Al filo de la música

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“Las imágenes llevan una lógica del mundo, ellas revelan una verdad”, Wim Wenders

Juan Guillermo Ramírez

Buena Vista Social Club es un documental realizado por el director alemán Wim Wenders y lo ha consagrado al grupo de músicos cubanos ya legendarios, pero también olvidados que han sido reagrupados en una orquesta por el guitarrista estadounidense Ry Cooder. Las imágenes transportan al espectador desde la isla de Cuba, hasta un concierto en Amsterdam, pasando por un viaje a Nueva York. Y todo este verdadero road movie parece animado por la gracia de un movimiento perpetuo. Wim Wenders ha buscado siempre lo pintoresco, lo exótico, pero él le confiere una profundidad y una solidez certera, segura. Trabajando en video digital con tres camarógrafos diferentes: Jörg Widmer en La Habana, Robby Müller en Amsterdam y Lisa Rinzler en Nueva York, Wim Wenders ajusta el movimiento de su cámara a su mirada; el trabajo de Widmer es particularmente fluido, produciendo una imagen en la cual la gracia y la movilidad son iguales.

Uno de los encantos menores de su cine y su sentido agudo de la cámara, que siempre pone al servicio de las acciones tan diversas, como una intriga de Patricia Highsmith o una tragedia familiar de Sam Shepard, triunfo atemperado algunas veces por lo mejor como en esa película llamada Al filo del tiempo, y algunas veces por lo peor en esa historia llamada Hasta el fin del mundo, o por una sobriedad y un fatalismo en donde se transparenta la influencia del escritor austríaco Peter Handke. Esta concepción tan refinada del cine, parece integrar el sentimiento de su carácter revolucionario, anclado en la sensibilidad de los años 70 y de comienzo de los 80.

Wim Wenders se ha sostenido firmemente en su concepción personal del cine lo que le infunde a sus películas recientes y en particular a El fin de la violencia, procurándole al espectador ese extraño sentimiento del retorno, porque durante dos horas, lo ubica veinte años atrás. Así, posiblemente, puede estar la ligereza de la cámara de video y la movilidad que ella autoriza. Ritmo sabiamente empujado por la música. Wim Wenders se convierte así en un compositor de imágenes, y en Buena Vista Social Club, compone un movimiento tan profundo que autoriza a su cámara a vagar acompañada por sus personajes que registra. Quizás no se encontrará un bello momento en el cine como la exhibición de las niñas de un curso de gimnasia rítmica que saltan y piruetean en el aire, teniendo la oportunidad de estar acompañadas al piano por el prodigioso Rubén González.

Buena Vista Social Club de Win Wenders lleva la impronta de una milagrosa y ondulante ligereza: la cámara está siempre en movimiento y por eso, contrariamente a lo que pasa en un 99% de las películas influenciadas por la estética del videoclip, ella habita maravillosamente en su propia sensibilidad. Este prodigio obedece en parte al color: tonos sepias para las secuencias del concierto en Amsterdam, bellos colores densos para las secuencias rodadas en Cuba, que se encuentran de nuevo con la nostalgia, como en esas tintas de las viejas cajas de habanos y de las carátulas de CD. Se encuentran imágenes sorprendentes como una banda de niños que bailan sobre los trampolines de futuro o una improvisación musical de un trío al borde del mar con una luz delicada que golpea la preciosidad programada y sobre todo, esa imagen simbólica, que se presenta casi siempre a lo largo de toda la película: las olas del océano que revientan por las espaldas del malecón de La Habana y allí mueren para volver a nacer más atrás.

Uno de los temas subyacentes de la obra de Wenders es el respeto que él siente por los mayores, presentados como tesoros inter-nacionales vivos, de momentos de inspiración, en su tridimensionalidad y por tanto sólidamente encuadrados. Este sentimiento se ha manifestado de diversas maneras y parecen reflejar entusiasmos dignos de un adolescente, sea bajo la forma de un romanticismo mudo, como Nicholas Ray en El amigo americano, Sam Fuller en El estado de las cosas o Bernard Wicki en París, Texas, o bajo el del homenaje ambiguo, como otra vez con Nicholas Ray en Un rayo sobre el agua, Jeanne Moreau en Hasta el fin del mundo o Sam Fuller en El fin de la violencia. La sobriedad, el romanticismo y el evidente egoísmo del realizador no cambia para nada el hecho que Nicholas Ray estaba agonizando ante la cámara, o que el propósito sostenido por Fuller después de su infarto, en El fin de la violencia, sean perfectamente absurdos.

Contrariamente las almas que habitan Buena Vista Social Club, tienen casi todos ochenta años, pero brillan por su vitalidad: pueden ser momentos, pero dominan tan bien sus tradiciones musicales e interpretan con todo el brío y el desapego propio de la felicidad, que no es más que la ilusión de sus tiempos. Wim Wenders estructura los dos primeros tercios de su documental alrededor de muchos retratos de músicos, filmados en diferentes decorados y locaciones.

Hay una dimensión casi táctil en estas secuencias en donde, finalmente, importa menos la extrema calidad de la música que el intérprete. Y esto porque Wenders, que ha cortado en las canciones individuales, parece en definitiva comprensible e igualmente justificado, contrariamente a lo que pueden pensar algunos. Existe un momento en donde se corta el aliento porque el percusionista interrumpe un solo de timbales particularmente inspirado, para explicar la necesidad de trabajar a partir del silencio y de la imaginación del público, cuando interpreta un instrumento o registra su límite, antes de regresar a su brillante demostración.

Pero es Compay Segundo, el sonero legendario y en este sentido el personaje principal del documental del realizador alemán Wim Wenders Buena Vista Social Club, quien declara cuánto puede fiarse de su país y de la determinación con la cual sus compatriotas han resistido a las sirenas del consumo. La visión que tiene Wenders de Cuba y que se desprende de la película, es onírica y él mismo ha manifestado una gran sensibilidad por los barrios, por las calles, por las fachadas de las casas, por los carros viejos que aún transitan por las calles de La Habana vieja.

Es evidente que Cuba le ofrece a Wenders la visión antillana de los cafés y de las pequeñas travesías que ocupan siempre un lugar privilegiado en su obra fílmica. Por esto, al final de la película, los integrantes de Buena Vista Social Club van a realizar su sueño: dar un concierto en el Carnegie Hall. Eliades Ochoa e Ibrahim Ferrer caminan por las calles de Manhattan para admirar los rascacielos y se maravillan de tanto esplendor y opulencia. Se tiene la impresión que este momento ha sido puesto en escena, con el fin de suscitar el sentimiento de la confrontación de dos culturas, la cubana y la estadounidense. Pero un poco más tarde, Wenders nos da lo que podría ser el efecto más delicado que hubiera podido hacer; retoma las imágenes de Cuba, antes de fundir sobre la imagen de la cúpula de la sala de conciertos, de donde desciende la cámara en picado sobre la orquesta que desenrolla una bandera cubana bajo los aplausos del público.

Es imposible resistirse a lo irresistible, y es que esos viejos músicos encarnan un doloroso saber: los Estados Unidos, que es el enemigo, con sus barnices brillantes y sus avances numéricos, es la ausencia cruel de lo que la nación menos fluorescente posee en algo de lo cual no se puede dotar: una cultura.

Link: https://cinefiliamalversa.blogspot.com/2018/08/buena-vista-social-club-1999-wim.html