Qué negra es la sangre

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“En Chile, la derecha es responsable directa, a través del gobierno de Pinochet, de lo que pasó con la cultura en esos años, no solo con la eliminación y la no propagación de ella sino, también, en la persecución de autores y artistas”, Pablo Larraín

Juan Guillermo Ramírez

La comedia es una tribuna de análisis por lo que tiene de suspensión del juicio, de sano distanciamiento, de reflexión aplazada. Esto lo dice Henri Bergson. La risa suspende la emotividad. No hay peor enemigo de la carcajada que la emoción. Con esta idea, alimentada de rabia, Pablo Larraín se planteó un buen día convertir a Augusto Pinochet en el protagonista de una farsa negra. Nada es más divertido que la desdicha, que decía Bergson. Y el resultado vio la luz con El conde en alusión al más famoso conde que ha dado la historia de los condes que no es otro que el conde Drácula, inmortal, sanguinario, ajeno a la claridad de los espejos y tan profundamente ridículo que no le quedó otra que esconder su miseria en el título.

La película del chileno Pablo Larraín, está planteada como una fábula fantástica por vampírica que remite a un tiempo sin lugar ni dueño. Atrapado en un paraje inhóspito, el jerarca eterno decide morir. Cansado de la muerte, a la vez tan familiar como esquiva, Pinochet congrega a los suyos para hacerles partícipes del menos oculto de sus secretos: fue un genocida, sí, pero además también fue ladrón que acumuló un tesoro repartido y oculto por el mundo. Y allí acuden todos los hijos y allegados a alimentar el ogro sin escrúpulos de la codicia, auténtico legado del dictador. El conde discurre por la pantalla como un mal sueño, como una pesadilla sin aire. Rodada en un blanco y negro metálico que igual remite a los trabajos más oscuros de Béla Tarr que al expresionismo encendido de Dreyer o a la ironía sin filtros de Sellers en Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?, la cinta vive desde el primer plano en la contradicción de su más íntima imposibilidad. ¿Cómo bromear con lo repulsivo? ¿Cómo acertar a describir la desmedida del horror? ¿Cómo hacer volar a un viejo de 250 años? ¿Cómo ser elegante entre la más absoluta irreverencia?

Larraín y su coguionista Guillermo Calderón reimaginan al dictador como un vampiro inmortal que, tras fracasar en preservar la vida de Luis XVI, decide ocultarse para reaparecer en diversos países a lo largo de la historia, siempre para desbaratar rebeliones populares y para ungirse con el poder absoluto. Tras fingir su muerte y a pesar de su insaciable sed de sangre, el relato encuentra al vampiro recluido en un territorio insular, acompañado por su esposa Lucía Hiriart y su ladero, el siniestro Fyódor. Al enterarse de que el anciano chupasangre desea morir, los hijos del dictador arriban al hogar familiar con la ambición de hacerse con una porción de la cuantiosa y espuria fortuna amasada por el padre. Han solicitado la ayuda de Carmencita, una monja que se hace pasar por contadora para posicionarse lo más cerca posible del inmortal dictador y enviarlo al infierno.

No es una película perfecta, porque no aspira a ello. El guion se enreda entre la necesidad de contar la barbaridad de lo que no admite relato y el deseo de simplemente gritar. Por momentos, Larraín quiere ser pedagógico y dejar claro que es la impunidad ante el crimen lo que deja sin argumentos ni esperanzas. Larraín se entrega a una suerte de lírica desesperada para subrayar quizá lo inútil de todo. Y mientras, la película avanza incómoda, libre, divertida y profundamente triste.

Son muchos los trabajos del cineasta empeñado en explicar a todos y explicarse a sí mismo lo que es y lo que fue su país. Tony Manero, Post mortem, No y ahora El conde. Siempre ha intentado acercarse a la herida desde ese lugar que no admite ni sermones ni épicas. Todas sus películas, a su modo, son farsas. Pero son parodias sin ojos tan tristes que dejan la carcajada sin aliento. El conde lejanamente remite a una obra salvaje, sin brida, feliz en su profunda y divertida desesperación.

El problema no es el uso del relato de vampiros para abordar la figura de Pinochet: ¿qué es el género de horror, sino el último subterfugio posible para nombrar aquello que, mirado directamente como el rostro de la Medusa, resultaría demasiado atroz? Ni siquiera el humor es problemático en sí mismo, al contrario, pero el humor jamás podría brotar de una puesta en escena tan ensimismada en su propio esteticismo, en la sobreactuación del gesto kitsch de ese Pinochet con anteojos rosas. Hacer humor exige arrojo, desparpajo y, sobre todo, determinación. En El Conde, la figura de Pinochet termina siendo un elemento ornamental, un gancho de presunto carácter polémico para despertar interés en lo que, de lo contrario, sería una tediosa mezcla de intenciones. La pregunta es si a Larraín con eso le alcanza, o si la manifiesta preocupación del final -en el cual otra oscura figura histórica se asume como madre, en el plano real y simbólico, del dictador- por el poder regenerativo de los autoritarismos no encontraría una expresión mucho más elocuente en la gran ausencia de esta película: la voz de sus víctimas.

El 11 de septiembre se cumplieron 50 años del Golpe de Estado de Pinochet al Gobierno de Salvador Allende. Un hecho que sigue marcando al país, que hace pocos días veía como, por fin, se condenaba a los militares que asesinaron, pocos días después, al cantautor Víctor Jara. Pinochet, sin embargo, y como otros dictadores como Franco, nunca tuvo un juicio. Murió en plena impunidad. Esa impunidad, ese morir tranquilo en la cama ―aunque el juez Garzón intentara juzgarle antes de morir―, provocan un halo de eternidad que se queda pegado a los huesos de sus ciudadanos. Cuando un dictador no es condenado, cuando no es sentenciado públicamente delante de la gente, se le seguirá otorgando una legitimidad falsa, a pesar de los asesinatos y crímenes que hayan cometido.

Desde ese punto de partida, tan interesante como triste es desde donde construye Pablo Larraín su nueva película donde, por primera vez en su filmografía, Augusto Pinochet se convierte en carne. Aunque la presencia del dictador ha estado presente en su cine (desde No, de forma evidente, hasta El club), siempre lo ha hecho de dos formas; o como fantasma que sobrevuela la historia y las heridas del país; o como palabra, como simple verbo nunca encarnado por ningún actor.

La metáfora es clara. Pinochet sigue vivo en el Chile actual. Está vivo porque nunca se le juzgó, porque nunca hubo un buen ejercicio de memoria histórica, y el cine viene a mostrar los errores. A hacerlo desde la sátira, desde el género y desde la exageración. Esa idea es la columna vertebral de El conde, y es una idea tan potente, tan brillante y tan suicida que a la película se le acaban perdonando sus errores. Le cuesta coger el tono, a veces no es tan divertida como debiera, y sin embargo está plagada de mala baba, de fogonazos de genio y de perlas políticas que se convierten en los mejores gags.

La política y la memoria están presentes en la filmografía de Pablo Larraín. Salvo por alguna película que escapa medianamente a ese concepto, el cineasta chileno lleva quince experimentando con la ficción para exponer, a través de un juego tan lúcido como perverso, el lado más oscuro de la historia de su país. Ese juego le ha llevado en varias ocasiones al cine de género. Aunque no sean películas esencialmente de terror, Tony Manero (2008) o Postmortem (2010) tienen la atmósfera, la violencia y la condición alucinada propia de ese género. Con esa misma fórmula de llegar a lo real desde el delirio, de retorcer la historia para poner en evidencia sus males, Larraín da un paso más en su incursión en el género al proponer una película de vampiros.

La trama avanza con la llegada de los hijos del dictador con la noticia de que no querer seguir viviendo y ante el horizonte de poder repartirse todo lo que robó durante décadas. Sus hijos, tan víboras como él, herederos de una fortuna manchada de sangre y que han vivido en impunidad. A pesar de ello quieren más, como le pasaba a su padre. Como su madre, una Lady Macbeth en la sombra. Parte de los gags se los lleva algo real, lo mucho que fastidiaba a Pinochet que le acusaran de ladrón. Le daba igual que dijeran lo que había matado. A usted le gustaba robar, a mí matar; le dice su ayudante, a lo que el Pinochet vampiro contesta sin dudar: No, a mí también me gustaba matar. Pocas veces se ha metido tanto el dedo en la llaga a la dictadura chilena.

Un dictador muerto funciona para su país como el miembro amputado de un cuerpo, su presencia fantasmal sigue ahí a pesar de que físicamente ya no esté. La impunidad es la responsable de este fenómeno. Genera monstruos que son difíciles de hacer desaparecer y abre la grieta para que el mal pueda resurgir una y otra vez.

Más allá del ejercicio de fabulación histórica, El Conde dispara con inquina contra el legado del pinochetismo, que pervive con fuerza en un Chile que, después del estallido social de 2019, parece ahora a merced del auge de una ultraderecha liderada por José Antonio Kast, un heredero del dictador. Larraín sabe bien lo que supondrá para el público chileno contemplar la icónica imagen del Pinochet-vampiro surcando los cielos del actual Santiago de Chile y paseando por el Palacio de la Moneda. Y el director de Nerudatambién da en la diana al plantear que, además de sus crímenes contra la humanidad, la cruzada pinochetista supo convertir el país en un nido de ‘héroes de la avaricia’.