Mauricio Jaramillo Jassir
Al completarse casi dos años del primer gobierno progresista en la historia colombiana, no cabe duda de que el triunfo en las elecciones de 2022 significó el acceso al ejecutivo, mas no al poder.
En estos casi 24 meses de gestión ha quedado en evidencia la tozudez del establecimiento colombiano para resistir a cualquier amago de cambio social estructural. Este lapso, además, ha permitido ver que buena parte de las promesas inscritas en la Constitución de 1991 y cobijadas bajo el ideal del Estado social de derecho no sólo se ha dilatado, sino que un sector del poder financiero, político y ahora mediático se ha empecinado en bloquearlas hasta aniquilarlas.
En cualquier nación del mundo donde exista democracia liberal, las reformas que está poniendo sobre la mesa el actual gobierno serían interpretadas como parte de un ideario socialdemócrata y de ningún modo podrían ser concebidas a como parte de un manifiesto socialista, salvo claro en el caso de Estados Unidos donde está proscrita de facto buena parte de la militancia de izquierda por razones históricas que no vale la pena traer a colación.
En Colombia la hegemonía de la derecha conservadora es tal que se ha terminado por alterar la percepción ideológica y aunque esté más que comprobado que las izquierdas son hoy por hoy compatibles con la democracia (incluidos socialismo y comunismo), se pretende rotular de extrema y radical cualquier iniciativa que busque la introducción de correctivos desde el Estado al mercado.
Esta es la historia de la reforma pensional, a la salud, al trabajo y la propuesta estructural para transitar de una seguridad anclada en las lógicas de la Guerra Fría a una humana e integral. No hay nada allí que reivindique valores socialistas, aunque si este fuera el caso tampoco habría motivos para alarma, parte de la democratización en Colombia pasa por aceptar y legitimar la militancia tanto socialista como comunista. Imposible el pluralismo ante semejante niveles de macartismo.
Por eso la respuesta de los sectores sociales que justificadamente se han indignado por este inmovilismo -que ahora se excusa en la defensa de la Constitución del 91 para oponerse a las trasformaciones aplazadas durante décadas- debe ser la movilización permanente o como se ha repetido, el poder constituyente que no es otra cosa que el pueblo reivindicando su soberanía, fundamento de la democracia desde el proceso revolucionario francés.
La tentación de una constituyente refundacional, aunque bien intencionada, es un distractor que no sólo agota energías necesarias para acelerar esta inaplazable transformación, sino que significa para la derecha más reaccionaria la oportunidad difícilmente repetible de acabar con la promesa del Estado social de derecho.
* Profesor de la Universidad del Rosario