santos, en la llamada cumbre mundial, organizada por el director del BID, Luis Alberto Moreno, hombre de confianza del establecimiento estadounidense.

Santos no sólo se despachó diciendo, en conversatorio con Felipe González, que las FARC-EP están listas a entregar sus armas, sino que, de fracasar el plebiscito para refrendar la paz, la insurgencia podrá desencadenar una guerra urbana de impredecibles consecuencias.

Ante tales afirmaciones, que tocan directamente con la negociación de paz, el partido de la guerra con su vocero principal, el ex presidente Álvaro Uribe Vélez, se vino con todo, señalándolo ante la opinión nacional.

El ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, ha salido a garantizar que el poder militar de Colombia está intacto; y que la seguridad de la propiedad privada está garantizada, ni más faltaba. Porque, ante los hechos, la vida de los compatriotas no, porque los resultados de muertes en Medellín son escalofriantes; y los hechos del Bronx en Bogotá, a pocas cuadras del Palacio de Nariño dejan pasmado a cualquier parroquiano que recuerde la “limpieza” del Cartucho cumplida por el alcalde repitente.

La guerra urbana y la operación Orión

“Triunfo de la institucionalidad sobre la delincuencia” Luis Pérez, en defensa de la operación Orión.

Medellín es un sitio sintomático para quienes no han perdido la memoria de la violencia urbana, porque fue allí, entre los días 16 y 19 de octubre de 2002, se adelantó la Operación Orión. Este fue un ejercicio combinado del Ejército, bajo el comando directo del general Mario Montoya, al frente de la IV Brigada, y Leonardo Gallego, entonces comandante de la Policía Metropolitana.

Fue contra las milicias urbanas de las FARC, el ELN y una organización menos conocida, local, los CAP (Comandos Armados del Pueblo). Estas controlaban la mayor parte de la deprimida y populosa Comuna 13, de la que son parte los barrios Belencito Corazón, 20 de Julio, El Salado, Nuevos Conquistadores y las Independencias II. En ella habitaba entonces población desplazada, en condiciones de miseria, y delincuencia común, alrededor de unas laderas inhóspitas donde la gente hacía equilibrio y malabares para mantener sus refugios y cambuches en la parte más deprimida.

En la acción estuvieron también el DAS, la Fiscalía y las Fuerzas Especiales Antiterroristas, estructuradas durante la reforma a las FFAA, operada durante la administración de Andrés Pastrana, y con el Ministerio de Defensa en cabeza de Rodrigo Lloreda Caicedo, quien luego renunció con varios generales. El jefe supremo de las FFAA no era otro que el ex presidente Uribe Vélez. Y el alcalde era Luis Pérez Gutiérrez, hoy gobernador de Antioquia.

En aquellos días hubo helicópteros artillados disparando, 1.500 efectivos militares haciendo una “operación rastrillo” que produjo 150 allanamientos, 355 capturas. Hubo también la muerte de un civil, ocho desaparecidos, 38 heridos, y los habitantes quedaron literalmente sitiados por cuatro días, mientras terminaba esta acción de guerra contra los milicianos de la insurgencia.

La cara oscura de la «seguridad democrática»

“Esta fue la puerta de entrada a la hegemonía paramilitar” Diego Herrera, IPC, Medellín.

En la acción, como en otras, del tiempo de la cruzada denominada seguridad democrática, hubo la colaboración directa del paramilitarismo. Así quedó registrado en la foto de un corresponsal de guerra de aquellos años, Jesús Abad Colorado. Él dejó testimonio de un encapuchado en La Escombrera señalando una de las casas objeto de allanamiento en aquellos días de terror. Otro tanto hizo el fotógrafo de El Colombiano, Henry Agudelo, y están los archivos del diario antioqueño.

La guerra urbana oculta, solapada no terminó entonces. Unos milicianos fueron reemplazados por otros, las autodefensas del Bloque Cacique Nutibara, al comando de Don Berna, Diego Murillo Bejarano, quien tuvo antecedentes guerrilleros. Impusieron la excepcionalidad de hecho y un nuevo terror. Para Diego Herrera, director del IPC, “esta fue la puerta de entrada a la hegemonía paramilitar que se vivió después en todo Medellín”.

Esta “hegemonía”, mejor dicho, la dominación impuesta bajo el terror y la coacción se extendió hasta el año 2003, cuando se produjo la publicitada desmovilización, con la presencia del hoy fugitivo, Luis Carlos Restrepo. Aquella vez se utilizaron 13 buses para traer los muchachos de la Comuna 13, que eran la milicia contra-guerrillera, y terminado el acto, los mismos buses los regresaron a la Comuna.

Eso sí, el saldo que dejaron fue macabro: 92 desapariciones forzadas, y 300 personas tomadas por el Cacique Nutibara tampoco regresaron a sus casas, según quedó consignado en el expediente de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín.

Para el año 2007, de todos los capturados por las fuerzas del orden, solo dos fueron condenados. Luego, el ex combatiente Don Berna, declaró la participación de su gente en aquella acción militar tan ponderada por el hoy gobernador de Antioquia. Después, la Corporación Jurídica Libertad logró que se abriera por la Fiscalía investigación preliminar contra Mario Montoya y Leonardo Gallego.

Según la crónica de Semana, que aquí cito, el centro de Memoria Histórica que dirige el investigador Gonzalo Sánchez califica la Operación Orión como la más grande operación militar urbana. A hoy los civiles afectados siguen hurgando con especialista en el botadero de basura de La Escombrera en procura de encontrar rastros de sus familiares asesinados y desaparecidos, primero por las milicias guerrilleras, y luego por los paramilitares. Hasta la fecha sin resultados ciertos, donde los muertos estarían entre miles de toneladas de basura.

Las mentiras de Uribe

El interés por la verdad, que reclamaba en su tiempo, el renunciado ministro de defensa Lloreda Caicedo, no hace parte del ideario y la práctica del Centro Democrático y su máximo líder, cuando de la paz y la guerra se trata.

Ante propios y extraños, pese a los reportes triunfales dados durante los mandatos, de los resultados conseguidos por Uribe y su ministro Santos contra la insurgencia de las FARC-EP, después que Pastrana concluyó la negociación de paz, los “narcoterroristas” no estaban derrotados ni iban camino de serlo.

Así lo documentaban los estudios de la corporación Nuevo Arcoiris que también destapaba de manera integral la olla podrida de la “parapolítica”, que había denunciado la periodista Claudia López en Semana a través de las votaciones atípicas.

La verdad era otra

La guerrilla pudo superar la ofensiva, y se replegó a su retaguardia, y continuó haciendo daño hasta que en el año 2008, empezaron las conversaciones secretas con Santos, cuando los falsos positivos destaparon la hediondez e inhumanidad de la guerra.

En 2010, fue un hecho público notorio que el nuevo presidente, Juan Manuel Santos, reconocía que la guerra no había doblegado a la insurgencia subalterna. Daba así noticia de nueva negociación de paz como resultado natural, pues el gobierno y sus fuerzas no derrotaron a su antagonista guerrillero.

Al igual era un hecho la disminución del apoyo financiero para esta guerra interna del socio Estados Unidos, ante el fracaso de la ofensiva y las violaciones a los derechos humanos, más las presiones de otras causas estratégicamente más definitivas para el policía imperial en Egipto y Palestina.

Adiós a las armas y a los privilegios

Este es el cuadro de antecedentes al “debate” que hoy encrespan a unos y otros personajes del establecimiento, tanto al partido de la guerra como a la fracción del bloque en el poder que insiste en hacer la paz; pero se olvida que no se trata de una entrega de armas.

Tampoco ocurrió así con la paz del M-19, sino de una dejación de armas, tal y como lo recuerda cada vez que puede Antonio Navarro, y también lo repite la comandancia de las FARC-EP, y la del ELN, por si las dudas. Los señores de la guerra tampoco han triunfado, y de sus combates hay una sociedad civil afectada por estas acciones, en las que ellos se cruzan con desenfado mentiras y medias verdades.

Pero este juego ya no va más. Es el tiempo de la paz, pero con reformas verdaderas. El ruido de los fusiles, el terror y la amenaza de lado y lado tampoco son argumentos válidos. El país ha perdido 60 años resistiendo el curso necesario de una revolución democrática, que tiene que traducirse en la abolición de privilegios insostenibles. Es el tiempo de las reformas, y las alharacas de una y otra parte no pueden oscurecer la realidad y las urgencias de la hora nacional.

El despertar de la vida no les da crédito a más enterradores y sepultureros. La sociedad civil de los muchos tiene que darle un severo mentís a los violentos y cantarle la tabla a los mendaces que visten piel de cordero, con el interés de seguir degollando impunemente a la comunidad nacional.

Viva la Ciudadanía

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