Meditaciones sobre historia, cine y vida

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No existen milagros en el cine desde la muerte de Dreyer

Juan Guillermo Ramírez

Según André Bazin –el teórico del realismo cinematográfico–, en el corazón de la representación fílmica anida el complejo de la momia. Para el autor de ‘¿Qué es el cine?’, si la muerte no es más que la victoria del tiempo, entonces fijar artificialmente las apariencias carnales de un ser supone sacarlo de la corriente del tiempo y arrimarlo a la orilla de la vida. En Cerrar los ojos, la nueva y magistral película de Víctor Erice, esa tensión entre vida y muerte, entre aparición y eclipse, toma forma a través del personaje de un cineasta que lleva décadas sin filmar y que aspira a recobrar una amistad perdida en los pliegues del tiempo y la memoria. En un momento clave del film, cuando ese rescate del pasado parece ya abonado al fracaso, el cineasta tiene la idea de confrontar a una serie de personajes con sus propias imágenes pasadas. La ocurrencia del viejo director invoca las tesis de Bazin, en cuanto que, en Cerrar los ojos, el cine deviene algo así como la momificación del cambio. Para Erice, el cine tiene la capacidad de fijar el tiempo, de conservar la memoria, pero ese embalsamamiento de la realidad choca con el transcurso de la vida, que se abre camino de forma inexorable. Según Jean Cocteau, el cine nos permite observar a la muerte trabajando.

Autor de una filmografía breve que incluye tres de las mejores cintas del cine español –El espíritu de la colmena (1973), El sur (1983) y El sol del membrillo (1992)–, el octogenario Víctor Erice vuelve al cine con una película brillante. Usando la técnica de cajas chinas, abre con la secuencia de una película no concluida, para luego mostrar a Miguel, el director de la misma, embarcándose en la búsqueda de su actor protagonista (quien desapareció sin dejar rastro). Ambas películas –la inconclusa y la que estamos viendo– hablan de hombres que buscan a seres queridos con la esperanza de que ellos les devuelvan su propio pasado y den sentido a su presente. Un guion sentimental cumpliría el deseo de los personajes. Erice es implacable y plantea una verdad incómoda: más trágico que perder la memoria es sabernos olvidados por otros.

El film que marca su regreso al cine tiene bastante que ver con su cine anterior pero también es más autorreflexivo y más clásico y tradicional. Si uno ve los primeros 20 minutos podría hasta dudar si está viendo o no una película suya. Pero luego se entenderán los motivos. Ese inicio es una larga escena de diálogo, bastante teatral desde lo formal, en la que un multimillonario le pide a un hombre necesitado de dinero, que busque a su hija, que desapareció hace años y que se supone que está en Shanghái y usando otro nombre. Aquí también hay ecos de la vida y la carrera de Erice, ya que la escena parece conectar con la frustrada adaptación que el director español iba a hacer de la novela “EL Embrujo de Shanghái” de Juan Marsé.

Pero eso que vimos, en realidad, es una película dentro de la película, la que estaba filmando Miguel en los ‘90. El problema es que ese rodaje se cortó abruptamente cuando el actor, Julio Arenas, desapareció de la filmación, de su casa, de su vida y nunca nadie lo volvió a ver. La historia se retoma en 2012 cuando Miguel es llamado a participar en un programa de televisión titulado “Casos sin resolver” que se dedicará a contar la misteriosa desaparición de Arenas.

Garay aprovecha su estancia en Madrid para visitar a viejos amigos como el editor Max y a un viejo amor, la cantante argentina Lola, pero sobre todo a Ana, la hija única de Arenas. El hombre regresa al pueblo pescador en donde vive, cuando le llega el rumor de una posible aparición del actor. Lo que resulta de esa última parte es una revelación conmovedora en la cual el cine y su capacidad de congelar el tiempo son fundamentales.

El dueño del punto de vista es Miguel Garay, director de aquel fallido proyecto que iba a ser su segundo largometraje y amigo personal de Arenas. Alejado de la profesión para dedicarse a guiones, novelas y apostando por una vida más que modesta al cambiar Madrid por un pequeño poblado pesquero en Andalucía (el estereotipo del intelectual solitario, decepcionado y semiretirado), el protagonista es convocado en 2012 por un ciclo de televisión llamado Casos sin resolver, cuya conductora quiere reconstruir aquellos eventos y conseguir nuevos datos para actualizar la historia. Y, cuando el programa sale al aire, sobrevendrán las revelaciones y las sorpresas. No conviene adelantar nada más, solo que, a partir de entonces, en su segunda mitad, Cerrar los ojos encuentra su esencia, su corazón, su verdadera razón de ser con una reivindicación de la amistad hasta las últimas consecuencias.

No es difícil encontrar en esta trama de desapariciones, largas ausencias, fugas, amnesias, cambios de vida, cineastas que abandonaron su oficio, regresos y citas (ahí está, por ejemplo, de nuevo, Ana Torrent, la niña de El espíritu de la colmena) unas cuantas analogías, paralelismos, comparaciones, simbolismos y simetrías ligadas a la propia vida y trayectoria de Erice. Es como si desde la ficción nos diera algunas pistas y hasta posibles respuestas (y cierres) a tantos interrogantes que ha dejado su extraordinaria pero demasiado escasa filmografía.

Cerrar los ojos es cine esencial, depurado. Y es el testamento fílmico, la forma de saldar cuentas pendientes por parte de un autor insoslayable, de una leyenda, de un mito viviente para tantos cinéfilos. Un antídoto contra el olvido y una reivindicación del cine como el arte de la búsqueda y como reservorio de la memoria. En esta película de casi tres horas Erice aprovecha para hablar de las conexiones entre el cine y la (des)memoria, del paso del tiempo y los cambios de vida, de la relación entre padres e hijos y de la amistad. La que existía (o existe) entre Miguel y Julio, la que Miguel tiene con sus vecinos, de la que genera con Ana, la hija del actor. Pese a ser un hombre solitario, son esas conexiones humanas las que sostienen a Miguel, pero también a las personas con las que se encuentra, sean o no quienes podrían ser.

El clasicismo domina la narrativa de Cerrar los ojos —tomas generales, planos/ contraplanos y fundidos a negro— y tedioso durante el primer tramo de la película, que explica el periplo de Miguel en Madrid. Es un clasicismo extraño, que duda por completo de la narración visual para apoyarse, con ciertas irregularidades, en una palabra, demasiado discursiva, por momentos hasta inverosímil. Esa antipática estructura, por fortuna, va dejándose atrás a medida que viajamos con su protagonista. En el que es sin duda uno de los mejores segmentos de la película, Gray canta un largo pasaje del tema “My Rifle, My Pony and Me”, de Río Bravo (Howard Hawks, 1959). Guitarra en mano, alrededor de una mesa junto a sus (pocos) amigos, Erice, bajo el alias de su protagonista, invoca en esa canción todos los fantasmas del wéstern para revelarnos que la suya es una historia de filiaciones, en el cine y en la realidad.

Esta doble articulación del tiempo –momificado en la pantalla, incesante en la realidad– funciona como el motor de una película sin igual en el cine contemporáneo, una obra que toma lo mejor de la herencia del cine –la esencialidad de los pioneros, el virtuosismo de los clásicos, el arrojo de los cineastas de la modernidad– y la pone en diálogo con la Historia de España y con el legado fílmico del propio Erice. Parecía imposible que un film pudiese hacernos olvidar la orfandad que hemos sentido los cinéfilos durante las tres décadas en las que Erice se ha ausentado de la dirección de largometrajes, pero Cerrar los ojos, con su arrollador caudal de ideas, imágenes y emociones, logra el milagro. Pese a su querencia por lo mortuorio y su tendencia a la nostalgia –un personaje afirma que los milagros en el cine dejaron de existir tras la muerte de Carl Th. Dreyer–, Cerrar los ojos certifica la vivacidad del cine, que se resiste a perder su condición privilegiada de arte del presente.

Cerrar los ojos se va construyendo, de forma densa y a la vez fluida, a partir del parsimonioso encadenamiento de la odisea itinerante de Garay con objetos simbólicos (una fotografía perdida, unos zapatos abandonados, una pieza de ajedrez) y guiños memorables (a F.W. Murnau, Nicholas Ray, Carlos Gardel). Dos de estas citas intertextuales asientan los cimientos del imaginario fílmico de Erice. En una vieja lata llena de recuerdos del pasado (¡siempre la memoria!), Garay encuentra una pequeña libreta que, con el pasar acelerado de sus páginas, permite ver L’arrivée d’un train à La Ciotat, uno de los primeros cortos de los hermanos Lumière, los padres del cine. Luego, en otra escena, el protagonista se topa con una copia de “Caligrafía de los sueños”, novela en la que Marsé recurrió a su memoria personal para describir a una generación que alimentó su imaginación en los cines de barrio. Así, de los Lumière a Marsé, Erice construye una emocionante alegoría sobre el posible encuentro entre lo documental y lo ficcional, o lo que el crítico Santos Zunzunegui definió, en su estudio de El sol del membrillo, como el diálogo entre la vía Lumière y la vía Méliès.

No resulta casual que la imagen más icónica de Cerrar los ojos sea la de una estatua de tintes clásicos y forma humana cuya cabeza aparece desdoblada en los rostros de un hombre y una mujer. Ahí está, de nuevo, el núcleo dialéctico de una película que reflexiona sobre la relación entre las dos caras del cine: la que trabaja con el tiempo real –Cerrar los ojos es una película sobre saber envejecer– y la que evoca, mediante la fabulación, el poder de conmoción del arte. Y para conmoción la que provocan los fundidos encadenados con los que Erice va fragmentando su película en lo que parecen los capítulos de un relato literario. Uno espera que llegue el día en que los fundidos encadenados de Erice ingresen en el panteón de los grandes emblemas de la forma cinematográfica, junto a los pillow shots de Ozu, las puertas cerradas de Lubitsch, los planos detalle de Robert Bresson o los cielos anaranjados de John Ford.

Memoria, conmoción… y reconocimiento. En Cerrar los ojos, Erice nos demuestra que la verdadera práctica cinematográfica no es el resultado de una empresa creativa, sino la materia esencial de la propia vida. Este compromiso artístico se hace patente en una escena sublime en la que la actriz Ana Torrent –quien encarnara a la niña de El espíritu de la colmena y que aquí interpreta a la hija del actor desaparecido– se enfrenta de cara a su trauma del pasado. Entre fascinada y aterrada, como en aquel mítico encuentro con Frankenstein, Torrent se estremece (y nos estremece) mientras pronuncia las palabras: Soy Ana. Este crítico, que vivió este pasaje y el final de la película al borde de las lágrimas, sucumbió a la tentación de imaginar a Erice en el rol de Torrent, tomando la palabra para proclamar: Soy Víctor. Y aún más, recordando la célebre máxima de John Ford, imaginé que el maestro afirmaba: Mi nombre es Víctor Erice… y hago películas.

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