“Vivimos en un mundo donde no se escucha a la otra persona y todos nos posicionamos en el blanco o en el negro, sin grises. Hace falta mucha reflexión y diálogo, pero eso cada vez se da menos, porque impera el fanatismo y no se presta atención a los argumentos del otro. Los conflictos entre vecinos son constantes, no solo en el campo, también en las urbes y hasta entre países”, Rodrigo Sorogoyen
Juan Guillermo Ramírez
En la mayoría de las ocasiones cuando se habla de neorruralismo se utiliza la idea de que mirar el campo implica hablar de una pérdida y del abandono de un modo de vida. En esta mirada surge una poética que acaba asociando la vida en el campo con un mundo idílico o con cierto sistema de vida equilibrado, con otra temporalidad que desafía al mundo urbano. As bestas de Rodrigo Sorogoyen, ganadora del Goya 2023, confronta dos mundos rurales. El primer mundo es el de los que siempre han estado allí, como los hermanos Anta. Son los ganaderos que han nacido junto a sus vacas, que han perdido la razón intentando domesticar a los caballos salvajes y que viven del miedo a la alteridad. Son los que han convertido su pequeño mundo en el único mundo posible y que, desde su propia miseria moral y humana, se sienten atrapados en un campo sin horizonte. En el otro lado están los neorrurales, aquellos que creen en la utopía de que en el campo residen los únicos vestigios posibles del paraíso terrenal y que dimiten de la vida para encontrar entre las coles, los grelos y las lechugas de su propia plantación el anhelo de una nueva vida. En las paredes de sus casas hay libros, en el garaje una furgoneta para cargar las hortalizas que venderán en el mercado. El viejo mundo odia el nuevo mundo porque lo considera un intruso, mientras el nuevo mundo busca unas alianzas imposibles bajo una mirada paternalista y un tanto ingenua.
En un momento de As bestas un cabrero muere. Lo hace en silencio; en mitad de un paisaje no desolado. Se trata de un escenario esencialmente tremendo, pero inundado de una extraña calma, sin aire, vaciado de asuntos como el drama o el vértigo.
El hombre fallece al amanecer como lo haría un personaje del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich: desmayado y confundido con un paisaje que lo devora. Es el único momento de extraña y confusa calma en una película que vive de principio a fin en un único aliento, en perpetua vibración, siempre a medio camino entre lo que es y lo que desea, entre lo que muestra y lo que oculta, confundida entre cada una de sus amenazas.
As bestas es thriller psicológico, pero también un drama callado. Es un filme de venganza, pero también de esperanza. Es tragedia rural de la España profunda y negra, pero sin renunciar a la voz iluminada de lo justo, lo deseable, lo correcto, lo ilustrado. Es película de hombres, pero desde la perspectiva de la mujer. No es en ningún caso una elegía pastoral.
La película parte de un suceso antiguo. El crimen de Petin. En aquella tragedia de 2010, el holandés Martin Verfondern insistía obstinado en su deseo irrefrenable de vivir en paz con la naturaleza y en guerra con sus vecinos. El venía de fuera; sus enemigos, no. Y así hasta que el 19 de enero desapareció. El filme sitúa en Galicia a Antoine y Olga. Practican una agricultura ecológica y responsable y hasta sacan tiempo para restaurar casas abandonadas por aquello de la repoblación. Los que allí viven no comparten tanto afán bucólico y lo que quieren es huir con el dinero que recibirían si por unanimidad, dejaran que su bosque milenario se poblara de molinos para producir energía, la eólica. Que lo no contaminante para el medioambiente sea lo que más contamine el ambiente no es tanto contradicción como callejón sin salida.
As bestas convierte la imponente naturaleza en el escenario de una tragedia clásica con aspecto de western al estilo de John Ford. Toda la cinta se estructura en dos partes. Y sobre ese eje de opuestos indistinguibles se hace grande. Radicalmente distinta y, otra vez, idéntica. La película se expande, se contradice y se tensa. Si el primer aliento del filme vive en la sed de venganza, el segundo deja todo su crédito depositado en la necesidad de justicia. Si al principio es la violencia el único patrón de comportamiento, luego lo es la posibilidad del perdón. De un lado, la película se distribuye en planos pausados de aspecto intemporal que pulen y tallan cada una de las perspectivas. Y así hasta que poco a poco, cuando la calma se quiebre de forma definitiva, As bestas deje de discurrir por fuera, para volverse sobre sí misma y convertir en carne de su carne de cada uno de sus infinitos dolores. Si Rodrigo Sorogoyen ya había dado buena muestra de su facilidad para encerrar la mirada del espectador en un laberinto opresivo cerca del simple pavor – El reino: extrema masculinidad tóxica (2018), Madre: una mujer creía (re)encontrar a su hijo secuestrado en un turista adolescente (2019)-, ahora se las arregla para lo contrario. As bestas convierte la imponente naturaleza en el escenario de una tragedia clásica y lo hace a la vez que envenena cada gesto con la íntima posibilidad de redención.
En una de las mejores escenas de As bestas, los hermanos Anta recuerdan a Antoine que ellos siempre han sido unos miserables y que han sido tan miserables que siempre han olido a mierda, por lo que incluso las mujeres del prostíbulo los detestaban. Si llegamos al último tercio de la película casi sin aire, Sorogoyen se supera en la segunda parte. En esta las protagonistas son ellas. La madre de los hermanos y la esposa de Antoine han ido viendo cómo la situación se iba pudriendo, para acabar en lo peor. Ellas no han podido domar a las bestias. Título de la película, que alude a la fiesta de ‘A Rapa das Bestas’ de la aldea gallega de Sabucedo. En ella varios hombres inmovilizan a caballos salvajes que, durante el año han estado en libertad, para recortarles la crines, desparasitarlos y marcarlos. El cineasta inicia la película con unas imágenes de ‘A rapa’, como metáfora de lo que vendrá. En esta segunda parte, el espectador acompaña el tortuoso camino de Olga, compañera francesa de Antoine, con tintes de tragedia griega cargada de melancolía. Su micro diálogo con la madre de los hermanos o la discusión entre ella y su hija (con sonoras resonancias a las obras del dramaturgo francés, Jean-Luc Lagarce).
En As Bestas se huele el miedo, la rabia, también la paranoia. Y siempre en tensión. Y así hasta que, en un momento preciso, al amanecer, como en un cuadro de Caspar David Friedrich, un cabrero muere.