Mauricio Jaramillo Jassir (*)
@mauricio181212
América Latina abandonó una amarga tradición de golpes militares justificados en la doctrina anticomunista. Así fueron derrocados Jacobo Árbenz, Joao Goulart, Juan Bosch y Salvador Allende, entre otros. Con la llegada de civiles se pensó en una era democrática sin interrupciones al orden constitucional. Sin embargo, la emergencia de progresismos derivó en que parte de la derecha radicalizara su discurso para abandonar su rol de oposición y, en lugar de controvertir, hacerlos inviables.
Todo lo anterior escudándose en mecanismos, herramientas y normas del establecimiento democrático que se despojan de su sentido para ponerse al servicio de causas golpistas.
Así se produjo la caída de Fernando Lugo, único mandatario capaz de romper la extensa hegemonía del Partido Colorado, y cuyo mandato fue interrumpido por un Congreso que, en juicio exprés, violó toda garantía procesal.
Vino el caso de Dilma Rousseff, atacada desde adentro de la coalición de gobierno por Eduardo Cunha vinculado a escándalos de corrupción y quien en el afán de cobrar al Partido de los Trabajadores su falta de apoyo frente a esas acusaciones, buscó aliados en el Congreso para acelerar la salida de Rousseff. Buena parte de la comisión que la acusó estaba señalada, pero poco importó, la expresidenta asistió a un juicio, cuyo desenlace estaba pactado de antemano.
Aparecieron los procesos contra Rafael Correa, Luis Inácio da Silva, Cristina Fernández y Marco Henríquez-Ominami, entre otros, con un común denominador: arrebatar derechos políticos a líderes que representaban una amenaza para los intereses más reaccionarios.
El Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas reconoció que a Lula se le violaron varios derechos en un juicio que luego se declaró nulo y comandado por un juez que en el colmo del cinismo terminó en el bolsonarismo. El gobierno de Bélgica reconoció a Correa como perseguido político.
Colombia no escapa a esa dinámica, menos aún, con el primer gobierno que se reivindica como progresista. La oposición ha buscado la profecía autocumplida de estar ad-portas del desastre. La clase política no llegó a esa conclusión cuando se legitimó la pena de muerte ─ejecuciones extrajudiciales teñidas en el eufemismo de falsos positivos─, o decenas han muerto en salas de espera de hospitales o se han pactado procesos de desmovilización paramilitar a espaldas de la ciudadanía ─Pacto de Ralito─.
Políticos huérfanos de mandato han saltado a la coyuntura como Lucio y Pastrana, poniendo sobre la mesa la idea de un juicio político con bases jabonosas, cuya única aspiración es anular el mandato popular surgido del 2022.
La derecha no sólo busca comprobar la inviabilidad del progresismo para terminar anticipadamente el periodo, sino algo más lesivo, derogar la Constitución del 91 a la que le ha declarado la guerra desde la Procuraduría ─en especial con Ordoñez─, la Fiscalía con Barbosa, o el Centro Democrático obsesionado en deshacer el sistema de cortes con el fin de acabar la Constitucional, tribunal que nos ahorró un tercer mandato de Uribe cuando el autoritarismo envalentonado parecía irreversible. Si eso ocurría difícilmente sabríamos la verdad sobre los excesos de esos ocho años, no habría JEP, ni Acuerdo de Paz de La Habana.
El golpe blando no solo se dirige contra el Gobierno, sino contra el diseño constitucional que sacralizó el Estado social de derecho.
No está en juego poca cosa.
(*) Profesor de la Universidad del Rosario