Relatos íntimos de la memoria

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Juan Guillermo Ramírez

«Yo no soy imparcial», Nanni Moretti

Con Santiago, Italia, Nanni Moretti vuelve al cine político. Existe una historia poco conocida sobre el papel de Italia tras el derrocamiento del gobierno democrático de Salvador Allende. Entremezclando imágenes de archivo de los años 70 con entrevistas registradas durante 12 días en el año 2017, Santiago, Italia (2018), reconstruye el papel de la embajada italiana en Santiago de Chile en los meses posteriores al golpe de Estado como asilo para cientos de refugiados opositores a la dictadura militar de Augusto Pinochet.

Tres años después de la exitosa Mia madre, Nanni Moretti (el mismo de Caro diario, Aprile, La habitación del hijo, Habemus Papa, entre otras) vuelve al cine con un personal documental que evoca el golpe de Estado en Chile para hablar de la Italia actual. A Moretti le sirve este acontecimiento y el activismo desempeñado por la embajada italiana de entonces para reflexionar sobre el (mal)trato que la Italia contemporánea otorga a las personas que buscan refugio en el país huyendo de la guerra. En los años 70, Italia recibió con los brazos abiertos a cientos de chilenos, ofreciéndoles trabajo y dinero. La comparación con la actual crisis migratoria podría parecer forzada, pero no tanto si nos centramos en el factor humano. Traer al presente esos grandes gestos de solidaridad puede que sea más necesario que nunca. El resultado es un trabajo tan revelador como conmovedor. “Era un país enamorado de Allende y de lo que estaba ocurriendo. Era fantástico, estaba bien y era bonito”. En Santiago, Italia, Moretti reconstruye el golpe de Estado de 1973, que siguió a la utopía socialista de Salvador Allende, en palabras del director Patricio Guzmán. Pero el director también usa este acontecimiento dramático (la transición precipitada de la democracia a la dictadura) para hablar de los italianos y de la Italia actual, o de lo que era Italia y en lo que se ha convertido ante las personas que huyen de países rotos por la guerra.

Moretti construye un mosaico de varias caras (trabajadores, profesores, periodistas, artesanos, traductores, diplomáticos y directores), un caudal de voces que se entrelazan con material de archivo y confluyen en una única historia, rigurosa y viva, sobre un tiempo en que los chilenos experimentaron algo que hasta ese momento era impensable: soldados bombardeando su propia sede de gobierno, la que albergaba a su querido presidente, elegido de forma democrática. La película recoge testimonios sobre persecuciones, torturas con electroshock en los genitales y momentos inexplicables como un episodio relatado por la periodista Marcia Scantlebury, donde su torturadora, una mujer embarazada, le pidió que la ayudase a tejer un abrigo para su bebé. Scantlebury se vio obligada a usar unas agujas de tejer, a sabiendas de que podía ser asesinada en cualquier momento (algo de lo que es capaz de reírse en la actualidad).

Santiago, Italia comienza como tantos documentales sobre el breve (1970-1973) pero intenso período de gobierno de la Unidad Popular y el golpe militar que terminó con el bombardeo al Palacio de la Moneda y la muerte de Allende el 11 de septiembre. Más allá del buen uso de materiales de archivo, el sentido didáctico y los atinados testimonios (incluidos los de cineastas como Miguel Littín, Patricio Guzmán y Carmen Castillo), esos primeros minutos no van más allá de un correcto ensayo de corte casi periodístico.

El tema central de la historia se encuentra a mitad de la película, cuando vemos una imagen de la embajada de Italia, una de las pocas que quedaron en Santiago después del golpe. Vemos a cientos de chilenos asustados que pretenden saltar el muro y pedir asilo. “No entraron de forma ordenada, saltaron dentro”, recuerda el diplomático Piero De Masi, “Mi ministerio no me dio instrucciones, así que los dejé quedarse”. Un muro de dos metros de alto, al que se quitaron ladrillos de aquí y de allá para crear una especie de escalera, rodea la embajada esperando el momento oportuno para saltar; padres que sujetan a sus hijos sobre sus cabezas esperando a que alguien de dentro se los lleve. Estas son las imágenes que se ven y que quedan grabadas en la memoria.

Tras algunas imágenes e historias conmovedoras sobre los detenidos en el Estadio Nacional, la película empieza a dar un giro, un vuelco para encontrar su corazón narrativo y emocional en el activo y decisivo papel que jugó el gobierno italiano para refugiar en su embajada de Santiago a más de 250 perseguidos políticos en momentos en que otros países ya habían dejado de ayudarlos. Varios activistas que fueron recibidos en la residencia diplomática (en muchos casos saltando una cerca a pesar de la fuerte vigilancia militar montada en las inmediaciones) y luego obtuvieron los salvoconductos para viajar a Italia cuentan sus experiencias en aquel lugar y cómo después fueron recibidos con cariño en su nueva tierra, donde unos cuantos se radicaron, se integraron y aún hoy prosiguen allí sus vidas.

Hay un viaje a Italia. Cientos de chilenos refugiados políticos fueron recibidos en Italia, donde encontraron el apoyo de ambos partidos políticos y de los ciudadanos. Se les dio dinero y trabajo, especialmente en el conocido como “Red” Emilia, donde el 70 % de los ciudadanos votaron al PCI (Partido Comunista Italiano). “En 1973, Italia era un país maravilloso,” dice Rodrigo Vergara, un traductor. “Llegué a un país que era muy similar a lo que Allende quería crear en aquella época”, confirma el emprendedor Erik Merino, “En la actualidad, Italia se parece cada vez más a Chile, en sus peores características”. Para algunas personas, la comparación con la actual crisis migratoria puede parecer forzada: los números y las ideologías son diferentes. Pero permanece el factor humano: Santiago, Italia dejará al público con el corazón roto porque esa solidaridad instintiva parece pertenecer a otro mundo, y recordar es más necesario que nunca. “No soy imparcial,” dice Moretti en una emblemática conversación fuera de cámara con un militar chileno que todavía está en prisión y que discute la falta de objetividad de su entrevista. Por supuesto, el público ya lo sabe y lo amamos por ello.

“Descubrí lo que me pareció una bella historia italiana”, dice el autor de Palombella rosa. Una bella historia. ¿En medio del golpe, la cancelación sangrienta de un proceso político virtuoso, las detenciones y secuestros, las torturas y la muerte? Sí, en medio de todo eso Moretti encuentra una bella historia, y es la que narra. Una historia de solidaridad, de generosidad, de protección a los que estaban desprotegidos, por parte de una delegación diplomática que no tenía por qué hacerlo.

¿Qué llevó a Nanni Moretti a volver sobre una experiencia política cinematográficamente documentada de forma consumada y exhaustiva, como es la presidencia de Salvador Allende y el golpe de Pinochet? Un detalle que había quedado al margen: el albergue que la embajada italiana dio en 1973 a todos los perseguidos por la dictadura pinochetista. A todos a los que pudo dar asilo, al menos. Como siempre que se pone la lupa en un hecho que los generalistas de la Historia supondrán insignificante, en ese pequeño recorte de lo real Moretti encuentra una fuente inagotable de sentidos, de relatos, de anécdotas y emociones.

Las palabras del gran director italiano Nanni Moretti que encabeza este escrito, dichas en una de sus pocas apariciones en cámara, son una declaración de principios. No solo instalan una idea, sino también la esencia, a veces malentendida, de lo que es un documental. Porque al igual que el cine de ficción, se trata siempre de escoger el pedazo de la realidad que se quiere contar, dejando un poco del propio corazón y alma en la elección. Y escogiendo también el fragmento que quedará fuera de campo. Hay mucho de Moretti. De su cine, de la forma italiana de contar historias. A pesar de empeñarse en reconstruir el relato completo a través de testimonios ajenos e imágenes de archivo, cada fotograma, pregunta o comentario en off revela una voluntad irrefrenable de dejarse ver, de plasmar un modo de sentir. Incluso en la imagen del inicio, cuando el director mira desde las alturas la ciudad de Santiago, de espaldas, en silencio, como intentando captar la totalidad del espacio, el pulso de la historia pasada y presente, la dimensión suspendida que busca retratar, aunque solo se puedan rescatar fragmentos del ayer. Santiago, Italia es una obra nostálgica. Es una obra simple, porque respira por sí sola, deja que los relatos y las imágenes se expresen en bruto, que fluyan y desplieguen todos sus matices y colores, porque confía en que la potencia de esa verdad, del dolor, la injusticia, lo inconcluso, es mucho más fuerte que cualquier discurso retórico. Es también una obra circular, cíclica, pues habla de los procesos humanos que van y vienen, que toman distintas formas, responden a circunstancias históricas y coyunturales, cuyos protagonistas cambian de nombre o rostro, pero en esencia son lo mismo. De los que sobreviven, los que luchan con la certeza de que más que perder, hay mucho que ganar. De la resiliencia humana, quizás lo más valioso que tenemos, y que el cine puede retratar y encuadrar para siempre en un fotograma.