Pensando en los mirones… que somos todos

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Juan Guillermo Ramírez

Un cineasta no tiene nada que decir, tiene que mostrar.

Alfred Hitchcock

El cine es en esencia voyeur, es decir pornográfico por su propia naturaleza, quizá por ello las películas X sean una redundancia.

Fernando Trueba

El paraíso del voyerista es la inmovilidad: mirar es no cerrar los ojos y, por lo tanto, sentir. El mirar constituye un acto de delegación instantánea y en el momento que miro, dejo de residir en mi piel para transportarme imaginariamente a la piel del otro. Por eso Christian Metz y tantos más han visto en el cine ese templo del acecho: porque en la oscuridad de la sala nadie perturba al voyerista en su delicado abandono de sí mismo. Como aquel héroe de Georges Bataille, el espectador de cine se hace perverso, chupador de sentidos, insaciablemente devorados por su ojo.

El cine es esa criba inmensa en que se disuelve el sujeto mientras ejecuta la contemplación. Cuando miro, ya no soy, sino en relación a lo que miro, que se hace uno solo conmigo en la cabeza. Y así como en el amor no es posible mirar y entregarse en un acto mismo, en el cine toda fantasía se encuentra sobre determinada por la imagen de ese otro que gobierna la mirada. El amor del cinéfilo, lo dijo Roland Barthes, es un amor perverso: inconmensurable y limitado, extásico y doloroso. El mirar siempre es incompleto porque nos separa del objeto contemplado y nos niega, en principio, la fantasía de la fusión.

Cuando miro, siempre estoy en función de la exclusión de esa distancia nace la eficacia misma del cine. El buen cine, siempre, abre ese espacio imposible que no puedo habitar nunca: cualquier rostro conocido, cualquier calle, al hacerse imagen se hace mirada pura y nace a la impasibilidad. El placer de la mirada es ese: no estar ahí, sino para constatar que no se está y desearse estando. De allí quizás, que el cine erótico sea la ilustración de lo que de erótico tiene el cine: mirada siempre corta, siempre negada. El deseo surca de lo visible a lo imposible y esa tensión, entre lo mostrado y lo mostrable, alberga toda la dialéctica que mantiene cautivo al espectador.

El trabajo del voyerista siempre es colmado fuera de sí mismo: es la labor del cineasta, del exhibicionista. De ahí el poder del montaje, del vestido. Mostrar siempre es esconder un poco, y postergarse: hacerse imagen deseable. Y, además reservarse al poder. Entre la voluntad que regula y el ojo que regula y el ojo que aguarda, se establece una intangible sumisión. De ese simulacro sadomasoquista, renace siempre el voyerista, el cinéfilo incompleto, es decir, vivo, siempre deseante. Espera el próximo rostro de la actriz, el próximo “show” del director: “incompletez” que insufla bríos para seguir mirando, contemplando, ojeando, viendo, extasiando las pupilas, motor de ese rito inacabable que quiere colmarse siempre en la siguiente mirada y que, secretamente, sabe que mirar es apenas colocarse a un lado del camino, para que el otro eternamente distante disponga de su imagen, como de un tesoro inalcanzable.

Porque tal y como vemos, así somos. Ya lo había dicho hace mucho tiempo Emerson y aún hoy tiene toda la vigencia.

Un ojo por la cerradura

Empecemos a mirar por el hueco de la cerradura: la definición que da la Real Academia Española de la palabra Mirón, dice: El que mira, y más particularmente, que mira demasiado o con curiosidad. Dícese de una persona que, sin jugar, presencia una partida de juego.

La compulsión admirativa, que no es otra cosa que el voyerismo, es la fuente de gran parte de la narrativa y, desde luego, del cine. En cambio, no puede hablarse de voyerismo ni en pintura ni en escultura, porque en estas artes falta movimiento: el voyeur no espía tanto el objeto como su movimiento, es decir, su comportamiento. Además, debe tratarse de un comportamiento tan íntimo, que nadie, excepto el voyeur, podría espiar sin ser consciente de cometer una indiscreción. Dicho de otra manera, el novelista o el cinematografista, aparte de mostrarnos aquello que todos podrían ver, a menudo nos muestra aquello que nadie podría ver excepto, el voyeur. En efecto, así como no se puede atribuir al voyerismo la representación de acontecimientos públicos, como, por ejemplo, un baile o una sesión parlamentaria, sí es indiscutiblemente voyerista la representación de un hecho tan íntimo como la relación sexual, pues la gente no se acuesta en público. Por lo tanto, cuando un cinematografista nos muestra a dos personajes en el momento de su acoplamiento, en realidad mira y hace que nosotros miremos por un imaginario ojo de la cerradura. El voyerismo empieza por la observación del movimiento del objeto espiado. El voyerista no sólo espía lo prohibido, sino también lo desconocido, el voyerismo necesita descubrir lo ignoto.

La pupila culpable

Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi hermoso.

Julio Cortázar

En Blow Up (1967) de Michelangelo Antonioni, basada en el relato corto de Julio Cortázar “Las babas del diablo” hay una voluntad por la teorización del cine tan radical que todo es posible de acontecer y todo parece ya dado. Pero regresemos brevemente a la etimología: frecuentemente la locución tiene muchos sentidos, algunas veces contradictorios. Blow Up no es una explosión, soplo de viento, agrandamiento, extinción. Cuando el joven fotógrafo se pasea en un parque londinense en donde será testigo inconsciente de un crimen, el viento sopla y despeina los árboles. A comienzo del relato cinematográfico, su vecino, el pintor le dice: En mis inicios, hacía lo que quería sin importarme qué. Después me detenía en un detalle, como si fuera un índice polar. Y los índices no faltan, siempre acompañan a lo largo del recorrido. Londres no es más que un decorado, el período no tiene ninguna importancia; la característica de ese fotógrafo que lo hace ver distinto a los demás, es la manera como fragmenta la realidad con su visión de toma vistas. La desconocida le confiará las llaves del misterio: Tú nunca me has visto.

Blow Up es una película sobre la potencia de la imagen. Es el itinerario fragmentado de un fotógrafo que toma fotos como se toma a una mujer, posee la realidad como se la posee. La danza con el maniquí gigante es la manifestación latente de una pasión que se expresa con el acto-la banda que acompaña esta secuencia es la misma cuya tonada está siempre presente en las películas pornográficas-. Pero, afortunadamente, él va a comprender los límites de esta posesión, cuando descubrirá que las situaciones planteadas en el amor son las mismas del pintor cuando se enfrenta a su lienzo, sobre una misma línea la recorre muchas veces: es el boceto. El fotógrafo va a desarrollar los negativos y los ampliará (Blow Up) proyectándolos sobre un papel sensible. Y en esa insaciable ampliación descubrirá un detalle. Y va tomando la foto y va escogiendo el detalle que le importa y no cesará de encuadrarlo, y ejecutando una especie de panorámica en todo lo registrado allí sobre el papel, los montará, los editará y los añadirá como si fueran las fotos fijas de una película. Así, las imágenes se ven cubiertas por sombras, sombras tan elocuentes que ocultan la esencia misma de la toma. Pero es que no hay gran cosa que ver, pues todo está allí, en esas sombras grises que todo lo tratan de ocultar, como si el mismo Antonioni nos estuviera diciendo que no se puede interpretar el mundo más que cuando se tiene una teoría. Irrumpe la teoría del “polar”: ha fotografiado un asesinato. Él ha visto un crimen. Regresa al parque y realmente ve el cadáver. Pero sus fotos han sido robadas. No le queda sino una, la que está escondida detrás de un mueble y de la que se referirá la amiga del pintor como parecida a uno de sus cuadros, de sus pinturas de amante.

Se puede juzgar la descripción de la intriga presente en Blow Up, como un tratamiento temático poético, dirigido hacia las “nuevas imágenes”. Todo está filmado alrededor de la virtualidad de las imágenes, de su manipulación, de sus explosiones serenas, de sus soplos del alma. Además, todo está camuflado, nada es evidente. Se ha evocado bastante, en la gran época de Antonioni, la influencia de Kafka –o de Bruno Bruzzati- tanto en el recorrido que asumen sus personajes como en el triste destino que los acosa. Pero de lo que casi no se habla es de sus ambiciones pictóricas. Es necesario una nueva mirada a Blow Up hoy, para medir en qué punto el cineasta había intentado sacar del cine su tendencia en la pintura. En este sentido el escritor estadounidense William Burroughs afirmaba que la literatura tenía cincuenta años de atraso en relación a la pintura.