“Los hombres deberíamos dejar de tener cualquier responsabilidad durante cien años. Ya hemos hecho bastante daño”, Wim Wenders
Juan Guillermo Ramírez
Hace poco más 60 años el director japonés Yasujiro Ozu completaba su última obra maestra. Lo hacía poco antes de morir a los 60 años. Había nacido el 12 de diciembre de 1903 y moriría el mismo día de 1963. El protagonista de El sabor del sake era el viudo Shubei Hirayama. En 1985, un año después de París, Texas, Wim Wenders rodaba Tokio-Ga, un documental que también era homenaje y oración dedicado a Ozu. Días perfectos sucede en Tokio y cuenta la historia de Hirayama. Encargado por primera vez como un proyecto de cortometraje que celebra los baños públicos de última generación de Tokio, Wenders capta el concepto y pasea con él por el parque mientras contempla sueños, la dignidad del trabajo y las alegrías fugaces de los momentos de vigilia.
Wenders ha vuelto y ha traído a Lou Reed. Ha construido un sueño de vida minimalista y una perspectiva humanista. Acompaña a Hirayama a través de su rutina diaria: simple, limpia y agradable. Cada día un viaje incipiente de encuentros esperados e inesperados. Termina una noche y entramos en el reino de los sueños y comenzamos de nuevo como lo hicimos la mañana anterior. Hirayama, un modesto conserje de baños públicos de unos 60 años, vive un estilo de vida monástico, disciplinado y satisfecho con sus rituales. Su apartamento iluminado de color púrpura en el desierto es escaso. Antes de acostarse, despliega una colchoneta que le cubre el ancho del cuerpo y mantiene cerca una delgada lámpara que le permite leer una buena novela, ya sea Faulkner o Highsmith. Wenders utiliza momentos como estos para retratar lo sublime con el que nos identificamos. Por ejemplo, una serie de tomas que capturan las muchas contorsiones y evoluciones extrañas que supone la lectura-acostado.
Sobre el papel, una vida como la de Hirayama parece estática y aburrida. Y probablemente lo sería. Pero surge las preguntas: ¿Por qué? ¿Qué nos faltaría? ¿Qué nos hemos condicionado a esperar? ¿De otros? ¿De nosotros? Hirayama tiene comida, bebida, refugio, transporte, entretenimiento, familia, amigos, un trabajo estable que le gusta, una ciudad que ama, una comunidad de bares, una colección de casetes… ¿qué más podría pedir? Para saber lo que hay en la cabeza de Hirayama, Wenders crea una poética visual con sus sueños, imágenes superpuestas de imágenes granuladas de la naturaleza en escala de grises -las fotos que Hirayama toma cada día- que flotan en el estanque de su mente durante la noche y regresan al fresco resplandor de la mañana.
La película quiere ser una reflexión sobre los accidentes de la vida cotidiana estrictamente analógicos. La relación con el ideario del director japonés es entre evidente y clamorosa. La película se expresa en idénticos términos. Con entusiasmo y sin resquicio de culpa. Hirayama somete su jornada a un ritual estricto que pasa por dormir, despertarse, regar las plantas, ir a trabajar, acudir al restaurante, bañarse, leer, escuchar música, tomar fotos a las hojas de los árboles. Todo discurre en una sucesión ininterrumpida de lo mismo, sin drama, sin nada que invite a que no sea la caricia sosegada de la vida. Y así hasta que un día sucede algo y la fractura de la cotidianidad de un nuevo sentido, más profundo y más doloroso.
Dice el director que lo que le motivo a hacer la película fue por un lado la perfección, además de originalidad, arquitectónica de los baños públicos de Tokio y el cuidado y respeto que demuestran todos hacia el bien común. La película se detiene sorprendida en cada detalle de una vida tan ordenada por fuera como rota por dentro.
Como buena parte del último cine de Wenders, Días perfectos ofrece al espectador consciente de sí, con cada plano tan calculado, medido y hasta radiografiado, que la supuesta reivindicación de lo cotidiano termina cerca, de la más pomposa eucaristía. En cualquier caso, se agradece ese retorno del director a sí mismo, a su más estricto ‘wenderismo’. Es una película que se hace grande en su voluntad de desaparecer; que crece a medida que se desvanece; que duele en cada una de sus celebraciones; que reivindica el valor del tiempo en la rutina sin aristas de una jornada ajena al tiempo. Wenders ha hecho una película que devuelve lo mejor de su cine, un ejercicio de cine transparente como intenso; tan oportuno y evidente, revolucionario.
Parece que no pase nada, pero ocurren muchas cosas íntimas, breves, sentidas, más allá del episodio del reencuentro entre el protagonista y su joven sobrina. Wenders filma todo con atención y una suave cadencia, sin miedo a la repetición porque en esos actos repetidos una y otra vez encuentran personaje y cineasta un motivo como cualquier otro para seguir confiando en la existencia. Como en sus buenos y ya lejanos tiempos, el realizador consigue una resonancia emocional con elementos mínimos. Hirayama es un enigma. Pero su felicidad oculta algo en su pasado que lo hizo abandonar todo a favor de una vida simple.
Hirayama, atento al mundo que le rodea tanto en su tiempo libre como en el trabajo, nota sus bellezas, tanto inesperadas como recurrentes. En perfecta armonía con su entorno, se despierta todos los días con el débil sonido de una vecina barriendo y sigue la rutina matutina con un deleite inmutable. Cuando sale de su edificio camino al trabajo, mira al cielo y sonríe, llueva o haga sol. Ciertamente ayuda que los baños públicos de los que es responsable estén situados en áreas pintorescas y de construcción moderna: el más hermoso tiene paredes transparentes que se vuelven opacas cuando se cierra la puerta. El fotógrafo Franz Lustig, crea imágenes armoniosas y suaves de Tokio en un formato que les da una profundidad palpable y una atención particular a las texturas que encuentra Hirayama. Junto con el cuidadoso diseño sonoro de la película y la interpretación encarnada de Hirayama, esta estrategia visual crea una experiencia sensual totalmente envolvente y fascinante que involucra los sentidos.
El título viene por la canción de Lou Reed que escucha en su auto– se presenta como una modesta poesía audiovisual. Un hechizo que se rompe cada vez que Hirayama se sube a su camioneta de trabajo impecablemente mantenida y totalmente equipada y comienza a reproducir una de sus cintas de casete. Todas las canciones son geniales, desde The Animals hasta Otis Redding y Patti Smith. La película es una máquina de discos de canciones clásicas estadounidenses de las décadas de 1960 y 1970. Wenders subraya su aspecto reconfortante al compararlos a veces con los eventos en pantalla: el amanecer está acompañado por House of the Rising Sun, por ejemplo, y cuando Perfect Day de Lou Reed suena cerca del final, la caída de la aguja se siente inevitable.
El cine de autor tiene decenas de ejemplares de este tipo por lo que no se puede decir que Wenders haya inventado aquí algo nuevo. Pero sí ha entregado una película modesta, honesta, sensible y que apuesta por algo inusual en el cine contemporáneo: retratar a un hombre, sino feliz, al menos en paz con su vida.