domingo, mayo 5, 2024
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Un “cafecito” con Popeye

Federico García Naranjo

Estábamos ansiosos, muy ansiosos. Nos habían advertido que John Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye, el hombre que se convirtió en la mano derecha de Pablo Escobar y se entregó a las autoridades colombianas en 1993, era un tipo frío, duro, casi antipático. Era la primera vez que cualquiera de nosotros tres pisaba una cárcel y la idea que teníamos de aquellos lugares era poco más o menos la que muestra el cine o la televisión.

Investigadores con Popeye en cárcel de Cómbita
Investigadores con Popeye en cárcel de Cómbita

La primera imagen de la cárcel de máxima seguridad de Cómbita es la silueta de unas torres de vigilancia de última generación que se divisan desde la carretera cuando se llega a la cima de la colina. La primera vez es fácil confundirse, pues adyacente se encuentra la vieja cárcel de El Barne, centro de mediana seguridad, que alguna vez fue pensado como cárcel de mujeres y hoy alberga delincuentes comunes. El conjunto es impactante. La comparación entre los dos edificios casi produce risa. A la izquierda, el imponente e infranqueable muro y las torres desde donde se ve todo y se controla todo. A la derecha, una vetusta colmena de varios niveles y pequeñas ventanas enrejadas, en las que se secan al sol las prendas de los internos, batiéndose con el viento como si quisiesen escapar.

Estábamos allí intentando seguir el rastro del magnicidio de Carlos Mauro Hoyos, el Procurador General de la Nación asesinado en 1988 por el cartel de Medellín. Nos llamó la atención que sobre su caso hay muy poca información. Casi nadie se ha ocupado de investigar sobre él o promover su recuerdo con homenajes o conmemoraciones. Es un mártir olvidado. En nuestra investigación sobre el papel de los medios de comunicación en la construcción de la memoria histórica a partir de los magnicidios de los años 80, en concreto los de Luis Carlos Galán y Jaime Pardo Leal, encontramos que el de Carlos Mauro Hoyos es tal vez el que menos atención y cubrimiento ha recibido. Por ello debíamos acudir a las entrevistas e intentar hablar con cualquiera que hubiese estado con él. Incluso con su victimario.

Después de una requisa exhaustiva, un amable capitán de la guardia carcelaria nos hizo seguir al interior del penal. Avanzamos primero por un laberinto de paredes de cemento, vigilado por operadores que desde cabinas blindadas nos abrían las puertas para poder continuar. Una vez entramos al patio principal de la cárcel, nos topamos con un grupo de internos haciendo cola para recoger su ropa limpia. Nos miraron. Los miramos. Fue sólo un segundo, pero ese fugaz careo fue una autorización silenciosa de que podíamos seguir. Seguimos. Por un corredor llegamos hasta una pesada puerta que, mientras se abría, nos descubría lentamente la imagen de un hombre blanco, alto, flaco y con el pelo prácticamente encanecido. Popeye. Allí, frente a nosotros. El hombre al que durante mi adolescencia había visto en los anuncios de televisión y por el que se ofrecían millones de pesos de recompensa. El mismo que sólo reconocía tres mil de los cinco mil homicidios que se le imputaban. El mismo. Allí, frente a nosotros.

Para nuestra sorpresa, estaba sonriendo y era evidente que se sentía a gusto con nuestra visita. Nos hizo seguir. Nos saludó muy cortésmente y nos ofreció asiento. Aquel lugar es un pabellón de máxima seguridad en una cárcel de máxima seguridad, es decir, lo más parecido a una mazmorra y los internos allí recluidos no tienen contacto con nadie, nunca. Tanta seguridad no se debe tanto para evitar que los reclusos escapen como para evitar que sean asesinados. No obstante lo anterior, es un lugar amplio, iluminado por luz natural, en el que a diferencia de otras épocas, Popeye es el único interno. Según su relato, por allí han pasado personajes como Macaco, Monoleche, Simón Trinidad y Don Berna, con quien Popeye había librado una guerra a muerte. Paradójicamente, la obligada convivencia terminó fraguando la reconciliación de los antiguos enemigos.

–Bueno, ¿las señoritas y el profesor qué van a querer? ¿Cafecito o motosierra? Porque aquí al que no quiere cafecito se le da motosierra…

–No, cafecito, gracias…

–Con mucho gusto profesor. Ya se los traigo. Señoritas… Capitán…

Quedamos fríos. Nos miramos tratando de encontrarle la gracia a semejante chascarrillo tan macabro y lo único que atinamos a decir fue: “Prende la grabadora, prende la grabadora”.

Una vez hechas las presentaciones de rigor, con la misma sonrisa con que nos recibió, la conversación se dio por sí sola. Al principio, el capitán de la guardia –siempre presente– hubo de callar a Popeye porque comenzó a contarnos su vida sin siquiera haberle explicado el motivo de nuestra visita. Comenzamos hablando de Carlos Mauro Hoyos y nos relató con precisión los detalles del operativo de secuestro que terminó cuatro horas después con el asesinato del Procurador. Según su relato, Hoyos fue secuestrado pues Pablo Escobar quería hacerle un juicio político por traición a la patria, a la usanza del secuestro de José Raquel Mercado. Dicha acusación se basaba en que, según su versión, Escobar entregaba dinero a Hoyos para que se opusiera a la aprobación de extradición de colombianos a los Estados Unidos, mientras éste también recibía dinero de la DEA para operar en la dirección contraria.

Según Popeye, después del secuestro Hoyos fue llevado herido y escondido en una pequeña finca en el oriente antioqueño donde lo vigilaban tres hombres. Como reacción inmediata, el Ejército organizó un operativo de envolvimiento sobre la zona. De hecho, los militares se encontraban no sólo muy cerca de la finca donde estaba Hoyos, sino que también se hallaban muy cerca, sin saberlo, de otra finca donde se encontraban escondidos dos de los hermanos Ochoa Vásquez. Ante la situación, Escobar llamó a Popeye y le dijo: “Pope, dale chumbimba al hombre, necesitamos liberar la presión”, por lo que Popeye tomó un viejo jeep, lo llenó con libros y medicinas, se puso unas gafas redondas y un suéter de lana y salió para la zona.

En el camino, un retén militar lo detuvo. Popeye comenzó a vociferar que él era un estudiante, que tenía que ir a la finca porque llevaba los medicamentos para un pariente muy enfermo que los necesitaba con urgencia, que lo dejaran pasar. Fue tan convincente el papel que representó que a pesar de las estrictas órdenes los militares le permitieron el paso. Al llegar al lugar, Popeye le explicó a Hoyos que el motivo de su secuestro era hacerle un juicio pero ante la presión militar en la zona debían “anticipar la aplicación de la sentencia” por lo que sería ejecutado inmediatamente. Hoyos protestó, reclamó, se opuso con vehemencia. Fue inútil. Allí mismo fue asesinado de tres disparos por el mismo Popeye y su cuerpo fue abandonado junto a la cañada.

Lo más triste de todo el asunto es que el propio Popeye reconoce que el asesinato de Hoyos casi no tuvo repercusiones políticas ni a favor ni en contra de Pablo Escobar, pues el Procurador no tenía mayores respaldos en la clase dirigente, no pertenecía a ninguna red clientelista importante ni era cuota política de ningún notable. Era un líder regional de El Retiro (Antioquia) que había llegado a la cumbre del Ministerio Público por méritos propios y no por el favor de nadie. Irónicamente, su aparente mayor ventaja como político, es decir, ser independiente y no obedecer a ningún jefe tradicional, fue su mayor desgracia en el momento en que su vida estuvo en juego. Recordemos que pocas horas después de la muerte de Carlos Mauro fue liberado sano y salvo Andrés Pastrana, quien también estaba secuestrado por el cartel de Medellín.

Gracias a la fluidez de la entrevista y a la gentileza del capitán, la conversación con Popeye se extendió casi media hora más de los sesenta minutos que nos habían autorizado. Al final, nos mostró varios de los artículos que han publicado con entrevistas suyas, nos invitó a conocer su celda (espartana, austera) y nos explicó la forma de comunicarnos con él por si acaso necesitábamos más información en el futuro. Nos despedimos amigablemente, nos tomamos una foto, le prometimos llevarle un ejemplar de la investigación (lo que agradeció) y franqueamos de nuevo la pesada puerta esta vez en dirección a la libertad, dejando atrás a ese hombre blanco, alto, flaco y con el pelo prácticamente encanecido que se despedía de nosotros con una sonrisa.

Fue emocionante. Debo confesar que compartir un rato con uno de los criminales más peligrosos de Colombia, con el más malo entre los malos, con ese que hace chistes crueles sobre motosierras y por quien se ofrecían jugosas recompensas, me permitió olvidar por un momento del (para bien o para mal) personaje histórico que tenía en frente y ver a la persona. Al hombre que amasó una fortuna y se rodeó de mujeres bellas, políticos importantes y empresarios poderosos y hoy sólo tiene un televisor, unos libros y una máquina de café. Al hombre que ha pasado encerrado casi la mitad de su vida y hoy luce dócil, obediente, arrepentido. Por un momento pensé que la reclusión y el aislamiento pueden aplacar hasta el espíritu más guerrero. Sí, por un momento lo pensé.

Popeye, debo decirlo, fue un anfitrión amable y cordial y una invaluable fuente de información. Su entrevista fue de gran utilidad en nuestra investigación. Prometimos regresar. Falta mucho por preguntar. Falta todo por saber. Y sesenta minutos no fueron suficientes.

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